Milagros y su casa. Ahí estaban los olores de su niñez. Los que despedía ella misma cuando entraba corriendo sudorosa por el pasillo de las hawaianas; Milagros, la niña gorda de la foto que había encima de la tele del comedor vestida de comunión, embutida en un traje probablemente prestado, la niña que jugaría en ese mismo sofá de skay, comería en la mesa de patas torneadas a la vuelta de la escuela, grabaría esa M gigantesca con la punta del cuchillo en el tablero, con la intención de ser recordada en el futuro, cuando esa mesa fuera a parar a algún mercadillo de amantes de cosas viejas; Milagros, que se quedaría parada de pronto, como se quedan a veces los niños cuando parece que han visto un fantasma, y su mirada se acabaría encontrando con la foto en colores desvaídos del hombre recio, con patillas, un joven viejo de esos que hay en los pueblos, que estaba allí colgado de la pared porque era su padre y porque había muerto al poco de nacer ella, el hermano de su tío Cosme, una copia de su tío, la misma cara de bruto pero éste con pretensiones roqueras, como un roquero de pueblo, que tiene la piel cuarteada de trabajar en el campo y las espaldas enormes, pero que lleva patillas y pelo largo. Como si a su tío Cosme le hubiera calzado una peluca. Igual. Ahí estaría Milagros, protegida por las vecinas durante el día, vigilada desde Madrid por su tío Cosme, el bruto que no lo fue tanto, y cobijada por la noche en esa casa, pequeña y oscura, de ventanas diminutas, en la que mantenía diálogos con los muñecos, con los muebles, con ella, la voz de una niña que se anima a sí misma a comer, que dice te lo tienes que acabar todo, que pone deberes a la muñeca, que dice, ahora te pones el pijama, ves un rato la tele y luego te acuestas, ahora tienes que hacer las letras, ahora yo era la madre y nadie podía llevarme la contraria, ahora me acostaba en el sofá porque el sofá estaba triste. Milagros hablando, haciendo que su voz se convirtiera en todas las voces necesarias para un niño, jugando muchas noches alrededor de la madre dormida o perdida en la bruma, actuando con una madurez que luego perdió, estancada como se quedó en una infancia rara. Milagros aparentando una vida normal, la que ella imagina que tenían los otros niños, al lado del sillón en el que la madre parecía entregada casi ya a un final decidido.
Dormimos juntas en la que dijo que era su habitación. Y Morsa en la que fuera la de su madre. Estábamos muy apretadas en aquella cama pequeña con el cabecero de madera clara lleno de muñecos colgando de los barrotes. Yo sólo me quité los zapatos porque me daba escrúpulo desnudarme y meterme en unas sábanas que tendrían polillas o chinches o el olor de los muertos. Es imposible imaginarse qué sentiría ella durmiendo en su cama después de una ausencia de veintitantos años y rodeada por un fantasma que ahora sé que nunca se le había ido de su cabeza. Tuve la sensación de no dormir nada y tampoco ella parecía respirar como una persona dormida. Me daban miedo la oscuridad tan espesa y el silencio. Por eso yo no podría vivir en un pueblo. Ese silencio me parece inhumano. Si hubiera tenido valor habría ido hasta la habitación donde Morsa dormía y me habría abrazado a él, dejándole incluso que hiciera conmigo lo que quisiera, pero no me atrevía a salir al pasillo y recorrer los tres metros que me separaban de él. No sé el tiempo que estuve despierta, me dio la impresión de que fueron horas, pero en algún momento dado debí perder la conciencia porque cuando abrí los ojos una luz muy pálida entraba por el balcón e iluminaba la cajita del niño que Milagros había puesto encima de nuestra ropa, en la silla. Milagros ya no estaba a mi lado y el estar a solas con el niño muerto me produjo un cierto sobrecogimiento. La verdad es que durante el viaje había convivido con la caja como si llevara un gato, y ahora me resultaba muy inquietante que estuviéramos compartiendo el niño y yo la misma habitación. Me aterraba pensar que saltaran los enganches dorados de la cajilla y que el niño se incorporara y volviera la cabeza para mirarme. Tal pánico me entró que, estando como estaba, con la cabeza completamente tapada con las mantas, me llevé un susto mortal cuando la voz infantil de Milagros me dijo bajito al oído: «Ya está el Cola Cao», y mi mente necesitó unos segundos para reconocer la voz y ser consciente de que no era la criatura quien me estaba ofreciendo el desayuno.
