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Mejor dejarlo, pensamos las dos y nos quedamos mirando a mi madre. Serían las tres de la madrugada. Los ojos se me cerraban.

No te duermas, me dijo, que si te duermes igual no la ves morir y te arrepientes el resto de tu vida.

Me fui a lavar la cara, en el pasillo se sentía la respiración fuerte de Milagros, que dormía medio echada en el sofá del salón.

Rosario, me dijo Palmira, no te lo he dicho, pero a Santi le han dado una gratificación este año por ser el que más ha vendido de su planta. Pues estaréis contentos, le dije. Mucho, me dijo, la verdad es que sí.

De la jaula del reloj de cuco del pasillo salió el pájaro violentamente dando las tres de la madrugada. Las dos nos dimos un susto.

Lo extraño es que nunca haya protestado ningún vecino por el ruidazo que mete ese reloj, dijo Palmira. Se ve que después de treinta y tres años se han acostumbrado, como yo, le dije. Treinta y tres, repitió ella. Sí, treinta y tres, los mismos que yo, dije, vaya regalo que le hizo nuestro padre a mamá por mi nacimiento, los padres regalaban entonces otras cosas, una sortija con fecha, una pulsera de esas de las que cuelgan medallitas con el nombre de los hijos, pero un reloj de cuco…, ése no es el regalo que te hace un hombre que te quiere.

Está visto que las cosas que menos le gustan a uno son las que nunca se rompen, dijo Palmira.

Me pareció una frase llena de significados ocultos.

A Santi no se le escapa una clienta viva, dijo, recuperando un tono que quería ser jovial, tendrías que verlo, muestra un agrado vendiendo, como una energía interior, tiene mucho tirón. Sí que lo debe tener, sí, le dije. Así que claro, luego llega a casa y se desinfla, no le quedan ganas de nada, tú no lo puedes entender, pero eso le pasa a todo el que hace un trabajo de cara al público, me dijo, tú como no tienes que ponerle buena cara a nadie. No, yo voy a mi bola, le dije. Es que los nuestros son trabajos que requieren un gran esfuerzo psicológico, dijo. ¿Y a ti también te pasa?, le dije. ¿El qué?, me preguntó. Pues eso mismo que le pasa a él, tú también trabajas de cara al público, digo que si te pasa lo mismo, que si llegas a casa y te desinflas, le dije. No, a mí no, pero es que yo soy de otra manera, las mujeres en general somos de otra manera, somos como más…

Hizo un gesto con la mano que se quedó en nada, como la frase.

¿No crees que la luz de la lámpara le da muy directamente en los ojos?, me dijo. No creo que se dé cuenta, le dije. ¿Será verdad que cuando uno se está muriendo ve una luz al final de un túnel y uno quiere alcanzar esa luz porque te sientes horriblemente atraído y presientes que si consigues llegar hasta ella vas a conseguir una paz tremenda?, me dijo. Eso dicen, yo lo he leído, dije. Esa paz es la muerte, dijo. También he leído, le dije, que te pasa toda tu vida por la mente, como si tu mente fuera una gran pantalla de cine. A lo mejor ella está ahora mismo viendo su vida, dijo Palmira. Lo más seguro, dije. Setenta y cinco años, con sus momentos malos y sus momentos felices, ¿llamaremos a papá para el entierro?, me dijo. Lo llamamos para que se lleve el reloj, dije, y sin poder contenerme me empecé a reír. Palmira empezó a reírse también. Las dos tapándonos la boca, como si estuviéramos en la escuela, como si aparte de mi madre hubiera una cuarta presencia que pudiera reprendernos. La muerte, tal vez.

Ay, si es que se tiene una que reír, dijo mi hermana. Le llamamos y le decimos, papá, que somos tus hijas, Rosario y Palmira, esas que no has llamado en veinte años, mira, que hay algo muy especial que mamá nos dijo que quería que fuera para ti cuando ella muriera, y él, qué es, qué es, y nosotras, no se puede decir por teléfono, y entonces se presenta aquí el tío todo ilusionado y le damos una caja con el reloj, dije doblándome de la risa floja que me sacudía todo el cuerpo. Para que la recuerdes siempre, decía Palmira, casi sin poder acabar la frase. Para que te destroce la vida como nos la destrozó a nosotras, dije. Sí, te tienes que reír.

Rosario, parece que respira peor, vamos a cogerle cada una de una mano. Y eso hicimos, le tomamos sus manos, ardientes, las manos que al cabo de unos momentos perderían el flujo de la sangre y la temperatura.

Mira el espejo de luna, Rosario, ¿a que parecemos un cuadro antiguo?

Un cuadro antiguo. Las dos hijas inclinadas sobre la madre agonizante. La luz pobre de la lámpara. El cabecero de roble que tenía unas rosas labradas en la madera, las rosas por las que pasaban los dedos infantiles maravillados por lo que suponían era una obra de arte. La colcha sedosa de color granate, el crucifijo en lo alto, el rosario colgando de un lado del cabecero. Sí, era el cuadro antiguo de una madre antigua. Y nosotras mirando al retratista, como si quisiéramos posar a pesar de la tragedia o como esos cuadros tan mentirosos en los que el retratado aparece como si le hubieran sorprendido.

Rosario, no sé por qué pero de pronto ahora me da mucha pena que mamá haya tenido una vida tan triste, me dijo.

Ahora sí parecía a punto de llorar.

Tampoco ha sido tan triste, ha sido una vida, como la de cualquiera, ella no quería salir de su mundo, más triste es la vida para el que quiere cambiarla y no puede, le dije y la miré a los ojos, ¿tú no sientes a veces el deseo de cambiar tu vida, cambiar de piso, de ciudad, de marido y no puedes?

Apartó la vista de la mía y dijo, pues no, ni se me pasa por la cabeza, es que con dos niños eso ni se te pasa por la cabeza, ¿qué quieres, que vuelvan mis niños del colegio y se encuentren con que su madre no está?, sólo de pensar eso me dan escalofríos. Te lo estaba diciendo en sentido figurado, ya sé que no lo vas a hacer, ya sé que no vas a abandonar a tus niños, hija mía, yo sólo te preguntaba si no has tenido nunca ese sentimiento, no te lo tomes todo tan al pie de la letra. Pues no, ni se me ha pasado por la cabeza, me dijo. No me lo creo, le dije. Allá tú, siempre piensas que hay una verdad que me callo, me dijo.

Mamá, mamá, pobrecita, qué mal respira, ¿llamamos otra vez al médico?, me dijo. Ya no, nos va a decir lo mismo, que no puede darle más morfina, a los médicos les gusta que te mueras a palo seco, no quieren sentirse cómplices de asesinato, le dije. Yo no lo voy a criticar porque si estuviera en mi mano no sería capaz de darle más morfina, dijo. Pues yo le tengo dicho a Milagros que si ve que empiezo a perder la cabeza que ponga un remedio rápido, no quiero vivir siendo una rémora, dije. Una rémora, dijo, qué palabra más fea. De pronto me dio un codazo infantil, a ver si a Milagros se le va la mano y acaba contigo al primer olvido que tengas, dijo, sin poder reprimir una sonrisa. Qué simpática, dije.

Mamá, quiero que sepas que te hemos querido, dijo Palmira. Rosario, díselo también tú, díselo.

Mamá, perdóname si te he hecho daño alguna vez. El entierro va a ser como tú querías, ni crematorio ni donación de órganos ni nada. Estarás entera.