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Ya sé que cualquiera me podría decir que para las almas no hay puertas ni llaves que valgan, que las almas atraviesan paredes y muros de piedra porque son incorpóreas, pero yo lo hacía, sobre todo, para que ella percibiera que seguía habiendo un respeto, que el que ya no estuviera no me había arrojado a la mala vida. Al contrario, después de morir mi madre me volví más comedida porque me torturaban los remordimientos.

Es tremendo el daño que nos puede hacer un enfermo, primero nos convierte en esclavos de su debilidad y luego, una vez que ha muerto, nos hace preguntarnos si lo hicimos de buen grado o estuvimos deseando a cada rato que se muriera. Y aunque yo estoy convencida de que en cierta medida los remordimientos son necesarios para prevenir locuras tales como acabar con la vida de tu madre antes de que tu madre acabe con la tuya y que sólo los psicópatas no los tienen y sólo los ateos radicales los evitan, los remordimientos después de que ella muriera fueron tan continuos y agresivos que me llevaron primero al psiquiatra del seguro y luego al sacerdote al que ella solía acudir y que tuvo el detalle de decir una misa en su memoria sin que tuviéramos que abonarle nada, sólo por amistad. Pero ni una cosa ni la otra dio resultado. Para empezar, no sé cómo serán los psiquiatras privados, tal vez tienen más consideración con el cliente (de lo que no sé no me siento autorizada a opinar), pero en lo que se refiere al del ambulatorio aún hoy que lo pienso fríamente no me cabe en la cabeza que aquel individuo que llevaba toda la mañana atendiendo a drogadictos mentirosos y amas de casa ludópatas no estuviera a la altura de mi problema, que era un problema, sobre todo, de índole moral, porque yo con mi madre no me porté rematadamente mal, me porté como cualquiera en mi lugar (tal vez no debería haber llevado a Morsa a casa, eso es lo único por lo que se me podría culpar y lo acepto), pero los remordimientos eran más profundos, eran la consecuencia de que yo sabía que dentro de mí había un deseo íntimo de que muriera.

Todas las tardes cuando abría la puerta de casa pensaba, ¿dónde estás: armario, cama, sillón?, y cuando la encontraba le pasaba la mano por la cabeza, y lo que yo sentía con tanta fuerza que me costaba horrores no decirlo a gritos, era: muérete ya, muérete. Los deseos se pueden ocultar a los ojos del hombre pero no a los de Dios ni a los de los muertos y yo tenía la sensación de que las fugaces apariciones de mi madre eran señales de reproche. Así mismo se lo confesé al psiquiatra, con la sinceridad con la que hablo ahora, de la forma en la que creo que debes hablar a un especialista al que acudes al borde de la desesperación, con ojeras porque el miedo te quita el sueño. Había cosas inexplicables, como que un día oí desde el salón que algo se rompía en la cocina y reponiéndome del terror que me agarrotó la nuca, fui a ver qué pasaba, aunque estaba segura de que era ella, porque eso lo sientes, y me encontré en el suelo la taza en la que mi madre solía tomarse el poleo-menta, taza que, sin lugar a dudas, yo había dejado perfectamente apoyada en el poyo de la cocina y que no había fenómeno racional que pudiera explicar que fuera deslizándose hasta estamparse contra el suelo. Salí de casa jadeante, en zapatillas de andar por casa, y llamé a Morsa para que viniera a pasar conmigo la noche porque no tenía valor para cruzar el pasillo y sentir su presencia a mis espaldas. A su vez aquello me hizo pensar si la lectura correcta de esos hechos fuera de toda lógica no sería que mi madre intentaba atraer a Morsa hasta casa y así afianzar nuestra relación. Yo qué sé. El miedo lleva al pensamiento por caminos inesperados.

