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Rosario, ¿qué es eso que le sale de la boca?

Una burbuja, dije.

La burbuja se hizo grande, explotó, y ya no hubo nada.

Las dos nos soltamos de sus manos.

Ay, qué frío me está entrando, Rosario. Me tiembla todo el cuerpo. Y ahora qué hacemos. Ay, que me da mucho miedo de los muertos, llama a Milagros.

Salimos corriendo, casi tropezando, al pasillo. ¡Milagros!, dije, ¡Milagros!, quería gritar pero casi no me salía la voz. ¡Milagros!, gritó Palmira, y su voz sonó histérica.

Milagros asomó la cabeza por la puerta del salón, frotándose los ojos, mirándonos sin entender, parecía a punto de preguntarnos qué hacíamos ahí, las dos de pie, una frente a otra en el pasillo estrecho. Se ha muerto, Milagros, ya se ha muerto.

Os acompaño en el sentimiento, dijo Milagros. Palmira me miró para que yo dijera algo. Pero Milagros siguió hablando, ante nuestras miradas de asombro, improvisó un discurso que a veces tenía que interrumpir porque se le saltaban las lágrimas, yo la quería mucho, sí, la quería, dicen que las personas dementes no sienten, no es verdad, Rosario, ¿no te acuerdas la otra tarde, cuando le canté la canción de se vive solamente una vez?, ¿es que no parecía que seguía la letra, no parecía feliz cuando se quedó dormida?, cuéntale cómo me pasaba la mano por la cara, está feo presumir del cariño que te tuvo un muerto, pero ni a Rosario le hacía eso, ni a la asistenta social, ni al médico, ahora, venía yo y me pasaba la mano por la cara con una dulzura, qué pena que te lo hayas perdido, Palmira, que te lo cuente Rosario.

Yo notaba la impaciencia de Palmira, y sentía la mía en el estómago. Le hubiera gritado, cállate y haz lo que me prometiste que harías de una puñetera vez. Lo que me pedía el cuerpo era decírselo de mala manera, violentamente, pero me contuve, tenía un miedo terrible a que se enfadara, se largara, y nos dejara solas con mi madre.

Verás, Milagros, he hablado con Palmira de aquello, de aquello de lo que hablamos, y ella está de acuerdo, tú mejor que nadie puedes arreglarla, no hay nadie en este mundo en quien podamos confiar como en ti, ¿verdad, Palmira? Y Palmira dijo que sí con la cabeza, mirando al suelo, avergonzada porque yo acababa de ser testigo de su rechazo, de su desprecio, y ahora era testigo de su necesidad. Milagros nos miró, y se abrió paso entre nosotras sintiéndose importante. Ése era su destino en la vida, hacer todo aquello para lo que los demás se sentían incapacitados. Pasó entre nosotras, yo juraría que iba sonriendo, y entró en la habitación. La oíamos trajinar, destaparla seguramente y sopesar qué podía hacer con ella. Nos pidió, venga, traerme agua, cepillo, algo de maquillaje. Qué de maquillaje. Pues yo qué sé, colorete, un pintalabios. Nosotras íbamos obedeciendo. Llamábamos a la puerta y ella, como si adivinara nuestro escrúpulo, asomaba una mano y cogía las cosas. Una de las veces, sacó la cabeza para decir, qué le ponemos. ¿El hábito de sus promesas?, pregunté a Palmira. Le quedará muy grande, dijo ella. Todo le va a quedar grande, dijo Milagros, la experta, pero no os preocupéis, lo que importa es lo que se ve de frente, la tela que le sobra yo se la remeto por debajo. Pasaron unos diez minutos. Volvió a salir para informarnos: le he puesto unos zapatos negros, a juego. Vale, vale, estupendo. ¿Le pongo alguna joya, algún broche…?, preguntó. Las dos hijas nos miramos sin saber qué responder. Saca el joyero que hay encima del tocador, dijo Palmira. El joyero pobretón estaba entre nosotras, entre las manos de las hijas, el joyero de las cuatro cosas. Milagros quiso disipar nuestras dudas. El broche le quedaría bonito, para que no sea todo tan oscuro. Es que el broche, dijo Palmira, el broche me gustaría quedármelo a mí, de recuerdo, si no te importa, Rosario. ¿Unos pendientes?, preguntó Milagros, y metió la mano en la caja y sacó uno. No, no, Milagros, dijo Palmira, tú sigue a lo tuyo, que esto es cosa de hermanas, nosotras hablamos de esto y ahora te decimos.

