La mañana en que enterramos al niño cada uno de nosotros rumiaba su futuro, ventilábamos al aire fresco nuestras intenciones más inmediatas. A Morsa no le hizo falta ponerme un ultimátum, ni pronunciar ningún discurso, ni declararse, ni dejarme. Fui yo, la que después de leer los Salmos, tomé la decisión. Le vi allí, de espaldas, con las manos en los bolsillos, de pronto me pareció un hombre al que podría llegar a querer o al que a lo mejor ya estaba queriendo. Pensé que hay cualidades en las personas que no apreciamos hasta que no las vemos actuar sin que ellas sean conscientes de nuestra mirada. Él no sabía que yo lo estaba mirando, así que no había ninguna afectación en su presencia, ni la sonrisa de medio lado, ni su afán de parecer interesante, no quería darme a entender nada con sus gestos. Estaba simplemente allí, entregado al paisaje, mirando, oliendo, pensando en el futuro, cogiendo el cigarro entre los dedos como antes lo hacían los hombres, con la brasa mirando hacia la palma de la mano, diciéndose a sí mismo, ¿a quién tengo yo en la vida?
Deberíamos ver a las personas, pensé, cuando éstas creen que no las miramos. Yo miro demasiado violentamente, miro de una manera que hace daño, que provoca en los demás torpeza, tensión, miro sin poder evitar el juicio constante. No sé si nací así o si me convirtieron. ¿Pero quién soy yo para mirar de esa manera? Eso es lo que pensé viéndole tan ajeno a mí, siendo de verdad él mismo casi por primera vez ante mis ojos, libre de no sentirse vigilado. Y tuve claro que esa noche y la siguiente y la siguiente se quedaría en casa, tuve claro todos y cada uno de los pasos siguientes. Casi sentí en ese momento su cuerpo sobre mí, el abandono, el polvo que me dejaría embarazada, que me daría un hijo. No se puede cambiar el pasado, ni podemos evitar lo que ya somos, así que hagamos que empiece otra vida, pensé, una vida nueva que crezca de esta Rosario de la que ya no puedo librarme, esa Rosario a la que no le gusta ni su cara ni su nombre, hagamos una criatura inocente y hermosa que salga de ese yo que siempre he odiado. Tal vez sea la única oportunidad de borrar de mi alma la tara con la que nací, pensé, de buscar una redención, de hacerme perdonar el pecado original.