La mañana de la que hablo había estado admirando mis nuevos estores. Los había colocado de forma provisional con esa tira de celo ancha de hacer paquetes, y me había llevado el café con leche a la sala para contemplar el conjunto. Eran las cinco de la mañana, media hora antes de que bajara y viera a Milagros, y Milagros me contara lo de la paja de su tío, y Milagros me dijera que ella era quien debía poner los estores, y que como tantas otras veces, me dejara caer que sabía dónde y con quién se quedaba a dormir Morsa algunas noches. No es que quiera yo ahora inventarme el cuento de que aquélla fue una mañana especial desde que abrí los ojos, pero puedo jurar, y para mí los juramentos son sagrados, que en aquella media hora, a pesar de la posible amenazante presencia de mi madre, me atreví a pensar con serenidad, por primera vez desde su muerte, en lo que habían sido los dos años últimos, y llegué a la conclusión, se me puede considerar cruel, pero así lo pensé, que mi madre debería haberse muerto mucho antes, hace lo menos cinco años, y que en esos cinco años mi vida hubiera dado el vuelco necesario, que cinco años antes yo no hubiera llegado a los treinta y puede que me hubiera atrevido a plantearle a mi hermana vender aquel piso y marcharme a otro lugar y haber tenido paciencia para encontrar otro trabajo, y a lo mejor otro novio, y otras amistades, pero mi madre me había puesto una soga al cuello y para colmo, cuidarla no había tranquilizado mi conciencia. Las personas, pensaba, mirando el saloncito, que me había quedado bastante oriental, entre los globos de papel del techo, los estores, dos budas de un verde tranquilizador que había encontrado en el Rastro y una mesa de un rojo chino, muy subida de tono, las personas deberían morirse en su momento justo, eso pensé, mientras me parecía mentira que aquella habitación tan bonita fuera mía, y miré con desagrado la taza de arcopal con sus flores descoloridas en la que llevaba desayunando treinta y cinco años que parecían treinta y cinco siglos y me di cuenta de que esa misma mañana tenía que tirarla y comprar, siquiera en los chinos de todo a cien, unos tazones para mi nueva vida. Hasta una taza puede hundirte en la miseria. Las personas debieran morirse de tal manera que en su adiós no hubiera más que la pena por perderlas, y no la impaciencia, como se acaba sintiendo muchas veces aunque las personas no estén dispuestas, como yo lo estoy, a reconocerlo. Todo eso pensé en mi salón oriental, y me sentí valiente, y dije casi en voz alta, o a lo mejor lo dije en voz alta: así es, mamá, impaciencia, y si quieres castigarme por pensarlo, ven de una vez por todas y mátame.
CAPÍTULO 8
Cualquiera que nos viera desayunar cada mañana diría que somos como una gran familia porque cruzamos bromas, nos ofrecemos favores, compartimos el pan de la tostada. A Teté le gusta la parte de abajo del pan y a mí la de arriba, la que lleva marcados los cortes en diagonal de la navaja del panadero. Si nos viera un extraño que no supiera las tensiones y los odios (o dejémoslo en rencores) que fluyen como una corriente subterránea entre nosotros diría que el nuestro es un ambiente de trabajo envidiable. Porque a primera vista, si tú no tienes idea, si tú no sabes, por poner un ejemplo, que Teté no puede colocarse físicamente al lado de Sanchís en la barra, que no puede rozarle ni la tela del chubasquero, podría parecerte que nuestras risas responden a una franca camaradería. Aquí lo sabemos casi todo de todos. Yo me entero de menos cosas porque a mí todo este cotilleo disfrazado de humanismo laboral que se traen mis compañeros me da por culo literalmente pero es tal el run run y el machaqueo que tienen a diario en el bar, es tal la furia con la que exprimen cada asunto que llega hasta sus oídos o que simplemente imaginan que hasta una persona de mis características, quiero decir, una persona prudente, discreta, se acaba enterando, aunque no quiera. Me dijo Milagros una vez que las compañeras veían esa discreción como una distancia que yo ponía con el mundo, como algo arrogante. Y yo le repetía, no seas como ellas, bonita, no me vengas con rollos, no me hagas mala sangre.
A mí con el mundo laboral me pasa como con la familia, que no lo entiendo y que no he tenido mucha suerte; esa obligación diaria de contemporizar con unas personas que te han tocado y de cuya compañía no puedes escaparte, ese tener que dedicarle todos los días un espacio de tiempo a la conversación con una gente que ni te va ni te viene, no es un plato de mi gusto. Pero disimulo, sonrío, me desnudo con ellas en los vestuarios, hablo de ducha a ducha, me quedo a comer en las fechas señaladas, cumpleaños, navidades, santos, tomo la caña de rigor todos los días, disimulo, disimulo; también con ellos, aunque no sé por qué extraña razón cuando Milagros y yo nos incorporamos a la cuadrilla ya se habían establecido los dos grupos, mujeres a un lado, hombres a otro, y eso es lo que hay, parece inamovible; de vez en cuando nos mezclamos, pero no demasiado. Morsa sí, Morsa es el comodín, el correveidile, el que va de un grupo a otro para montar una capea, un karaoke o la cena de fin de año. A él le gusta ese papel, igual que hay gente a la que le gusta ser presidente de su comunidad de vecinos. A mí personalmente me parece patético. Antes en mi escalera tenía la excusa de la enfermedad de mi madre y me escaqueaba de la presidencia, pero fue morir mi madre y acabarse la tregua, parece que lo estaban esperando; desde el año pasado llevo ese marronazo a cuestas, con todas las abuelas viudas que hay en mi finca dando por saco, negándose a gastar un duro para poner ascensor y aferrándose al calor del brasero en pleno siglo xxi, que tienen todas las varices a punto de explotar de tanto pasar las tardes con las piernas metidas debajo de las faldillas de octubre a marzo a cinco horas cada tarde, tú echa la cuenta, más de la mitad de la vida, para eso mejor estar muerta, pero nada, no hay forma de meter en esas cabezas que el brasero es un peligro para la humanidad. No es broma, ya van para tres las veces que hemos tenido que llamar a los bomberos desde que asumí la presidencia y cualquier noche salimos ardiendo y adiós estores, adiós tatami, adiós tazones chinos, adiós Rosario. Rosario y Morsa.