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Las oraciones no me gustan, sólo echo mano de ellas por compromiso, y eso es lo que hice, le recé a la madre de Milagros un Padrenuestro y luego un Dios te salve María, que es más como para las madres, y ya está, porque una persona a la que no has conocido no te sugiere nada en particular y porque Milagros estaba como loca por salir de allí para que nos fuéramos al otro lado de la tapia.

Mientras yo rezaba escuchaba la conversación que Morsa mantenía con el enterrador o como se llamen ahora los funcionarios de los cementerios. Se estaban fumando un pitillo sentados en una lápida y Morsa le preguntaba por los precios de los entierros, los precios de las losas, los precios de los nichos, los precios de panteones, los precios de las coronas. Morsa es capaz de pegar la hebra con cualquiera y agotar el tema más estúpido. Ya por el camino le había estado preguntando a Milagros que cuánto creía ella que costaría su casa, y ella decía, si no la voy a vender, y Morsa decía, ni yo la voy a comprar, sólo es por saberlo, y Milagros decía, un veraneante me la quiso comprar, y Morsa, ¿por cuánto?, y Milagros, por siete millones, y Morsa, ¿hace cuánto?, y Milagros, hace diez años, y Morsa, ¿y no se la vendiste, no le vendiste la casa cuando el tío te daba siete millones?; no, dijo Milagros; ¿una casa sin calefacción, sin ventanas nuevas, una casa tan chica, y no se la vendiste por siete millones?, pues que sepas que ya no la venderás nunca por ese precio; si ya te he dicho que no la voy a vender; ¿y para qué la quieres, si nunca vienes?; ahora voy a venir, ahora voy a venir.

Y así llegamos al cementerio, escuchando cómo Morsa desplegaba sus conocimientos sobre ventas, compras, burbujas inmobiliarias y sobre la idea que a él le rondaba, desde hacía tiempo (seguro que se le acababa de ocurrir), de comprarse una casita de pueblo y arreglársela él sólo con sus manos, de las vigas al último enchufe, una casa para poder desconectar, dijo.

Ay, Morsa, pensé.

Pero el hombre del cementerio se ve que no tenía esa mañana otra cosa mejor que hacer y fue contestando exhaustivamente a cada una de las preguntas, como si se hubiera levantado al alba y se hubiera sentado en aquella lápida a la espera de que llegaran unos forasteros a hacerle un interrogatorio sobre todas las posibilidades de ser enterrado y la relación calidad-precio.

Milagros se acercó al hombre y le pidió una pala, una o dos, y el hombre nos siguió con curiosidad y distancia hasta el bancal de almendros que lindaba con el cementerio. «Es que va a enterrar el gato, le dijo Morsa, con el cigarro en una mano y la otra en el bolsillo, que lo quería mucho.» ¿Cuál de ellas?, preguntó el enterrador. La del gato, dijo Morsa. Y dijo algo que no pude oír, pero supongo que dijo «la gorda». Y la otra, siguió explicándole Morsa, es su amiga de siempre, yo soy amigo de las dos, pero más de la flaca, La gorda me suena, dijo el enterrador, ésa me parece que fue conmigo a la escuela. Pues igual, dijo Morsa. Ya sé, dijo el enterrador, ya sé de quién era hija.

Milagros empezó a cavar al pie de un almendro.

¿Y dice que viene a enterrar el gato?, dijo el enterrador.

Sí, nada, es una cosa muy pequeña, el baulillo ése.

El enterrador vino hacia nosotras, yo aún no me había decidido a cavar.

No, no, esto no se puede hacer -dijo-, esta tierra es privada, estos árboles tienen un dueño.

Y al dueño qué más le da -dijo Milagros mientras seguía cavando.

Que no puedes hacerlo -le dijo ya más impertinente-, y que sepas que si hay algún lío y alguien pregunta yo no me voy a callar.

Pues no te calles, mucho que me importa.

Y sé muy bien quién eres, no te creas que no, que aquí las caras no se olvidan.

Yo también sé quién eres tú, a mí la cara de un gilipollas tampoco se me olvida, desde pequeño la tienes.

Y tú la de pirada, de tal palo tal astilla.

Míralo, el enterrador, bonito oficio que fuiste a escoger.

