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El jueves por la noche todos esos niñatos gilipollas que no han recogido un papel del suelo en su vida salen a los parques a beber hasta caerse muertos. También están los viernes y los sábados. Pero la noche del jueves es la peor, es la noche en que parece que tienen que vengarse del mundo por haberlos tenido atados a sus institutos y a sus universidades, pero quien más sufre esa venganza, quien más la sufría en ese parque del Matadero que yo disfrutaba de lunes a miércoles, éramos nosotras, Milagros y yo, que les limpiábamos la mierda que habían dejado sin consideración, como si tuvieran derecho a tener esclavas, quien más sufría esa venganza era yo, porque Milagros lo veía natural, trabajaba sin rencor, como si limpiar aquello formara parte del círculo natural de la vida: unos ensucian, otros van detrás limpiándolo. Y qué.

– Rosario -dijo mientras nos acercábamos-, ¿sabes que hoy es viernes?

– Ay, no, no me acordaba.

– Sabes para qué te lo digo.

– ¿Para qué?

– Para que no la tomes conmigo, que yo no tengo la culpa.

CAPÍTULO 9

– A lo mejor si te comes el donut se te pasa.

– Que no, te digo.

– Pues entonces me lo como yo.

– A mi lado, ni se te ocurra, eso que se te quite de la cabeza.

Se levantó, sin molestarse, ajena al tono de mis palabras, empujó de su carro y se fue comiendo el donut mientras caminaba hacia detrás de los arbustos y se metía en el jardincillo acotado de hierba, allá donde se acumulaban las botellas de cristal y de plástico desperdigadas, los envases en los que los chavales habían hecho la mezcla de las distintas bebidas, las bolsas de palomitas, de cortezas, de patatas, y sobre todo los vómitos, los vómitos que me habían levantado el estómago y provocaban unas náuseas que me habían obligado a sentarme. Vomita, me había dicho Milagros, te quedarás mejor, y, al fin y al cabo, un vomito más, un vómito menos, no se iba a notar.

– Dime, Milagros -le grité-. ¿Cómo puedes comer, dime, cómo puedes comer en este ambiente?

Me saqué del bolsillo un cigarro. Tengo siempre un paquete en el bolsillo del uniforme porque de vez en cuando me dan ganas de fumarme uno a media mañana y no me gusta depender de las invitaciones. Existen los gorrones del cigarrito. No es mi caso.

Sentí cómo el humo me raspó a fondo los pulmones como una lija, pero me quitó las náuseas. Eso es algo que tengo comprobado. Todos los viernes de madrugada me pasa.

– ¿Sabes lo que te digo, Milagros? -le dije sin verla, la imaginaba engullendo el donut a dos carrillos y recogiendo vidrios-, que todos estos hijos de puta estarán ahora en la cama, que se van a levantar a la una de la tarde, y que encima ahí estará su madre con el desayuno preparado, tomarán su leche con cereales a la hora de la comida, porque éstos son de los que desayunan leche con cereales, y tú y yo, aquí, Milagros, siete horas antes, recogiéndoles la mierda… ¿Qué te parece el panorama?

– Envidia que les tienes.

– ¿Envidia yo? Qué poco me conoces, Milagros.

– Envidia de su juventud, de que se habrán puesto ciegos a beber y a meterse mano.

Envidia de su juventud, decía. Qué sabría Milagros de eso. ¿Envidia de beber hasta caer muerto, de follar en un parque, de tener que pedir dinero en casa? Quién quiere eso. Sólo los gilipollas quieren quedarse en esa fase de la vida. Los del síndrome de Peter Pan. Morsa se independizó el año pasado, ¡el año pasado!, y aún le lleva la ropa a su madre a lavar los fines de semana. La ropa sucia va en una bolsa en el maletero del coche desde Fuenlabrada a Usera todos los sábados. Morsa, le dije, eres capaz de pasear los calzoncillos sucios por la M-40 y por la M-30, sólo la imagen, le dije, me pone enferma. Y él me dijo que lo hacía por su madre. Yo le dije, eres tú, que tienes el síndrome de Peter Pan. Y me dijo, qué síndrome es ése. Qué síndrome es ése, me dijo. Con Morsa tengo limitados mis temas de conversación porque hay cantidad de cosas que le tienes que explicar desde el principio. Si se esforzara un poco no sería tan zote. En cuanto a Milagros, es natural que ella sintiera envidia de la vida juvenil, ella era una adulta a su pesar. Pero yo, qué envidia podía sentir yo, qué bobada, recuerdo que pensé.

Recuerdo el placer de ver el humo saliendo de mi boca en círculos, recuerdo la humedad de la noche que se terminaba y cubría las cosas con un manto de cristal, recuerdo el azul marino convirtiéndose poco a poco en añil. Recuerdo escuchar a Milagros a mis espaldas cantando A mi manera, partes en español y partes en un inglés inventado: «Bebí, lo disfruté, y me drogué, a cada instante / gasté, un dineral, en invitar a bogavantes / al fin, ya me ven, sólo llegué a ser barrendera / y qué, si me lo fundí: a mi manera. / did it my way…».

Recuerdo que me dio la risa. Escuchaba las rimas absurdas que hacía Milagros detrás de los setos, era una de sus costumbres, cuando quería hacerme reír muy a mi pesar, cuando estaba borracha, cuando conducía el taxi. Recuerdo haber pronunciado las siguientes palabras mirando uno de los anillos del humo que se perdían por encima de mi cabeza:

– Qué bonito es el mundo, qué bonito.

Y recuerdo escuchar mis palabras sin encontrarles un sentido, como si hubiera sido otra quien las hubiera pronunciado por mí.

– ¿No te gustaría drogarte como ellos los viernes por la noche, sosa, más que sosa? -me preguntó.

– No tengo dinero yo para gastármelo en drogas.

– No hace falta dinero, te invitan.

– Quién te invita.

– La gente.

– Pues a mí la gente no me ha invitado.

– Porque te ven la cara de sosa. Yo bien que te invitaba, acuérdate, te invitaba a los canutitos, y anda que no te gustaba, anda que no disfrutabas tú de tu petardito por las mañanas, que yo te decía, pásamelo, pásamelo, Rosario, y tú ni puto caso, parecía que lo tenías pegado a los dedos con Superglú.

– Ni me lo recuerdes. Ahí empezó mi ruina.

– Pues bien bonito que es para mí ese recuerdo. En cuanto me aprueben el teórico vuelvo al taxi -dijo con ese tono de aplomo que ponía cuando hablaba de sus planes de futuro, como si te estuviera haciendo partícipe de decisiones muy meditadas.