Dios mío, Dios mío, Dios mío. Sólo me salía eso de la boca y ni tan siquiera me podía oír mi voz porque llevaba los cascos puestos escuchando Voulez-vous coucher avec moi, que a raíz del suicida, cuando la oigo, se me acelera el corazón y me salen tres o cuatro canas del susto. Es un reflejo que me ha quedado y que me ha impedido escuchar esa canción en concreto, con la de buenos recuerdos que me traía (menos el del día en que me vi mayor con la peluca afro reflejada en el espejo de luna. De esa imagen prefiero no acordarme).
Hay compañeros que son como más fríos y sin que les tiemble el pulso se echan el muerto al cubo (me refiero a un animal) hasta que llega el Cabstar y lo recoge, pero yo no. A mí me da mucho escrúpulo. Yo no puedo empujar el carro sabiendo que llevo dentro un pájaro muerto. No me atrevo ni a arrimarlo al borde de la acera con el cepillo. Sólo de pensar que puedo encontrarme con los ojos de un bicho muerto en algún momento me espanta. Porque está demostrado que el alma tarda un tiempo, al menos un día, en abandonar el cuerpo de un ser vivo, hasta que el cuerpo físico pierde el último punto de calor en las entrañas, y quién sabe de quién es el alma que está en los ojos de un pájaro, o quién fue el ser humano que se reencarnó en ese perro muerto que hay en medio de la calle y que tú empujas con el cepillo. Yo, desde luego, mientras no se demuestre lo contrario, creo en la reencarnación.
Al principio de este trabajo, no me preguntes por qué, ves toda la mierda. La distingues toda. Es como si los ojos se te convirtieran en lupas. Distingues todos los escupitajos, todas las cagadas, las cucarachas que se cruzan, las ratas, la porquería que se acumula en los alcorques, las bolsas que la gente deja a deshora al lado de los bancos o en los árboles, las patas de pollo que sobresalen de las bolsas, que brillan en la oscuridad, y que parecen que claman al cielo pidiendo auxilio, los condones usados de alguien que echa un polvo rápido en el coche y luego abre la ventanilla y lo tira en medio de la calle lleno de semen, el vómito que aún huele a alcohol agrio y a cena descompuesta y las hojas de los árboles, que cuando el tiempo está seco vuelan y se te escapan y cuando llueve se pegan al suelo como calcomanías y no hay forma de despegarlas.
Yo empecé a currar con la caída de la hoja, en esa época contratan al doble de gente, y te aseguro que si tienes una idea romántica del otoño ahí se te acaba cualquier romanticismo. Se lo aconsejo a cualquiera: si quieres meterte a barrer, no lo hagas en otoño. Pero por otra parte, como es lógico, es la estación en la que contratan a más gente y la gente hoy en día trabaja en cualquier cosa. Y más los inmigrantes. O gente como yo, que teniendo una mínima posición, por azares de la vida, nos vemos arrojados al trabajo de calle. Yo tenía una compañera ecuatoriana que me decía que después de haber limpiado en tres casas, esto le parecía el paraíso terrenal, decía que siempre es más llevadero limpiar porquería en abstracto, la porquería anónima de la calle, que la mierda que producen unos seres concretos a los que a veces tienes una manía espantosa y que te están explotando miserablemente. Es una forma de verlo muy respetable también.
Empecé, ya digo, para los dos meses de la hoja y luego, como puede verse, me quedé para siempre. Yo me había hecho mis cálculos, había pensado, Rosario, estás octubre y noviembre, y mientras, te buscas otro trabajo mejor, bajo techo por lo menos. Pero no lo hice. Salía a las dos de la tarde, me tomaba una caña con los compañeros en el bar y cuando volvía a casa me tumbaba en el sofá, me ponía la tele y me echaba una siesta de tres horas. A mi madre esa actitud le quemaba la sangre, decía (cuando aún decía algo), hija, por la Virgen, pierdes la tarde, apúntate a una academia de inglés o de mecanografía para manejar el ordenador, que el inglés no te va a sobrar nunca en ningún trabajo, que con el inglés se te abrirán puertas y sin el inglés se te cerrarán todas. Así lo decía, tal y como lo escuchaba en los anuncios de la radio. Con el inglés, las puertas abiertas; sin el inglés, las puertas cerradas. Yo no he conocido a ninguna persona que diera tanto crédito a la publicidad como mi madre, ella no tenía ese mecanismo tan simple por el cual distinguimos lo que es información y lo que es propaganda. Su obsesión era que si me aplicaba y estudiaba inglés igual podía intentar que me contrataran otra vez en la agencia de viajes. Eso venía en parte porque a los seis meses de salir de la agencia ya no pude alargar la mentira por más tiempo y no tuve más remedio que confesarle que ya no trabajaba allí, sencillamente se me acabó el paro y mis planes de enriquecimiento en el taxi con Milagros se habían quedado en nada.
