Las otras chicas siempre andaban apostándose con ella cosas estúpidas: le ofrecían alguna moneda por ver cómo ella tiraba los chicles a la tierra y los pisaba y se los volvía a meter en la boca o cómo se hacía sangre en la boca con unas ramillas que crecían en los descampados y se llamaban Corta-lenguas. Milagros sacaba la lengua ensangrentada y las niñas se echaban a gritar y a correr. Y a mí me hería (y sólo tenía nueve años) que ella no se ofendiera por las risas ajenas. Al contrario, ella las perseguía muerta de risa y todas entraban como en una especie de histeria colectiva. Al final, ya no le echaban ni dinero. No hacía falta. A Milagros le gustaba llamar la atención, aunque fuera haciendo el monstruo. La Monstrua, la llamaban. La Monstrua se sentó a mi lado en el pupitre, o me la sentaron, ya no me acuerdo, y me contagió su condición. Nos señalaron como monstruas a las dos. Ya digo, nueve o diez años. Yo le echaba la bronca, le afeaba esa afición a hacer el ridículo, y ella, después de escucharme atentamente, me decía, a ti lo que te pasa es que tienes envidia de mi popularidad. Y de alguna forma te puedo decir que ésa es la misma conversación que seguimos teniendo hasta el final. ¿Cambian las personas? Lo dudo. Es posible que el dinero sea lo único que nos haga cambiar en esta vida. Ese es el motivo de mi afición a los juegos de azar, que sospecho que si de pronto recibiera un dinero inesperado, una gran cantidad, podría mejorar como persona y llevar una vida que estuviera más de acuerdo con mi idea de la felicidad, pero como no me ha ocurrido son sólo especulaciones.
Ella era ajena a lo que los demás opinaran de sus actos, es como si no le funcionara bien esa parte del cerebro que tenemos todos para saber que se están burlando de nosotros y para sentirnos mal, ridículos. Ella transformaba esa burla a la que estaba sometida su persona constantemente en otra cosa. Creía que la gente la quería, estaba tan convencida que hubo veces, en serio, que casi hasta me hizo dudar a mí, que casi me convenció, porque es verdad que siempre tuvo cierta astucia para colarse en casas ajenas, en fiestas. Yo estoy segura de que no la invitaban por amistad, la llamaban simplemente como diversión, o para que sirviera las copas, qué sé yo. Pero ella no lo veía así. Todos los grupos necesitan un tonto. El tonto nunca está solo. Yo lo veo así. Sin embargo, nadie quiere tener a su lado a un aguafiestas, aunque sea más inteligente. Ésa es la razón por la que yo siempre he estado más sola.
Sí que es verdad que debería agradecerle mi actual medio de vida porque a lo de las basuras entré a trabajar por ella. Tampoco es el gran chollo. Me la encontré por la calle un día hace dos años y me dijo, vamos a tomar algo, y yo varias veces le dije que no y que no, escarmentada como estaba de la experiencia anterior, pero me contó que sabía que había unas plazas en una contrata de limpieza y, la verdad, yo entonces estaba a dos velas, malviviendo con la pensión de mi madre, y otra vez me embaucó. Ésta fue la tercera fase. Yo hacía tiempo que no la veía, unos ocho años, desde la época (segunda fase) en que ella echaba unas horas en el taxi de su tío Cosme. Habíamos dejado de vernos en segundo de BUP, porque ella no acabó el instituto, lo dejó en segundo. La cosa fue más o menos así: una mañana, bajo a la calle, muy temprano, noche cerrada aún, para ir a unas oficinas de una agencia de viajes que yo limpiaba entonces. A mi madre no le había dicho que era limpiadora sino que yo estaba en la sección de atención al cliente, con mi mesita y mi ordenador, para que no se disgustara, y a mi madre era muy fácil engañarla porque era una mujer que no sabía nada, pero nada de nada de la vida. Así que, como digo, estoy refugiada en la marquesina de la parada del autobús, muerta de frío y de sueño, mes de febrero, creo, con otros tan helados y tan dormidos como yo, y veo que, en la misma parada, para un taxi. Y nada, yo como todo el mundo, ni puto caso. Pero entonces va y pita. Todo el mundo mirando. Y en esto que se baja la ventanilla, y quién asoma la cabeza, Milagros, con la sonrisa de siempre, diciendo, qué pasa, tía, que ya no saludas a las amigas. Me abre la puerta y me dice que me lleva al trabajo. Me monté y fue verme allí metida, tan calentita, con la calefacción a toda hostia y con la radio puesta, y sentir la felicidad en estado puro. Y como me sobraba tiempo, quince minutos, paró el taxi en el parque del Templo de Debod, y dijo, este reencuentro lo vamos a celebrar, y se lió un porro.
