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¿Y a mí mi madre qué me dice, qué me dice en esta etapa de mi vida, Rosario, si me estoy quedando calvo?, me preguntaba Morsa, chulesco, con el codo apoyado en la barra y el botellín en la otra mano, haciendo esos movimientos enormes que hacen aquéllos a los que no les salen las palabras.

No te tiene que decir nada, hijo mío, está ahí, con eso es más que suficiente y ha estado ahí cuando eras pequeño, es algo simbólico, está claro que no te estoy diciendo que te sirva para las cosas prácticas, pero es que nunca entiendes lo que digo, bueno, lo entiendes a tu manera, de forma literal.

No, no te pases de lista, amiga, decía Morsa, eres tú la que entiendes lo que yo digo de forma literal, lo que te quiero decir, entiéndeme si es que puedes, es que a cierta edad uno busca otra cosa, ¿sabes o no sabes a lo que me refiero?

Más o menos, le dije. Claro que imaginaba por dónde iba pero no quería entrar en el tema.

¿No estás sola tú también, Rosario, no te sientes sola? Si es que lo acabas de reconocer hace un rato. De qué te sirve a ti tu padre. Y te voy a decir una cosa, Rosario, si tu padre ve que estás sola, el día que se sienta enfermo y viejo y no tenga quien le cuide, ese hijoputa viene a que le cuides en sus últimos días.

Pues va listo.

Eso se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Rosario, por no tener tú ya no tienes ni a tu madre.

Gracias, hombre.

Rosario, a esta edad uno busca…, y se quedó un rato con la mano en el aire, como cazando una mosca, no sé, crear algo, uno busca crear algo propio. Es como si te dieras cuenta de que el tiempo de ser hijo ya se te ha acabado y ahora eres tú el que tienes que ocupar el puesto presidencial.

Ay, Dios mío, Morsa, pensé.

Y pensé también que en cualquier momento podía darme la risa. Es algo que me pasa cuando Morsa habla en serio, no lo puedo remediar. Así que antes de que la cosa fuera a más le dije que no me parecía el sitio para hablar de esas cosas.

Es algo que siempre pasa en los viajes y si te paras a pensarlo es francamente absurdo: la gente se ve todos los días, en la casa, en el trabajo, en la calle, pero por alguna razón misteriosa acaba haciéndose confesiones íntimas en esos bares de carretera que huelen a aceite requemado, a chorizo, a quesos, que te marean con el sonido de fondo de la tele, con la musiquilla de la máquina. Muchos matrimonios empiezan o terminan en los bares de carretera, y debe ser porque ir sentado en el coche durante unas cuantas horas mirando el paisaje provoca extrañas conexiones cerebrales. Me imagino que también depende del paisaje, claro.

¿Qué tiene este sitio para que no se pueda hablar de esto? -decía Morsa dispuesto a llevar esa conversación hacia un final concreto-, uno habla en cualquier sitio de lo que le sale de la punta de la polla, digo yo.

Ay, déjame ya, anda, le dije, y salí del bar y le dejé ahí solo, sabiendo que ahora tardaría un buen rato en volver al coche, por fastidiar.

¿Cómo estás?, le pregunté a Milagros.

Más contenta, dijo, porque ya vamos de camino. Ya verás lo bonito que es el sitio, parece de postal, creo que es el mejor sitio para estar enterrado. No lo digo delante de ése (hizo un gesto hacia el bar, señalando a Morsa) porque a todo lo que yo digo le tiene que sacar punta. Por eso no hablo, pero no porque esté enfadada contigo.

Ya lo sé, mujer.

Bueno, y también porque no me parece bien, sabes.

¿El qué?

Pues ir hablando como si nada hubiera pasado. Cada momento tiene lo suyo y éste es el momento de que yo me calle.

Suele suceder que cuando uno dice que va a callarse es cuando a continuación confiesa todo aquello que le tortura. Puede que Milagros estuviera a punto de decirme algo, al menos eso parecía por la forma en la que me miraba, con esos ojos que expresaban cosas que yo no supe descifrar. Yo, que siempre le había leído el pensamiento, no supe entender esa expresión de total desconsuelo porque en ella me resultaba completamente ajena. Era la expresión de alguien que yo no conocía. Ahora pienso que era la expresión de alguien que ella fue antes de que yo la conociera.

Pero si aquél podía haber sido el momento de alguna confesión, de algún indicio que cambiara el final de esta historia, se frustró porque la puerta se abrió de pronto y entró el aire fresco y el olor a gasolina y con ellos, Morsa, que traía el gesto y las maneras de estar enfadado conmigo. Venga, dijo, que cuanto antes lleguemos, antes nos volvemos.