Has sido un poco brusca, le dije a Palmira en voz baja una vez que Milagros volvió a meterse al cuarto. Es que creo yo que éstos son asuntos muy personales, muy entre tú y yo, dijo ella. Bueno, di, decide, antes de que vuelva a salir, porque la conozco y va a insistir, dije. Palmira se acercó y me dijo al oído, es que nunca en la vida he sabido de nadie a quien se enterrara con las joyas, las joyas se quedan como el recuerdo más personal para las hijas, para su nieta, dime tú, qué hace mamá, con las sortijas, si al final los cuerpos acaban… No pudo terminar la frase, se sentía molesta incluso de haberla iniciado, molesta porque yo no fuera la que pusiera fin a ese absurdo debate.

Milagros asomó la cabeza. Déjale el anillo de casada, le dije. ¿Tu madre era diabética?, preguntó Milagros. ¿Por qué?, preguntamos las hijas. Porque a los diabéticos no se les cierra la boca. ¿Y qué se hace?, le dije. Si queréis podemos dejarla con la boca abierta pero parece que no queda presentable, buscar por ahí una pelota de tenis, algo para encajarle debajo de la barbilla, luego yo se lo tapo con el vestido.

En el cajón del aparador había dibujos escolares, hilos, cartas, recibos de la luz, publicidad de restaurantes a los que ella nunca fue, papelillos en los que iba escribiendo teléfonos que luego nunca encontraba, cupones de la once, una foto mía en el portal vestida de negra el día en que canté el Voulez-vous coucher avec moi, y una pequeña muñeca rellena de arena vestida de baturra. Esto mismo, dije.

Milagros nos abrió la puerta al cabo de media hora, un poco antes de que viniera el médico a certificar la muerte. Había hecho la cama y mi madre reposaba, diminuta, en el centro. La boca se había cerrado pero se notaba un pequeño bulto en el cuello, debajo del vestido, como si llevara un pañuelo, y la cabeza estaba un poco vencida para atrás.

Es que no había manera de que quedara recta, dijo Milagros, como el artista que explica las dificultades que encontró para realizar su obra.

En las mejillas había pintado algo de colorete y el pelo ralo y, hasta hace un rato, despeinado y sudoroso, estaba perfectamente peinado y recogido primorosamente en unas horquillas a los lados. En las manos, mi madre, Encarnación, sujetaba el rosario. Me pareció una gran idea y así se lo dije a Milagros.

Milagros, lo del rosario es un gran detalle, a ella le encantaría.

Y Milagros, feliz de serme útil, de sentir mi aprobación, se acercó para darme un abrazo, y yo me eché para atrás casi dando un salto, por la grima que me producía el pensar que entre sus manos acababa de haber un muerto, aunque ese muerto fuera mi propia madre. En la habitación había un olor extraño, el olor del sudor de tantos días y de la colonia con la que Milagros había frotado el cuerpecillo de mi madre antes de vestirla.

Nos quedamos las tres de pie frente a la cama, sin hablar, sin llorar, sin que se nos oyera casi ni respirar. Y de nuevo el reloj de cuco saltó de su jaula. Las dos hijas nos llevamos la mano al corazón, asustadas, como si de pronto temiéramos que fuera una señal negativa de la madre muerta. Ahora mismo lo tiro, dije. Pero Milagros saltó como un resorte, ¡No, no lo tires, si lo vas a tirar me gustaría quedármelo de recuerdo!

Lo descolgó de la pared y lo estuvo mirando un buen rato, hasta que llegó el médico y nos dijo, qué prisa se han dado ustedes en arreglarla, y le tomó el pulso para comprobar lo que ya sabíamos todos, que estaba muerta.

CAPÍTULO 6

Porque creo en la vida eterna, por eso me dan miedo los muertos. Porque creo que el alma no abandona el mundo en el que ha vivido así sin más, como el calor abandona el cuerpo, sino que se dedica a deambular entre las cosas que le pertenecieron y poco a poco se desvanece igual que se desvanece el olor o el recuerdo de las personas.

El olor de mi madre estuvo mucho tiempo en la casa, pegado a los sillones, a las faldillas de la mesa, el olor y los ruidos que ella hacía al andar alejándose por el pasillo. Yo la veía a veces. Fugazmente, la veía. Cuando entraba en casa, sentía su presencia detrás de la puerta, igual que siempre, igual que cuando me esperaba alterada para preguntarme si era cierto que era Milagros la mujer que conducía el taxi. Nunca te la quitarás de encima, decía. Y yo pensaba, ni a ti tampoco. La sentía igual que entonces y el corazón me empezaba a latir y cuando, armada de valor, miraba tras la puerta, ya había desaparecido; también la oía respirar dentro del armario y tomé por costumbre dejarlo abierto para que el alma pudiera salir y entrar a su antojo, a no ser que viniera Morsa a dormir, entonces no, entonces la encerraba con llave, como hacía cuando ella aún vivía.