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Un día muy temprano, pusieron Voulez-vous coucher avec moi. Yo estaba tarareándola porque es una canción que desde que la bailé en una función de fin de curso disfrazada de negra con una peluca afro que me compró mi madre siempre me ha dado un buen rollo impresionante y pasé muchos años bailándola delante del espejo de luna, reviviendo los aplausos que recibimos las tres que hicimos el número (afortunadamente, Milagros ya había dejado por aquel entonces el colegio porque, si no, fijo que me habría tocado hacer el número con ella), aunque ya un buen día, hace no tanto, perdí la ilusión y me pareció patético verme tan mayor con la peluca delante del espejo y con mi madre sin memoria en el armario empotrado y dejé de hacerlo para siempre. Pero esa mañana, a esas horas en que parece que el creador está haciendo magia y que, una por una, toca con sus dedos las cosas para que adquieran su forma y sus colores precisos, la canción que en un principio había empezado tarareando y que estaba a punto de bailar movida por la inercia de los recuerdos de aquella función se me fue quedando helada en la boca. Por un lado pensé en todas las promesas que me había hecho la vida y que luego me había arrebatado, por otro, empecé a imaginarme a toda esa gente que estaría todavía bailando en una discoteca, toda esa gente que saldría medio borracha y volvería a casa dando tumbos y se dejaría caer en la cama y dormiría mientras la ciudad se ponía en marcha. Lo veía tan claramente como Dios debe ver a sus hijos, desde arriba, vigilante pero sin intervenir. Me ha pasado muy pocas veces, ese desdoblarme y entender de forma tan nítida el funcionamiento del mundo, como entiende el relojero la maquinaria del reloj, pero cuando me ha ocurrido he tenido que empezar a respirar hondo porque el corazón se me desbocaba. Dijo el médico que era ansiedad. Es la respuesta mágica que han encontrado cuando no saben muy bien de qué les estás hablando.

Yo estaba ahí, liliputiense, recogiendo mierda, escuchando aquella canción, imaginando la maquinaria planetaria, y saliendo a duras penas de ese ensimismamiento, porque todos esos pensamientos un tanto astrales me habían descolocado de tal manera la cabeza que me encontraba a punto de marearme y me costaba entender lo que tenía delante de mis ojos: un tío ahorcado debajo del scalextric. Llamé como pude, con dificultades para atinar en los números, al encargado. Yo pregunto: ¿es necesario suicidarse así, en plena noche, en ese lugar comido por las ratas, a la espera de que pase una pobre desgraciada, como yo, y te vea con los pies colgando? ¿No tienes una habitación, tío, no tienes una madre para que sea ella la que te encuentre primero, o un hermano para que sea el que te descuelgue, no tienes una miserable caja de pastillas?

Me acuerdo de que una vez le dije a Milagros: Milagros, mi vida es para suicidarse. Era en los últimos tiempos de mi madre, imagina, su afición al armario, tener que atarla, lo que se hacía encima, o aquella tarde en que untó la pared con sus propios excrementos. Yo lo decía para desahogarme, pero en el fondo, no tengo valor para eso, ni quiero, yo adoro la vida, aunque la vida haya sido muy perra conmigo y me haya puesto las cosas difíciles y no me haya concedido el dinero necesario para cambiar. Pero lo repito: adoro la vida. El caso es que Milagros se me queda mirando y empieza a llorar desconsoladamente y me dice: si un día tú decides suicidarte, si un día tú lo tienes claro y quieres hacerlo, yo me suicidaré contigo. Al principio me quedé muy sorprendida pero luego me dio la risa. La abracé y le decía, ay, Milagros, ni suicidándome me voy a librar de ti. Ay, Milagros, qué sabes tú de suicidios. Y ella lloraba y lloraba. Qué poco sabemos de los demás.

