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Una mujer le fue contando a mi madre que me veía cogiendo un taxi todas las mañanas a las siete. Y otra mujer le fue contando que me veía volver todas las tardes a casa en taxi. En la finca de mi madre hay tanta viuda que es como si en cada planta hubiera una portera. Mi madre, angustiada, me esperó detrás de la misma puerta, como si me llevara esperando desde que salí por la mañana. Cada vez que tenía que decirme algo que ella consideraba importante hacía lo mismo. A veces era que se le había pasado el arroz. Ay, mamá, y qué pasa, no se va a acabar el mundo. Me asustaba, porque era abrir y se me echaba literalmente encima y me seguía por el pasillo, con el vaivén cada vez más pronunciado, como un barco.

Qué disgusto, nena, qué poca cabeza, yo, que no me cojo un taxi ni para ir al del seguro, y mira cómo estoy yo, que me venzo para la izquierda, pero tú que estás en la flor de tu vida, tú que tienes dos buenas piernas, dime, si te lo gastas todo en taxis, qué te queda si se da un imprevisto, qué te queda a ti, Rosario, si yo me muero pasado mañana, tendrás que hacer frente a mi entierro, no le vas a cargar el muerto sólo a tu hermana, que tiene familia, qué futuro te espera si te gastas el sueldo en taxis, hija mía, que ese dispendio es algo que ofende a los vecinos, porque todo el mundo va a trabajar en su autobús, en su metro, pero a quién has salido tú. Y yo pensaba, a mi padre. Y ella decía, a tu padre, igual, igual. Un hombre que nunca pensó en las consecuencias de sus actos, ni en el dolor ajeno. Si me muero, Rosario, se te acaba mi pensión, tendrás que vivir sólo de lo que ganas, y repartir el piso con tu hermana, y yo no quiero que me queméis, no quiero que me queméis, que es lo que hacen ahora con todo el mundo porque dicen que sale más barato.

Quién dice que sale más barato, le decía yo comiendo, intentando no perder los nervios, quién lo ha dicho.

En la tele, decía mi madre, en Madrid directo lo dijeron el otro día y ellos no mienten.

Tú te crees todo lo que dice la tele, le decía yo, con una tranquilidad que aún la hacía angustiarse más.

¿Es que ya te has informado, dime, Rosario, no mientas a tu madre, es que ya has ido a enterarte?, me decía de pie, a mi lado, tirándome del brazo.

No, mamá, no he ido a enterarme de nada, que estás loca, no tengo yo otra cosa que hacer.

Sí, sí que has ido, te lo veo en los ojos, y yo no quiero que me mandéis al horno crematorio, que aquéllos a los que queman no tienen ni otra vida ni encuentran la paz, se quedan sin vida eterna y vagan sin consuelo entre los vivos, eso está en las Escrituras.

¿En qué escrituras, le decía yo, pero de qué escrituras hablas?

Prefiero ir al infierno, escúchame Rosario, al infierno prefiero ir antes de que me queméis el cuerpo cuando el alma aún se encuentra en transición y está a punto de iniciar su viaje. El horno te deja el alma desconcertada, eso es lo que pasa. Y no quiero que me quiten los ojos para otro, como hacen muchos familiares ahora, que allí mismo en el hospital se dejan convencer por los médicos, que se llevan un porcentaje, seguro, yo no quiero donar los ojos a cualquier desconocido, yo sólo donaría los ojos a mis nietas. Ay, señor, pero para qué van a querer mis nietas mis ojos si tengo cataratas, con lo hermosos que ellas los tienen. Mis ojos sólo los quieren para la investigación, y yo no quiero que investiguen conmigo como si fuera un mono de Gibraltar. Mis ojos en una probeta, y luego encima de una bandeja, y yo mientras en la tumba sin mis ojos o peor aún, vagando sin consuelo entre los vivos pero sin los ojos, con las cuencas vacías. Yo quiero estar entera dentro de mi tumba, que cuando alguien lea mi nombre, Encarnación, sepa que bajo esa lápida está Encarnación de los pies a la cabeza. A veces sueño que me quemáis porque sale más barato, sueño que entro en el horno y me desintegran y vosotras me metéis en el tarro del azúcar. Y no siento dolor físico, no, porque los muertos gracias a Dios están libres del dolor físico, lo que siento es una pena espantosa porque mis hijas, por ganarse tres duros, han vendido mis ojos a la Facultad de Medicina y para ahorrarse otros tres duros me han metido en el horno como si fuera un cordero. No, no me callo, no me callo, no me quiero callar, porque lo veo venir, porque sé que te lo gastas todo en taxis, gamberra, manirrota, sinvergüenza, taxi para arriba y taxi para abajo, como las prostitutas, que la gente dirá que nos sobra el dinero. Y al final, con todo este derroche, tendrás que hacer lo que te salga más económico, como si lo viera, ay, Rosario, pero cuando uno se salta la voluntad de los muertos, y más cuando la muerta es tu propia madre, uno no puede dormir tranquilo, te lo advierto. Tú quémame y yo, la misma noche del crematorio, me aparezco en el pasillo y te salto al cuello.

