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– ¿Ah sí? No me lo habías dicho.

– Porque lo acabo de pensar ahora mismo. En el taxi no se pasa frío -pasó un rato sin decir nada, un rato en el que estuvo sopesando los pros y los contras-. Te salen almorranas, eso sí, pero no pasas frío.

– Hemorroides.

– Lo que tú digas, prima. A mi tío le tuvieron que operar de las almorranas y lo pasó muy mal, pero que muy mal en el postoperatorio.

– Ay, Milagros, no me cuentes más cosas de tu tío que me da mucho asco. A saber por qué coño me tengo que enterar de los detalles más desagradables de tu tío.

– Sólo una cosa, sólo una: yo creo que se ha liado con la ecuatoriana.

– ¿Por qué lo sabes?

– Porque le vi una caja de condones en el cajón de la mesilla de noche, y luego, no sé, me pareció que a la ecuatoriana se la ve más contenta. Se ve que habrán llegado a un acuerdo.

– ¿Y por qué le mirabas tú a tu tío en el cajón de la mesilla?

– Yo qué sé, por gusto. Pasé por allí de camino al servicio y voy y me digo, a ver qué tiene éste en la mesilla, y eso le vi, la caja de condones abierta.

– Anda que te iba a dejar yo que zascandilearas tú sola por mi casa.

– Eh, eh, cuidadito, que yo en tu casa nunca he fisgado nada, yo a ti te tengo mucho respeto. No te compares con mi tío Cosme.

– Aggg, qué asco, Milagros, una jeringuilla -ahí estaba, al lado de mis botas chirucas-. Qué gente más marrana.

– De eso no le eches la culpa a la juventud, Rosario, que la juventud hoy en día ya no se pincha, gracias a Dios. Ahora todo se lo meten por la boca.

Al lado de la jeringuilla había un vaso de plástico y más allá una litrona.

– El más pequeño de la casa bebe y toma pastillas, el papá se pica y el abuelo se emborracha. ¿Qué te parece, Milagros? Estoy hecha una antropóloga -me daba la risa al decirlo-, la basurera antropóloga. ¡Milagros!, ¿oyes lo que te digo? La antropóloga de la basura.

Pero Milagros no me contestó, estaba inmersa en su ocupación favorita, en su vicio. En vez de dejarla, como me había propuesto tantas veces y como debería haber hecho, me levanté como si tuviera un resorte en el culo y salí corriendo, saltando la pequeña valla que protegía el césped, con la agilidad repentina que me entra cuando noto que me sube la rabia a las venas del cuello.

– Pero, ¿se puede saber qué haces?

Milagros tenía en la mano una parrilla, una parrilla negra, sin brillo y rugosa. Una parrilla que había cumplido su misión, a la vista estaba, durante muchos años. No sé por qué agarré la parrilla por el otro extremo, lo hice con decisión, pensando que de un solo tirón se la arrancaría de las manos, pero no, Milagros tenía mucha más fuerza que yo y nos quedamos las dos, absurdamente, agarradas cada una de un lado de aquel artilugio, como si nos estuviéramos peleando por una ganga en el primer día de las rebajas.

– Suelta de ahí -me dijo-, quiero llevarme esta parrilla.

– Ya sé que quieres llevarte esta parrilla, pero no te vas a llevar esta parrilla.

Entonces ella, que no hubiera sido capaz, de hacerme daño en una situación normal, tiró de la parrilla con tanta furia que me la arrancó de las manos. Noté un fuerte dolor en el dedo corazón, como si me lo hubiera roto.

– Idiota, bestia, que eres una burra, una burra y una loca.

– Sí digo que me la llevo, me la llevo -y lanzó la parrilla sin más al carro de la basura, como dando el asunto por concluido. La parrilla hizo tal ruido al caer al fondo del cubo que las dos nos pegamos un susto.

– A ver si lo entiendes, Milagros, este carro es para qué vayas echando la basura. ¡No es el carrito del Pryca, no es el carro de la compra!

– Me hace falta una parrilla.

– …

– ¿Qué te pasa, te has hecho daño?