Por alguna razón la música todavía me exageraba más ese tipo de pensamientos negros, así que, ya te digo, me alegré cuando nos prohibieron llevar el discman. Sin música, mejor. Menos emociones. A mí me sobran las emociones. Al principio yo tuve muchos problemas con este trabajo. No con el trabajo en sí, porque yo en el trabajo cumplía, entre otras cosas porque ya no me quedaban más huevos. A mi madre le había contado que estaba trabajando en el departamento de limpieza del ayuntamiento pero de capataza, no de barrendera, porque yo sé que para ella hubiera supuesto un trauma verme barriendo. Milagros me decía que es que en mi casa hemos tenido siempre mucha arrogancia, aires de grandeza. No me voy a defender. Sólo sé que mi madre, hasta que yo tuve unos quince años, tuvo muchacha y ella no sabía lo que era limpiar un váter, y para ella ver a su hija limpiando era bajar varios peldaños en la escalera de la vida. Para mí también. Son prejuicios que, quieras que no, te los inculcan en tu educación desde pequeño, y ahí se quedan. Es un orgullo de clase, sí, pero no sé por qué tengo que pedir perdón por ello.

A mí no me gustaba limpiar la agencia de viajes, pero por lo menos en la agencia, para empezar, trabajabas bajo techo y, además, era un sitio más discreto, tú te organizabas y procurabas quitarte de en medio cuando llegaban los clientes. De ahí a limpiar la calle, a la vista de todo el mundo, hay un abismo. Es un palo. Yo lo veía así. Me llega a tocar mi barrio en el reparto y yo no acepto el puesto, eso tenlo por seguro. Pero como me salió el barrio de Pacífico, me dije, esto para mi madre es como la China. Pero en esta vida nunca estás a salvo. Me acuerdo que un día se me cruzó una de las amigas viudas de mi madre. Justo la misma portera que le había ido con el cuento hacía años de que me veía todos los días montándome en un taxi. Ésa. La vi venir cruzando la calle hacia mí y pensé, joder, joder, es que no me lo puedo creer, otra vez esta tía, será posible la persecución a la que me tiene sometida, esta portera se ha propuesto no dejarme vivir en paz la cabrona. Se acercaba hacia donde yo estaba, paralizada, apoyada en el cepillo. Hubiera jurado que me estaba mirando, porque tenía la cara del que va, pero cuál no sería mi sorpresa cuando veo que la mirada de la tía me traspasa, sigue andando, y me deja atrás. No me había reconocido. Se ve que ni se le pasó por la cabeza que aquella barrendera que había dentro de un traje verde fosforescente y que tenía un cepillo en la mano era la hija de su vecina Encarnación, la que siempre va en taxi. Al principio fue un trago. Todo. Por un lado, mi orgullo herido, que decía Milagros que mi orgullo no es orgullo sino soberbia, pero yo te demuestro que es orgullo, porque no me digas que no es fácil de entender que ser barrendera no es el sueño de alguien que ha llegado hasta primero de facultad. Por muchas oposiciones y muchas pruebas que te hagan para hacerte el contrato, por mucho que tengas que arrastrarte para que te den tu huequecito laboral, para mí este trabajo fue la típica caída en picado en el escalafón social. Más luego los detalles prácticos del propio trabajo, el tener que llamar al del camión para que pase a recoger un gato muerto o un perro o al tío de los pies colgando, que no es algo excepcional, Sanchís se encontró a un tío ahogado en el estanque del Retiro, que todavía es más siniestro, porque se lo estaban comiendo las carpas, que comen carne humana con toda naturalidad, según Sanchís, que lo vio con sus ojos. Que conste que yo, en un primer momento, lo vi así de lejos, a mi muerto, desde la bruma de mis pensamientos, y pensé que estaba vivo porque no estaba totalmente quieto, pendulaba, como si se acabara de colgar en ese momento. Me quedé parada, sin entender nada, pensé, la gente es la hostia, qué te parece, a las seis de la mañana haciendo el mono. Pero pasaba el rato y nada. Nada. Me acerqué un poco más y ya me pareció que los brazos también colgaban a lo largo del cuerpo y entonces me di cuenta de que el balanceo del tío se producía cada vez que pasaba un coche por arriba y los pilares del scalextric vibraban.