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Para Milagros los objetos tienen vida, le dan pena las cosas que encuentra tiradas, como si las cosas tuvieran sentimientos y pudieran sentirse desgraciadas por el desprecio humano. Yo la veía hurgar en la basura desde la otra acera, a veces intervenía, pero otras, ¿Qué?, me decía a mí misma, ¿no puedes dejar a la gente vivir en paz, con sus manías, con sus neurosis, es que no tienes tú las tuyas?, y procuraba que me resbalara y no intervenir, pero claro, cuando oía a las brujas hablar entre risas de las tonterías que Milagros dejaba en el patio (ya le había prohibido Sanchís que las pasara dentro del vestuario, por las infecciones) y que enseñaba sin pudor a cualquiera como si hubiera encontrado un tesoro, yo me tenía que callar, porque no me salían argumentos para defenderla.

Ya sé que cuando el tiempo pasa le añadimos a las cosas que dijimos o a las sensaciones que tuvimos un significado que, en muchos casos, no tuvieron, pero yo estoy casi segura, sí, estoy segura, porque puedo vivirlo claramente de nuevo si cierro los ojos, de que aquella mañana, aquella mañana fresca de la primavera que acabábamos de estrenar, bajé a la calle con una sensación nueva de felicidad, como si estuviera al fin reconciliándome con mi vida, con el salón de mi casa, en donde acababa de tomarme el café con leche mirando los estores japoneses, e incluso sonreí a Milagros, la sonreí porque no pude evitarlo, como hacía otras veces, evitar la sonrisa, y bajamos como siempre la cuesta, las dos en silencio los primeros cien metros y luego ella hablando, contándome no sé qué teoría de Menchu, ya sé, que Menchu decía ahora que los últimos estudios sobre sexualidad femenina defendían que las mujeres eran capaces de tener experiencias lésbicas sin que eso les supusiera ningún trastorno a nivel emocional porque la mujer, decía Menchu que decían los últimos estudios, estaba preparada para eso y para más. Y Milagros me preguntaba mi opinión, me preguntaba que si yo creía, como creía todo el mundo, que Menchu era en realidad bollera, y yo, que quería borrar de mi memoria y justificar la noche que pasé con Milagros, le dije que probablemente era más bollera la tía que estaba deseando acostarse con tías y que no se atrevía, que la tía que lo había hecho porque se había visto empujada por las circunstancias; pero al margen de la conversación en la que Milagros me enredaba más de lo que yo quisiera, sentía la alegría, la subida de ánimo que te da la llegada del buen tiempo.

Tomamos un café, ya vestidas con el uniforme, en el Mauri, que abre cuando llegamos nosotros, a las cinco de la mañana ya está levantando el cierre. Morsa estaba apoyado en la barra, mojando un sobao. Nos vio llegar y me guiñó un ojo, aunque sabía que me fastidiaba, o a lo mejor lo hacía precisamente por eso. Le preguntó a Milagros que qué tal había dormido y luego me dijo a mí, con la sonrisa ladeada con la que él quería mostrar su ironía, que se me notaba que había dormido poco, y me dijo, qué habrás estado haciendo, Rosario. Bobadas que me fastidiaban el desayuno. Acabé el café y me llevé un donut para comérmelo luego. No hay nada mejor que un donut una hora después de haberte tomado sólo un café bebido, cuando ya te cruje el estómago de hambre. Me recuerda al donut del recreo (este detalle le encantaría a la escritora del platillo de la comunión). Por aquel entonces ya no íbamos en parejas por la misma acera. Hacíamos el trabajo en solitario, salvo que nos tocara hacer parques, entonces sí, entonces nos dejaban ir en compañía, porque era más peligroso, más solitarios, y porque los parques son más trabajosos. El parque del Matadero es maravilloso. Me encantan esos jardines tan cuadriculados rodeando esa especie de invernaderos gigantes. La verdad es que mejor sería que no tuvieran al lado la M-30, pero a la distancia por la que yo limpiaba el ruido de los coches de la autopista no era más molesto que el de las olas del mar. Realmente era una suerte que me hubiera tocado con Milagros porque las tonterías incesantes que salían de su boca eran más inocentonas y menos arrogantes que las que hubiera tenido que escuchar, por ejemplo, de Menchu o de Teté. Es verdad que en la sensación de felicidad intervenían la buena temperatura y el que a mí se me había olvidado que era viernes por la mañana, el peor día de la semana para un barrendero.