Cómo nos íbamos a enriquecer si Milagros no veía el momento de montar en el taxi a ningún cliente, si se nos iba todo lo que habíamos sacado en restaurantes. Si nos lo pulíamos a diario. Yo le decía, esto es un desastre, Milagros, un desastre.
Nos comimos mi paro, nos comimos lo poco que salió del taxi y a Milagros su tío Cosme le dijo un día, bonita, se acabó el taxi, yo el taxi no te lo he dado para que te pasees con una amiguita por Madrid. Y de muy buenas maneras la mandó a tomar por culo. Natural.
Me acuerdo del último día que Milagros me llevó a casa y me dijo, esto se ha terminado, mi tío dice que antes que confiar en mí se busca una inmigrante. Y yo le decía, es que, Milagritos, Mila, esto se veía venir, no se puede vivir así, haciendo lo que a una le apetezca sin pensar en el mañana. Y ella decía, Rosario, ¿es que para ti no cuenta todo el tiempo que hemos pasado juntas, todas las experiencias acumuladas, todos los restaurantes?, ¿es que para ti la vida es sólo trabajo, trabajo y trabajo?
Ya ves, me lo decía a mí, que no he sido precisamente el colmo de la responsabilidad. Pero ella me abocaba a ese papel como de hermana mayor, como de madre, ahora que lo pienso.
Ella decía, nunca nos vamos a ver en otra en la vida. Nunca podremos tener tan buenos recuerdos como éstos.
Y visto con la perspectiva del tiempo, puede que tuviera razón. Yo ya no me he visto en otra. Ahí se acabó el dinero y se acabaron los restaurantes y los porros y las mañanas de paseo en el taxi del tío.
Qué raros son los recuerdos que nos hacen disfrutar de una felicidad de la que no nos dimos cuenta y con la que no fuimos felices.
El caso es que ante la evidencia de la falta de dinero le tuve que decir a mi madre que no me habían renovado el contrato. Mi madre se ha ido enterando de mi vida poco a poco, digamos que con cierto retraso y con un poco de adorno. Pero no era voluntad mía mentirla, hay personas que te piden que las mientas; a mí bien que me hubiera gustado llegar a casa con la verdad por delante, pero me vi obligada a enredarme en embustes para que no sufriera. Le dije que no me renovaban el contrato porque necesitaban a una persona con un nivel de inglés más alto que el mío. Mi nivel es cero, todo hay que decirlo, pero eso mi madre no lo sabía. Luego me arrepentí de haberle dicho eso porque a ella se la quedó grabado en su cerebro aquello del inglés, y entre mis palabras y el anuncio de la radio (con el inglés se te abren las puertas y sin el inglés se te cierran todas) no había tarde que no lo repitiera dos o tres veces, y encima elegía para machacarme con el asunto cuando acababa de despertarme de la siesta, que es cuando yo personalmente tengo menos aguante. Todos estos consejos me los daba, claro, cuando aún el cerebro le servía para retener alguna cosa, aunque mi madre siempre fue una de esas personas a las que sólo les caben tres ideas en la cabeza y esas tres ideas las marean durante toda una vida. Ella siempre decía que veía más para mí y para cualquier mujer femenina (mi madre siempre añadía lo de femenina, cosa que me dolía) el trabajo en la agencia de viajes que el de capataza de basureros. Ay, pensaba yo, si tú supieras que por no ser no soy ni capataza. Luego se consoló un poco cuando la dije que Milagros estaba de barrendera. Mi madre decía, ¿ves?, a Milagros lo de barrer, el trabajo físico, le va como anillo al dedo, porque dime, Rosario, si tu amiga Milagros no trabaja limpiando, dime tú dónde la colocas, ¿de cara al público? No, eso desde luego que no.