Ya no se habló más en aquel viaje. Nadie quería hablar con nadie, y cada uno tenía sus razones. Milagros subió la ventanilla los últimos kilómetros porque nos helábamos de frío y Morsa puso la radio y se fue riendo de las imbecilidades que decían un grupo de contertulios que no tenían ninguna gracia. Yo sabía que él exageraba su risa para hacerme ver que lo que me había dicho en el bar (en el fondo una especie de declaración de intenciones) estaba olvidado, que no volvería a rebajarse de esa manera, que yo no era tan importante como para joderle la vida.

Cuando entramos en el pueblo estaba atardeciendo y es verdad que, si a mí me gustaran los pueblos y tuviera más sensibilidad para la belleza campestre, me habría parecido que ese conjunto de casas rodeadas de montañas chatas llenas de almendros en flor era un lugar en el que un niño podría ser feliz. Pero según íbamos avanzando con el coche por las calles estrechas y empinadísimas no veíamos ni niños, ni jóvenes, ni muchos indicios de vida. Algún gato que se nos cruzó y algún viejo de esos que siempre hay a la entrada de los pueblos, que son inevitables, como los pastores en el Belén. Yo veía la cara de Milagros por el espejo retrovisor, la veía mirar todo con el ansia y la emoción del que vuelve a casa después de mucho tiempo.

Salí de aquí con ocho años, nos dijo.

Esperamos en el coche mientras ella fue a buscar las llaves de su casa y las del cementerio, que las tenía una tía suya. Las tías de Milagros, las antiguas vecinas de Milagros. Qué extraño se hacía verla entrar de una casa a otra, moverse con una familiaridad en un mundo tan ajeno al nuestro. Parece que a cada persona le atribuimos un paisaje, ése donde nosotros la hemos conocido, y para mí, el paisaje de Milagros era la calle Toledo, donde tantas veces había venido a buscarme, o la de Mira el Río Baja, donde se la había traído su tío Cosme a los ocho años, aquellos bares de Lavapiés por los que íbamos los sábados por la noche a tomar tapas, o esos otros de barrios desconocidos a los que me llevaba cuando habíamos montado el negocio boyante del taxi, bares en los que la conocían y que ella iba seleccionando por caprichos de su estómago de niña gorda: aquí la tortilla, aquí el café, aquí los berberechos. Era la sabiduría de Milagros: la tapa, el porro, la caña; dejar el taxi en segunda o en tercera fila y hacer amistad con camareros de bares baratos. Y el último paisaje de Milagros fueron para mí esas dos horas en las que el día se hace, el barrio de Pacífico, el bar de Mauri, y el Antiguo Matadero, el lugar en el que pasamos nuestros últimos meses juntas.

Pero ahora Morsa y yo observábamos sus movimientos con curiosidad, como si de pronto viéramos a una persona distinta, a una gemela que ella hubiera dejado en el pueblo.

Qué extraño ver cómo metió la llave vieja, enorme, de hierro, en la cerradura y nos abrió la que fue su casa los primeros ocho años de su vida. Su mano, que era también la mano del pasado, supo ir hasta ese lugar inapropiado en el que estaba la llave de la luz (muy arriba, detrás de la puerta) porque es algo que aún conservaba en la memoria del corazón y entonces una luz pobre y antigua alumbró aquel pasillo pintado de azul cielo en el que sólo dos pequeños cuadros con unas hawaianas que movían las caderas debajo de una faldilla de rafia parecían dar señales de una vida anterior, de una vida que yo nunca había sospechado, seguramente porque Milagros, me da vergüenza decirlo ahora, nunca me había resultado una persona misteriosa. Pero también digo yo que denota cierta inteligencia reconocer las cosas. Comparándome con ella yo siempre había considerado que mi pasado estaba lleno de secretos, de recovecos, de historias inconfesables que hacían de mí una persona interesante, incluso cuando íbamos de camino al pueblo y yo me sentí inspirada y conté un capítulo de mi vida que se había completado mágicamente hacía apenas unas horas, una de las cosas que me fastidiaron fue el escaso interés que provoqué en ella, y más teniendo en cuenta que Milagros me escuchaba siempre con tanto arrobamiento y que yo solía escatimarle todos mis secretos, tenía cierta racanería con ella, como la tenía también con Morsa, porque en el fondo, me parecían menos que yo. Pero qué sabía yo de lo que ocurría en su cabeza, de lo que el tiempo había borrado o había dejado en cuarentena y que de pronto, el hallazgo de un niño al que ella consideró hijo desde la primera vez que le vio los ojos, igual que una madre se siente ligada a la criatura que ve aparecer manchada por su propia sangre, había vuelto a invadir su mente. Ahora lo veo claro, fue como una enfermedad que queda latente, de la que uno se olvida porque necesita olvidarse para seguir viviendo, pero cuando la enfermedad arrecia, y dice de nuevo, aquí estoy yo, es porque te está condenando al infierno para siempre.