Tomamos Cola Cao con magdalenas, los tres, como si tuviéramos quince años menos de los que teníamos y hubiéramos ido al pueblo de Milagros de fin de semana, a emborracharnos en el bar entre los viejos, a jugar a las cartas y a fumarnos unos porros en mitad del campo. Pero no. Eran las nueve de la mañana. No es la hora a la que se levantan tres adolescentes y Morsa y yo teníamos una cara que daba pena. Le notaba a él que le dolía todo el cuerpo, como a mí, del desajuste, de la incomodidad, de dormir en una casa que ya estaba para el derrumbe. Milagros, en cambio, parecía estar allí desde siempre, y desde luego, no estaba dispuesta a que realizáramos nuestra misión con lentitud. Se quedó de pie, al lado de la mesa, mientras desayunábamos, de brazos cruzados, con preocupación y con impaciencia, como hacían las madres antiguas, como hacía la mía, que uno no sabía nunca en realidad cuándo comía, si antes o después que tú, y en cuanto nos vio dar el último sorbo, dijo, venga, que hay que aprovechar antes de que haya gente por la calle y empiecen a preguntar.
CAPÍTULO 13
– ¿Quieres que lea las palabras que había buscado?
– No, eso déjalo para el niño.
– Me da fatiga, mujer, no hemos traído ni un mal ramo ni una oración.
– Rézala tú, si quieres.
Delante de nosotras, el nombre grabado en el nicho, Milagros León, la fecha, 1950-1978, y la típica frase, «Tus hermanos y tu hija no te olvidarán nunca».
Yo recé un Padrenuestro, la versión antigua, la nueva no me dice nada. A mí lo que realmente me gusta es improvisar, cuando voy al cementerio el día uno a ver a mi madre improviso, recuerdo mentalmente cosas que imagino que a ella le gustaría recordar, yo qué sé, el mes que pasó Palmira en casa con el niño recién nacido y las tres tan felices por tener a la criatura en casa y al padre en Barcelona, que para mí era desde luego el segundo gran motivo de felicidad, eran esos momentos en los que yo aún creía que podía ser alguien para mi sobrino, cuando aún no se habían vuelto definitivamente ajenos y gilipollas, todos, mi hermana, la criatura, y la que vino luego, porque el padre lo fue siempre, en eso no hubo ninguna sorpresa, y yo le cuento una y otra vez a mi madre lo felices que fuimos aquel mes, tanto, que sospecho que las tres hubiéramos deseado que la vida siguiera así para siempre, también le recuerdo cuando se casó mi hermana y yo salí, por sorpresa, al altar y leí el Evangelio y mi voz sonó, todo el mundo lo dijo, como la voz de un ángel o de una locutora de radio y Palmira se emocionó y mi madre creyó que nos queríamos más de lo que nos queríamos y esa idea se le quedó ahí desde ese día y con esa idea se fue a la otra vida y que descanse en paz. Para qué contarles a los muertos cosas que no les gustan, cómo le voy a contar yo a mi madre el infierno de sus dos últimos años de vida, cómo le voy a decir que fue un verdadero alivio que se muriera y así poder darle la vuelta a la casa como se da la vuelta a un calcetín y hacer de ella un lugar despejado al que uno se alegra de volver todos los días cuando vuelve reventada de la calle. Improviso, le doy las gracias porque haya decidido descansar en paz de una puñetera vez y dejar de andorrotear por los pasillos y dejarme vivir. Al fin y al cabo, le digo, tú estás como una reina, como querías estar, entera y bajo tierra. A veces leo algún pasaje de la Biblia, de los Salmos, que a ella le gustaban tanto, y otras veces sólo me quedo allí, me paso una hora y veo a la gente yendo y viniendo entre las tumbas, en ese cementerio de ese pueblo en el que nadie me conoce.