Estoy en la cama de mis padres sentada, estoy pegando botes, haciendo sonar los hierros del somier. Fantaseo con que a lo mejor, al empujar el colchón hacia el suelo, éste toque alguno de los paquetes que nos van a traer los Reyes. Yo ya no creo en los Reyes, pero hago como que sí, para que mi madre no me hable del adulto que llevo dentro y para que mi hermana pueda creer en los Reyes durante cinco años más. Mi madre y mi hermana han ido a la calle, a qué, no me acuerdo, puede que a comprar el roscón. Estoy, cosa rara, sola con mi padre. Digo que es raro porque mi padre casi nunca está en casa. Viaja o dice que viaja. Mi madre ha hecho que pongamos en duda todo lo que mi padre dice que hace. Y la verdad es que en el fondo, aunque me pese, siento que ella tiene razón, mi padre tiene toda la pinta de decir que viaja, pero de no viajar. Suele llevarse una maleta pequeña, mi madre le mete dos o tres mudas y algunas camisas. Él dice, llamaré desde Murcia, desde Málaga, desde Cádiz, a nosotras nos da muchos besos por toda la cara, a mi madre siempre dos, en las mejillas. Nunca la besa en los labios, ni cuando se va ni cuando vuelve. Eso me tuvo durante muchos años convencida de que los padres no se besan en los labios, hasta que vi cómo se besaban los padres de una compañera del colegio y eso me dio que pensar. El no la mira nunca a los ojos aunque nosotras nos damos cuenta de que ella se los busca. Salimos al descansillo y cuando sentimos que ha cerrado el portal las tres nos asomamos a la ventana y lo vemos montarse en el coche. Mi madre se queda pensando, absorta durante un buen rato, y me contagia su miedo a que él no vuelva nunca más. Aunque seas pequeña, tonta, inocente, no es difícil que percibas que ese hombre no le pertenece a mi madre, ni a nuestra casa, a veces incluso podríamos dudar de si es nuestro padre, y no sería insensato si no fuera porque hay pruebas, esa foto de la boda en la que mi madre tiene cara de virgen y mi padre tiene la cara de un señor que pasaba por allí.
Su forma de andar le delata, su forma de mirar, de fumar, de anudarse la corbata. Parece uno de esos hombres que uno ve tomándose un whisky en los bares de los hoteles, pero no parece el hombre que debería estar sentado en el sillón orejero todas las noches. Siempre sentimos como si estuviera de visita. Por eso, esta tarde del cinco de enero en que yo estoy sola con él me parece extraordinaria, boto sobre la cama porque siento la felicidad de tenerlo para mí sola, siento que yo sí que podría retenerlo en casa.
Está haciéndose el nudo de la corbata delante del armario de luna como se lo haría el hombre delante del espejo de un hotel, y de pronto se vuelve. Me ha leído el pensamiento.
«Rosario», pronuncia mi nombre y se me acerca.
Yo dejo de saltar. Me quedo quieta, aunque los muelles siguen sonando aún durante un tiempo.
«Rosario, dice ahora en un susurro, tú sabes quiénes son los Reyes, ¿verdad?»
Yo le digo que sí con la cabeza. Pienso que decir que sí con la cabeza no me compromete a nada.
«¿Quiénes son?», pregunta.
Los que tú ya sabes, se lo digo pronunciando lentamente cada sílaba y señalándole con el dedo.
Pero él no se conforma. Sonríe y pregunta otra vez, «¿Tú qué dices, Rosario, que son tres o que son dos?».
Yo levanto dos dedos mirándole a los ojos. Parece una señal de victoria. No sé qué va a pasar ahora, pero él sonríe, sonríe como si yo hubiera dado la respuesta acertada y eso me hace feliz.
«¿Soy yo uno de ellos?», me pregunta.
Y yo digo que sí con la cabeza.
«¿Y quieres venir conmigo para ver, me habla ya al oído, en un susurro, cómo trabajan los Reyes el día cinco de enero?»
Me levanto de la cama de un salto y voy corriendo a mi habitación, me pongo los zapatos, me pongo la trenka, me planto ante sus ojos. «Ahora vamos a escribirle una nota a tu madre: no le voy a decir la verdad, ¿sabes?, porque esto es un secreto entre nosotros. Le voy a decir que me has acompañado a la oficina a por unos papeles, ¿sabrás guardar ese secreto?» No me salen las palabras, sólo muevo la cabeza afirmativamente, no una, sino tres, cuatro veces. «Ni una palabra, ni a ella ni a tu hermana. Tu madre quiere que sigas creyendo que los Reyes son tres y se pondría muy triste si supiera que tú sabes que son dos.» Ya, ya lo sabía, es como si mi padre me fuera leyendo el pensamiento, como si de pronto alguien supiera todo lo que discurre por mi cabeza.