El caso es que, como digo, cuando me vi delante del psiquiatra le hablé abriendo mi corazón de par en par, animada por esa leyenda que dice que los psicólogos y los psiquiatras están cansados de oír las mayores barbaridades sin cambiar el gesto dado que a ellos nada que produzca la mente del ser humano les parece anormal. Y cuál no sería mi sorpresa cuando el hombre puso una cara de preocupación, un gesto raro, que a mí me inquietó profundamente, porque es evidente que si acudes a un especialista de este tipo, de cuya eficacia yo tengo mis dudas porque aún está por llegar el día en que a un loco de verdad le den el alta definitiva, es para que el especialista te tranquilice a ti, pero más bien fue al contrario, yo creo que le tuve que convencer al tío de que yo estaba en mis cabales. Inaudito. Hoy regalan los títulos en las universidades.

El tío me empezó a preguntar si dormía bien, me preguntó si en el período de duermevela sabía distinguir entre la realidad y el sueño, si alguna vez creía haber tenido alucinaciones, y si era la primera vez que tenía visiones. Cuando oí la palabra visiones es que no daba crédito. No daba. Le pregunté si lo que él llamaba «visiones» eran imágenes provocadas por cierto trastorno. Se lo pregunté sin andarme por las ramas. Las cosas claras desde el principio, le dije, que somos dos personas adultas. Y me dijo que sí, pero que tampoco había que dramatizar la palabra «trastorno». Ah, bueno, le dije, muchas gracias, y me dio la risa, pero el hombre sólo fue capaz de sonreír con un lado de la boca.

Siendo fiel a la verdad, él se dirigía a mí todo el tiempo serio y seco, como si estuviera delante de una trastornada. Me dolió su actitud distante y me reafirmó en la idea de que en la actualidad este tipo de especialistas, psicólogos, psiquiatras, asistentes sociales, tratan mejor ciertas dolencias, como la adicción a ciertas drogas o determinadas patologías que están, por así decirlo, de moda, como la depresión, el estrés o la falta de apetito sexual, que las que podemos tener personas normales y corrientes a las que la vida nos sitúa en una encrucijada. Es como si ellos lo tuvieran que tener todo clasificado, todo en su casillita, y si tu «mal», tu «enfermedad», no corresponde a ninguna de esas casillitas que ellos han estudiado y que les sirven para andar todo el día de congresos, eso les irrita profundamente.

Sintiéndome un poco humillada, la verdad, yo le pregunté si era creyente. Él quiso aparentar que la pregunta no le hacía mella, pero yo le noté cierta incomodidad (se revolvió en el asiento, carraspeó, no me miró a los ojos) y me contestó que eso no tenía la menor importancia. No me dio la risa porque el momento era bastante tenso pero era para reírse. Yo le dije que para mí esa cuestión era fundamental porque su forma de interpretar mi problema sería completamente distinta si él creía en la existencia de vida después de la vida o si al contrario pensaba que con la muerte moría el alma y se acababa todo. Y entonces me dijo, ¿y si le digo que no creo, qué pasa?; y yo le dije, pues si me dice que no cree entonces lo más seguro es que usted esté pensando que yo estoy perdiendo la cabeza. No tanto, no tanto, me dijo.

Creo, dijo apuntando algo en el papel donde estaba estrenando mi «historial», que tal vez tiene usted una depresión bastante seria, provocada por una pérdida que ha sido traumática, complicada, y que ha venido después de un sufrimiento demasiado prolongado en el tiempo; no me refiero únicamente al sufrimiento de su madre, sino al suyo también.

¿Cómo se cree, le dije, que era yo antes de la muerte de mi madre? No lo sé, me dijo. Entonces, le dije, ¿cómo puede saber que mis convicciones son producto de una depresión?; ¿qué convicciones?, me dijo. Ay, ay, ay, no me hace usted caso, el convencimiento de que no somos sólo un cacho de carne, de que hay vida eterna, y de que durante un tiempo los muertos tienen cuentas pendientes con los que se quedan. Yo creo, me dijo, que al margen de sus creencias, que para mí son muy respetables, aunque no las comparto, pero las respeto, repito, todo lo que usted ve por los pasillos de su casa o esas sombras que percibe dentro del armario son el producto de su mala conciencia, justificada o no, tampoco lo sé, una mala conciencia que suele ser algo común en las personas que han cuidado a enfermos terminales, y más a enfermos que pierden la cabeza.