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Yo tampoco dije nada sobre el tamaño, me callé, en ese tipo de temas tan espinosos es mejor no entrar. Estas tías son muy venenosas y enseguida sacan conclusiones, y no quería darles la más mínima oportunidad de entrar en mi vida, porque en esos tiempos ya estaba en el ambiente que Morsa y yo de vez en cuando nos enrollábamos. No porque yo lo hubiera dicho. Luego me di cuenta de que había sido una torpeza decirle a Teté que no entendía que estuviera tan enganchada a él dado lo desastroso que según ella era Sanchís en la intimidad. Que si Sanchís tenía tantas pegas y ella las veía tan claras, de qué coño estábamos hablando, a ver, y le repetí, no una, sino varias veces, que me parecía supercutre ese tipo de tío que aprovecha el ratillo del trabajo para echar el polvo y que encima te promete cosas que no va a cumplir, separaciones y vidas futuras. A estas alturas, le dije a Teté, mientras tú estás aquí llorando y dándole vueltas al asunto, Sanchís está volviendo a su casa después del trabajo como si tal cosa, él se sentirá bien porque ya te ha dejado, se sentirá realizado porque ha tenido su locura aventurera, y se sentirá aliviado, más cercano incluso a su mujer que antes, más necesitado que nunca de volver al redil, y para celebrar esa tranquilidad que la historia contigo le ha quitado durante meses, le echará a su mujer un buen polvo, y su mujer, que aunque se habrá estado haciendo la tonta, de tonta no tiene un pelo, pensará que sea lo que fuera la causa de que Sanchís no la tocara en los últimos tiempos, esa causa se ha desvanecido y ella ha ganado la batalla, y se pondrá tan contenta que sin avisarle dejará de tomar medidas durante unos días y se quedará embarazada de nuevo.

Tengo que decir que yo misma me asusté cuando mis predicciones, sobrecogedoramente precisas, se cumplieron: la mujer de Sanchís está a punto ahora de dar a luz. No es la primera vez que tengo esa clarividencia. Hay quien podría decir que se trata de un don parapsicológico, pero yo soy muy racional como para creer en esas supercherías, lo que creo es que mis cinco sentidos trabajan continuamente en la observación de los demás y que eso me hace imaginar cómo se va a comportar la gente. Ya digo que fue una pena que no acabara la carrera.

Yo le dije todo aquello con algo de rabia por su falta de pudor pero también había una buena intención, la intención de que abriera los ojos y no sufriera; aparte de que me pone enferma esa sumisión femenina, esa sumisión que sólo se rompe cuando el tío te deja tirada. Pero resultó que ella, que había sido tan cruel juzgando a Sanchís, con la duración de sus polvos, con el tamaño de su polla, de pronto, se puso a defenderlo como si en ello le fuera la vida, me dijo que el sexo no era lo único que unía a las personas, que las personas no éramos animales, y que Sanchís tenía una serie de valores. ¡Valores! Y citó unos cuantos, la inteligencia, el sentido del humor, la ternura, todos esos valores que suelen destacar las actrices en las entrevistas para definir a su hombre ideal. Y dijo que para ella eran mucho más importantes que lo puramente físico, y luego me miró fijamente, tan fijamente como yo la había mirado a ella hacía tan sólo unos minutos, y me dijo que tal vez yo era una de esas mujeres que se conformaban con cualquier imbécil con tal de echar un polvo, y se hizo un silencio tan insoportable como el que se había producido cuando Menchu dijo que a ella el tamaño no le importaba y todas pensamos en su marido. Como yo me olí que aquello era una indirecta malvada y que con toda seguridad el nombre de Morsa estaba en ese momento en la cabeza de todas ellas que, silenciosas, morbosas, se habían callado a ver hasta dónde éramos capaces de llegar con ese tema apasionante, que se acababa de plantear por vez primera estando yo presente, saqué los diez euros que me correspondía pagar de la cuenta, los dejé encima de la mesa y dije que adiós muy buenas. Milagros me miró sin saber qué hacer, con la cara de sufrir que ponía cuando la humanidad se interponía entre ella y yo, sin saber si quedarse y empaparse con aquel chaparrón de cotilleos o seguirme, que es lo que hacía casi siempre. Yo por un lado prefería que se quedara, porque sabía que si me seguía alguna de aquellas cabronas volvería otra vez al ataque con la sospecha de nuestra homosexualidad. Porque una cosa no quitaba la otra. Para ellas lo de Morsa no era ningún impedimento, yo podía serlo todo, bollera y ninfómana, a pelo y a pluma. Si Milagros se quedaba serían todo lo discretas que pudieran serlo porque sabían que me lo acabaría contando todo, aunque yo no quisiera.