CAPÍTULO 2

Morsa me preguntó si éramos lesbianas, así, de pronto. Sin que hubiéramos iniciado una conversación que poco a poco nos llevara al tema y sin que aún tuviéramos la amistad que más tarde tuvimos. Nos conocíamos sólo de la rutina del trabajo y de tomarnos unas cañas después, pero nada más. No me dijo exactamente si éramos lesbianas, me dijo bolleras. ¿Vosotras dos sois bolleras, no? íbamos en el camión, ya de recogida. Después de la pregunta se echó a reír con esa risa suya, bruta, entrecortada. Me miraba de reojo, yo seguía con la vista atenta al frente, sintiendo que un sudor nervioso empezaba a calarme hasta el jersey, notaba que él me miraba, atento a mi reacción.

Eso es lo que se comenta, decía sin perder la sonrisa, y yo prefiero preguntártelo.

Normalmente, volvemos andando con el carro y los cubos, pero ese día estaba lloviendo y yo me encontraba regular, tenía un dolor de ovarios que me doblaba. No es un trabajo duro para el que necesites una fuerza física extraordinaria, de hecho, ya me ves, yo soy normal tirando a floja, no tengo fuerza en las manos, y tengo una espalda esmirriada, pero quieras que no, recorrerte de cabo a rabo toda una calle empujando el carro, manejando el cepillo, vaciando las papeleras, cansa, cansa mucho. Cansa la rutina. Yo te puedo decir ahora mismo el número de papeleras que tiene la calle Condes de Barcelona, porque ya te vuelves tarumba, maniática, y dejas de mirar a tu alrededor y te pones a contar papeleras en series de diez o de veinte y cuentas también los minutos que necesitas en hacerte quince papeleras, y haces combinaciones numéricas y les das un sentido simbólico, dices, por ejemplo, si me hago diez papeleras en diez minutos hoy echaré un polvo, y aunque hay una parte de ti que te dice que eso es una gilipollez, la otra parte, la que te conduce por el lado de las manías, te hace ir deprisa, deprisa, mirar el reloj, correr como loca para que incluso te sobre tiempo y puedas respirar aliviada, esperanzada, sabiendo que seguramente no echarás un polvo pero que al menos no has cerrado una puerta. Yo qué sé, son formas de ocupar la mente. A mí las manías me ayudan a soportar la rutina. La rutina, el ritual, venenos para la inteligencia, para la memoria. Luchar contra la rutina, aunque sea con estos juegos idiotas, me hace el trabajo más llevadero. Me cronometro. Cinco minutos: tres papeleras.

Al principio me ponía la radio con cascos, pero a los jefes no les gusta, porque no oyes al compañero cuando te pita desde el camión para que le descargues el cubo, y porque en la calle tienes que estar al tanto, aun con la chupa reflectante puesta siempre hay algún subnormal que está a punto de llevarte por delante con el coche, por descuido o por placer. La calle está llena de anormales. Cuando nos llamaron la atención por llevar los cascos, Milagros optó por llevar la radio pegada con fixo en el mismo cubo, iba empujando el carro con la música a toda hostia, parecía que llevaba un carro de helados. Alguna vez le protestaban desde un balcón, pero ella no se achantaba, les plantaba cara, «¿Pero qué te pasa a ti, paleto?, vete al campo, ya verás qué silencio tienes allí, cateto, encima de que le estoy limpiando la calle, me dice que me calle el gilipollas». Eso sí, en cuanto veía que se acercaba el jefe la apagaba, y en cuanto le veía alejarse, la volvía a encender. Ella decía que de la radio no pensaba prescindir y se ponía a cantar a voz en grito, como una loca. Yo me acabé alegrando cuando me llamaron la atención por llevar los cascos porque escuchar música a las seis de la madrugada, sola, de noche todavía, me ponía muy triste. Me daba por pensar en mi soledad existencial, ¿entiendes?