– No, no, yo no me he hecho daño: me has hecho daño. Mira, tengo un raspón, ay, cómo me duele, en el mejor de los casos me habrás roto el dedo, en el peor, a lo mejor me da el tétanos.

– Si quieres te acompaño a que te pongan la vacuna.

– Vale, me acompañas, pero si antes dejas la parrilla.

– No, la parrilla no la dejo.

– Pues entonces nada, no vamos, eso sí, si me da el tétanos y me muero que caiga ese crimen sobre tu conciencia.

– Hija, cómo eres.

– ¿Tú es que no te das cuenta, perturbada, de que esa parrilla la ha podido haber estado mordisqueando una rata?

– Qué imaginación. ¿Y tú no te das cuenta de que hoy en día la gente tira las cosas por tirar en nuestra sociedad? Y qué si yo lo aprovecho, con la cantidad de gente en el mundo que pasa necesidad. Y qué si a mí me gustan las cosas que la gente tira. Mira el despertador que me llevé el otro día.

– Pero eres boba, lo tiraron porque la alarma suena a las horas y a las medias. No hay corazón que resista eso.

– Peor era el de tu casa y a mí no me molesta.

– Pues a mí me hizo la vida imposible.

– Porque tú eres muy delicada.

– Hala, muy bien, llévate la parrilla, pero no se te ocurra nunca, oye lo que te digo, invitarme a comer una chuletada en tu casa.

– Anda que será que vienes tú mucho a mi casa.

– Y menos que voy a ir.

– Las amigas van a casa de las amigas y las amigas se devuelven las visitas.

– Pero para qué voy a ir a tu casa, si tú te pasas la vida en la mía.

– Lo dices como si fuera una pesada, pero bien que me pedías que fuera porque te daba miedo de las apariciones -se me quedó mirando un momento-. Ahora ya casi no me dices que te acompañe por las noches, se ve que por las noches guardas un secreto.

– Qué secreto voy a tener, ya quisiera yo tener secretos. Anda, sigue rebuscando por ahí, guapa, a ver si encuentras ahora un mortero para machacar el ajo.

– No te hagas la irónica conmigo.

– ¿Yo? De ironías nada. Yo las cosas te las digo a la cara, porque eres mi amiga, y te quiero con todo lo malo que tú tienes, ¿es que no te suenan los oídos? Es que no sabes que los compañeros comentan lo tuyo con la basura, que dicen que tu casa debe ser como el vertedero.

– También dicen de ti que eres una reprimida y a mí qué, yo como quien oye llover.

– Que te he dicho mil veces que no me cuentes lo que dice la gente, que a mí lo que diga la gente me la suda -me fui para el banco, más que andando dando patadas al suelo, con una especie de niebla en los ojos.

– Pues ya ves, igual que a mí.

Ella volvió a la tarea y yo a sentarme, llena de un rencor general, pero buscando una persona en concreto para ponerle cara.

– Es que es muy fuerte eso que me has dicho -me saqué otro pitillo, ahora por ansiedad-, eso de que soy una reprimida. ¿En qué quedamos, soy lesbiana, reprimida o ninfómana?

– Ya los conoces, depende del día.

– Quieres hacerme sufrir. Te gusta hacerme sufrir.

– Oye, ¿no acabas de decir que te la suda? Pues que te la sude de verdad, no de boquilla, que te la sude como me la suda a mí. Esas cosas las dicen porque nos tienen envidia.

– A nosotras…

– Sí, envidia, de que somos solteras y tenemos un piso para nosotras solas, y nos podemos echar todo el sueldo en nosotras, en nuestros caprichos, sin pensar ni en un marido ni en el niño ni en el canguro del niño ni en ná.

La oí entonces alejarse. Volvió a cantar, con esa facilidad que tenía para recuperarse de la mala sangre de las discusiones. «Viví, me tropecé, me levanté a cada instante / amé, también follé, que para mí es muy importante… / did it my way.»

Pero esta vez no dio resultado, ya no me hizo gracia. Recuerdo que dije en voz alta:

– No la soporto, de verdad, es superior a mis fuerzas, no puedo con ella, no me preguntes por qué, pero no puedo.