No quiero que me cuentes lo que los demás piensan de mí a no ser que sea bueno, le dije una vez a Milagros, tú defiéndeme a mis espaldas, y ya está, con eso me doy por satisfecha. Ésa es para mí la máxima prueba de nuestra amistad, le dije, no que me vengas a amargar la vida contándome todas esas cosas horribles que los demás inventan.

De Milagros contaban chismes en mi presencia, vaya, de todo el mundo, no paraban ni paran, y yo, de verdad, hacía grandes esfuerzos por defenderla pero, sinceramente, muchas veces no podía porque me dejaban sin argumentos. Quiero decir que en algunas críticas, mal que pese, tenían razón. Esa forma tan impúdica en la que Milagros se paseaba de la ducha a los vestuarios completamente desnuda haciendo sonar las chanclas, plac, plac, plac, levantando las miradas de todo el mundo, porque la desnudez de Milagros era llamativa y no precisamente en el mejor sentido estético de la palabra. Milagros pasaba una vez y otra y otra, colocando su ropa, rascándose en los lugares menos apropiados, sentándose a tu lado, hurgándose un granito que le había salido en la ingle, hablando contigo con esa naturalidad irritante que tienen esos individuos que van a las playas nudistas, como si uno pudiera hablar de los precios de los libros de texto de los niños, o de la guerra de Irak o de una reivindicación laboral enseñando los huevos y teniendo delante a alguien que te está poniendo las tetas en las narices. No, eso no es así, le decía yo a Milagros, yo sé que tú no haces nada con mala intención, pero tienes que corregirte, tienes que crecer, porque a la gente le molesta.