Yo no fumo. Vamos, no me habré fumado más de treinta porros en mi vida, pero dije, vale, a ver si se me hace más llevadera la mañana. Ya ves, sin nada en el estómago, imagínate, con tres caladas, me entró una risa, una flojera, una paz espiritual, que ella lo interpretó como el comienzo de un ritual diario. Al día siguiente, allí la tenía, en la misma parada, con la misma gente mirando, y así un día tras otro, hasta que al quinto día que aparcó delante de la parada, le dije, vamos a quedar en mi portal porque esta gente está empezando a irritarse. La gente echaba chispas, natural, tú estás esperando en la cola del autobús, jodido, a las siete y media de la mañana y sistemáticamente una tía de la parada se monta en un taxi que la viene a recoger y eso te quema la sangre. Con la misma puntualidad empezó a venir a mi calle. Esperaba en doble fila y todos los días lo mismo, el termo del café, el porrito, el bollo, la música. Me hacía llegar tarde. Yo le decía, Milagros, que me van a echar de la agencia, que la cosa se pone tensa.
– Esa gente no te merece -decía, y tenía los ojos llenos de rencor, como si conociera a esa gente, como si supiera de qué estaba hablando, y como si yo le hubiera pedido, defiéndeme, Milagros.
Porque ella era así, hablaba de lo que se le pusiera por delante. Tú sacabas un tema con Milagros y te lo desarrollaba hasta la extenuación. Y hablaba de una forma un poco pomposa, como si fuera una experta, hablaba de la gente, de mí, de la vida, farfullaba, hacía como que sabía, hablaba por hablar y era de estas personas que no conocen el punto y aparte; hablaba como si los temas no se acabaran nunca, como si su cerebro fuera incapaz de encontrar un final para una frase y su discurso se moviera en espiral y cuando tú creías que estaba al fin a punto de callarse volvía sobre lo mismo, al punto de partida, incansablemente. Yo creo que aparte de que fuera una forma de hablar que tendría de nacimiento, porque se está descubriendo que no todo depende del aprendizaje sino que hay sistemas de pensamiento que vienen de fábrica, y no creo que fuera una persona muy inteligente, está su propia historia personal que pudo afectarla y a todo eso hay que sumarle los porros, que uno o dos, o cuarenta, como yo me habré fumado, no te afectan, pero si empiezas la mañana, antes incluso del café, fumándote uno, pues se te queda el cerebro acolchado, como de goma-espuma. Pero ya era así de pequeña, ya tenía esa verborrea que no había forma de que parase, en clase, en el camino a la escuela, en el váter, siempre hablando por lo bajo, como si no fuera capaz de encontrar el final de una historia. Y siempre echando mano de frases hechas. Eso es algo que siempre me ha puesto muy nerviosa, las frases hechas. Me acuerdo de una tarde de estas de agosto en Madrid de calor africano, a eso de las cuatro, que salí a la calle, en parte por el tabaco y en parte por la necesidad urgente de quitarme a mi madre de encima un rato -porque si no dime tú qué haces en la calle Toledo a las cuatro de la tarde en un agosto-, y me había puesto la mano en la cabeza porque notaba que me quemaba, y de pronto, oigo a mi espalda, con esa voz aguda inconfundible, «ponte a la sombra, que los bombones al sol se derriten», y tras la frase vinieron las risas de unos chavales a los que les debía parecer de lo más cómico que aquella gorda soltara semejante piropo y que encima la destinataria fuera yo. Me volví para matarla, fui hacia ella con una niebla de furia que me cegaba los ojos, te lo juro, le dije cogiéndole de la camiseta, eres subnormal, eres una retrasada, eso es lo que eres.