Salimos a la calle y un aire frío me da en la cara y no puedo contener la risa. Me lleva de la mano. Yo quisiera encontrarme a alguien, quisiera encontrarme a alguien del colegio, o a una de esas vecinas que siempre nos miran con cara de pena. Mirad, mirad con quien voy, soy su hija, pero parezco su novia. Dejamos el coche atrás y yo le miro y él adivina mi pensamiento y me dice, vamos en metro, y cuando bajamos las escaleras del metro yo deseo con todas mis fuerzas que aquel viaje nos lleve lejos y tardemos años en volver a casa. El vagón está tan lleno que la gente me espachurra y me ahogo y no veo nada, hasta que siento sus dos manos debajo de mis axilas alzándome a la altura de los demás. Así me lleva casi todo el trayecto. Yo siento felicidad y vergüenza, una vergüenza femenina, creo, porque en ese momento le amo.
Las calles están hasta arriba de gente que mira escaparates, que duda, que te empuja con las bolsas de los regalos. Todos los empleadillos de los Reyes Magos han salido a la calle Goya a hacerles el trabajo sucio. Nosotros caminamos rápido. No miramos ni buscamos nada, vamos resueltos a un objetivo que yo desconozco pero que nos obliga a ir sorteando a la gente que va en sentido contrario, o adelantando a la que va en el nuestro, o cruzando semáforos que ya van a ponerse en rojo. El hombre andando rápido, la niña que soy yo casi corriendo para ir a su paso. Llegamos a una zapatería, a la zapatería más grande que he visto en mi vida, hace esquina y el cristal se curva en el ángulo y a mí eso me parece muy elegante.
Con mi madre siempre compramos los zapatos en las galerías de la calle Toledo. Ella repite y repite que no le da el dinero para otra cosa, ¿a mi padre sí? En un rincón del escaparate están los zapatos de niña. De niña, no, dice mi padre, de jovencita. Negros, de charol. Están expuestos con tanta inclinación que parece que tienen tacón. Miro los zapatos y luego miro a mi padre, pero me doy cuenta de que él ya no me sonríe a mí sino a alguien que está dentro de la zapatería, a una mujer que agachada en el suelo está ayudando a un hombre a calzarse unas botas. La mujer atiende al cliente pero no deja de levantar la vista para mirar a mi padre y para mirarme a mí, ahora me mira a mí. Más que una mujer es una chica, una chica con una coleta de caballo, alta y con los labios muy pintados. Le hace unas señas a mi padre, le pide que vuelva dentro de un rato. Mi padre me lleva al bar de al lado, me dice que vamos a merendar y que volveremos cuando haya menos gente en la zapatería. Me dice que la chica es una amiga, que le hace descuento y a mí todo me parece extraño y al mismo tiempo lógico, porque esta tarde soy su cómplice. Me como dos tortitas con nata y chocolate y veo cómo él fuma y sale y entra del bar, inquieto, mirando cómo va la cosa en la zapatería, esperando, supongo, una señal. Debe ser muy tarde porque las tiendas están empezando a echar el cierre y yo siento de pronto pánico a que nos cierren la nuestra y el Rey no me pueda comprar los zapatos de charol. El cierre está echado, sí, pero ella lo levanta un poco y pasamos, mi padre agachándose. Yo me siento en uno de los largos asientos de piel y ella me trae uno de los zapatos. Ella lleva en el dedo la misma sortija granate que mi padre le regaló a mi madre, y cuando ella se va para buscar en el escaparate el otro pie, yo se lo digo a mi padre al oído y él me dice que esas cosas nunca se deben decir porque las mujeres siempre creen que sus joyas son únicas, exclusivas. Exclusivas, repito, y no lo entiendo pero ya no pregunto. Soy su cómplice. Ella me toca el dedo gordo, tal vez le están un poco pequeños, dice; yo digo que no, pero mi padre dice que sí, que tal vez me están un poco pequeños, y ella se va a buscar una talla más y se vuelve un momento a mirarnos, a mirarle, y mi padre va detrás de ella, porque son amigos y dice que la va a ayudar a buscar y que yo mientras me quede sentada, ahí, sin moverme, que será un momento. Y ahí me quedo, no un momento sino muchos momentos. La zapatería está iluminada y la gente mira los zapatos del escaparate y luego me miran a mí con curiosidad, algunos me señalan, sin comprender muy bien qué hace esa niña con la trenka puesta, sola, descalza, como si sus padres se hubieran marchado olvidándola y los dependientes hubieran cerrado el comercio sin reparar en su presencia. Yo hubiera preferido que las luces hubieran estado apagadas y no despertar tanta curiosidad así que me escondo detrás de uno de los sofás, me pongo la capucha, y me quedo dormida.