También era muy comentada la afición de Milagros a llevarse cosas de la basura. Es verdad que en algún momento de tu profesión en el mundo de la limpieza te encuentras en la calle algo que merece la pena, porque vivimos en una sociedad en la que la gente no quiere cosas viejas y se tiran televisiones, ordenadores o sillas que para alguien relativamente manitas como es Morsa (Milagros no tenía razón, Morsa es lo que se llama un manitas, el problema con la niña de Sanchís -versión de Morsa- es que a la niña no se le ocurrió otra cosa que dejar el secador funcionando apoyado en el lavabo, y eso es algo que puedes disculpar en una niña de doce años pero cuando una tía de diecisiete años hace eso es que la tía es tonta del culo, en mi humilde opinión) es fácil, con un pequeño lavado de cara, con unos nuevos cables o un lijado y un barniz en el caso de las sillas, poner toda esa basura de nuevo en funcionamiento. Pero en el caso de Milagros su afición por los trastos viejos iba más allá de lo sensato y muchas veces la veías estudiando un objeto herrumbroso durante largo rato para luego guardárselo en un lado del carro. Algunas veces, con la excusa de que yo estaba decorando mi casa, se me presentaba en el piso con algún regalito, alguna taza, algún azucarero, y como sabía que yo soy una persona muy escrupulosa me venía con el cuento de que lo había comprado en los chinos. Yo se lo agradecía, pero según se iba lo tiraba, porque me parecía incoherente que habiéndome deshecho de todas las cosas viejas de mi madre, ahora me quedara con la basura de los desconocidos. Sería, de alguna manera, una deslealtad. Imagino que, a estas alturas, aquello que yo tiré de mi pobre madre, los platos con las florecillas descoloridas, el joyero del arlequín que ya no bailaba, la silleta de enea que ella colocaba al lado de la puerta del lavadero para ver mejor y hacer su croché, todo eso, estará en casa de algún progre podrido de dinero, que es el tipo de gente a la que le gustan las cosas viejas de la basura, por puro esnobismo, porque a la gente como yo, que nos ha costado tanto hacernos con una casa propia, nos gustan las cosas nuevas. Me pasó una cosa de libro, de verdad, a los dos meses después de que pasaran por casa los del Rastro para ver qué les interesaba de todo el mobiliario y los adornos de mi madre, pasé una mañana de domingo por la Ribera de Curtidores porque había quedado con Morsa en Los Caracoles, para asistir a ese número indescriptible que es ver a Morsa poner los labios en el agujerillo de la concha y absorber el gusanillo y el caldo. Hay muchas formas de comerse un caracol, y Morsa ha elegido la más escandalosa. Pero bueno, el caso es que yo bajaba la cuesta y de pronto mis ojos dieron con un pequeño objeto que me resultó muy familiar: era uno de esos juegos que se regalaban a los niños cuando hacían la Primera Comunión, un platillo con una taza, con los ribetes dorados y un paisaje pintado en la porcelana. Me paré y lo observé un momento. Es curioso que cuando ves las cosas fuera del entorno en que las has visto toda la vida no las reconoces del todo, igual que hay gente que sólo me ha conocido a mí vestida de barrendera y luego me ve por la calle vestida de paisano y no me saluda porque no sabe quién soy. La cosa es que una chica que miraba también en el puesto al ver que me quedaba mirando la taza me dijo, ¿la vas a querer? El Rastro es así, la gente se interesa por algo cuando ve que otro está a punto de llevárselo. Lo sé porque vivo al lado y lo tengo muy observado. No sé, le dije. Aunque no sé por qué le dije que no sabía, porque yo realmente no quería una taza igual a la que acababa de vender hace dos meses. ¿No sabes?, me dijo impaciente. La tía me sonaba muchísimo, me parecía una escritora que he visto varias veces en la televisión. Me dijo que aquella taza era igual que la que a ella le habían regalado por su comunión pero, ya sabes, me dijo, con la vida y los traslados, estas cosas a las que no dabas ningún valor se pierden y luego, cuando un día te las encuentras en un anticuario, te da una nostalgia que pagarías lo que fuera por ellas. Bueno, le dije después de escuchar toda esa explicación que me pareció excesiva y que me hizo pensar que tal vez esa gente que imaginamos que lleva una vida social fascinante está tan sola y tan aburrida como nosotros, llévatela, si quieres. El dueño de la tienda salió y la tía pagó como unos ciento sesenta euros por el jueguecito de desayuno. Antes de que se lo envolvieran le dije que si podía mirarlo un momento, ella me lo dejó y me dijo que claro, tenía una sonrisa de triunfo porque se llevaba a casa el botín de su pasado, de su infancia, y eso a los escritores se ve que les encanta, y yo tomé el platillo en mis manos con mucho cuidado, porque si lo rompía ahora suponía que tendría que pagar los ciento sesenta euros, y al levantar la tacilla vi aquello que me parecía increíble que iba a encontrar. Escrito con letras doradas y con una caligrafía principesca allí estaba mi nombre: Rosario Campos, en el día de su Primera Comunión, y la fecha. Me dio un vuelco el corazón. Pensé por un lado en lo rara que es la vida, tres meses antes me habían dado cinco euros por ese objeto que, por otra parte, yo había estado a punto de tirar, y ahora, al ver cómo esa mujer lo tomaba de mis manos y se lo daba cuidadosamente al vendedor para que éste lo envolviera sentía que ahí había alguien que había sido estafado, o ella, que era capaz de pagar un dineral por recuperar un objeto que le recordara su pasado, que tendría idealizado, como casi todos los escritores, o a lo mejor la estafada era yo, que no había sabido ver nada bueno en el mío, en mi propio pasado, y era capaz de desprenderme de cualquier recuerdo sentimental, como si los recuerdos estuvieran infectados de unos años de los que yo huía como de la peste.