Morsa y yo nos habíamos quedado parados, asistiendo de pronto a aquella conversación tan desagradable y sin saber qué hacer.

Eh, escucha, pirada, largo, ya te puedes ir yendo que yo no miro que seas mujer para darme de hostias.

Milagros le miró fijamente, con la pala en la mano, amenazante, como cuando se vistió de madre india y consiguió que me temblaran las piernas, y para nuestra sorpresa, el tío, que medía casi dos metros, se dio media vuelta y ya desde lejos repitió otra vez, ¡de tal palo tal astilla!, y luego dijo, se te va a caer el pelo y yo me voy a reír.

Ni puto caso -dijo Milagros, y siguió a lo suyo, con fuerza, con brío. Yo de vez en cuando hincaba un poco la pala, pero no tengo energía para las cosas físicas, así que me fui quedando a un lado, viendo cómo lo hacía ella, igual que Morsa se quedó apoyado en la tapia.

Cuando acabó el hoyo, tomó en sus brazos el baulillo y lo metió. Se sacó un sobre del bolsillo, lo puso encima de la caja y lo cubrió de tierra.

A lo mejor tendríamos que haberlo hecho más profundo, Milagros, por seguridad -dije, utilizando ese plural absurdo que se emplea a veces cuando no has hecho nada. Me daba pavor que pasara cualquier perro por allí y pudiera desenterrarlo.

Que está bien así, está bien así -dijo ella-. Ahora lee lo que traías.

¡Morsa!, acércame la Biblia.

Morsa alzó los ojos al cielo como dando a entender el hartazgo que arrastraba desde que salió de Madrid y me acercó el libro. Yo lo abrí por una de las páginas que tengo dobladas, de las que leo cuando voy a ver a mi madre o de las que he leído alguna vez en la iglesia, por no escuchar al cura. En realidad no sabía si había abierto por la parte más adecuada pero esto fue lo que encontré, así, medio al azar:

Tenme piedad, oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa, y de mi pecado purifícame.

Milagros empezó a sollozar, tal y como lo hacen las personas que están en los entierros.

Pues mi delito yo lo reconozco mi pecado sin cesar está ante mí; contra mí, contra ti solo he pecado, lo malo a tus ojos cometí.

Morsa se fue caminando hasta el límite del bancal, allí se quedó quieto, mirando el valle de árboles frutales. Él, el pesado, el irritante Morsa, el chulo que conducía sólo con una mano, se sentía esos días especialmente melancólico, tenía miedo de que la mujer de la que estaba enamorado ya no le quisiera, y que no hacer el amor con él todos esos días hubiera sido la forma de empezar a decirle que aquello se había terminado. Tenía miedo también de que ella no le hubiera querido nunca. Hace diez años hubiera pagado por estar solo, pero ahora, ¿de qué le servía? Tenía que ingeniárselas para no comer solo los domingos, montarse planes descabellados para tener compañía en las vacaciones del agosto, y siempre se veía forzado a salir, salir de casa, los sábados por la tarde, los viernes por la noche. Él, el simplón de Morsa, estaba respirando hondo, sintiendo lo que esa mujer a la que él consideraba infinitamente más inteligente y más sensible que él sería incapaz de sentir en todos los días de su vida. Estaba sintiendo con toda su violencia la belleza de lo que tenía delante de los ojos y la cantidad de olores maravillosos que le producían una tristeza que él nunca había sentido. O ahora o nunca, le iba a decir a Rosario, me iba a decir a mí, o empezamos en serio o ya no volveré a tu casa. No sabía qué palabras utilizaría ni si ella se iba a reír una vez más de él, pero ya no le importaba, tenía que apostar fuerte: no, Rosario, ya no te voy a echar un polvo cuando a ti te convenga, ni me voy a levantar una hora antes para que tú no te sientas comprometida, ¿pero qué te has creído? Tú ves al resto de la humanidad desde tu púlpito, tía, tú te crees que los demás estamos puestos ahí para actuar a tu antojo, pero yo ya no voy a seguirte el juego. Si te echo un polvo es porque voy a quedarme para siempre, y si no, me voy con otra, será por tías, hay miles de tías en el mundo que se irían con cualquiera, hasta conmigo por raro que te parezca.