Cuando le entregó el bolso de cuero, sus dedos se cruzaron en un roce de fuego que atravesó su cuerpo como una flecha. Evitó el contacto.
– ¿Nos vamos? -preguntó Julien.
Tracey se despidió de Solange y siguió a Julien hasta el Ferrari. Nada más salir a la calle y ver aquel bello sol de otoño, se acordó de unas mañanas soleadas y lejanas en las que ambos se escapaban de casa para disfrutar de unas horas juntos, ya fuera remando en barca para visitar un castillo o de picnic por las montañas repletas de narcisos.
A diferencia de lo que ahora ocurría, antes reinaba una absoluta armonía entre ambos y ella se alegraba de poder tenerlo a solas el máximo tiempo posible.
Una vez solos, Tracey se insinuaría para que la besara, pero Julien siempre mantendría el control de sus emociones, sin dar rienda suelta a unos deseos ardientes que sin duda sentía.
Julien nunca le mostró su lado sensual hasta que un día, por sorpresa, acudió a su fiesta de graduación del instituto. Aquella noche la besó por primera vez. Un beso que se alargó hasta distorsionar la realidad; un beso que le hizo ver el mundo a través de los ojos de una mujer enamorada. Cuando separó sus labios, le anunció que se casarían la próxima vez que volviera a San Francisco y le pidió que no le contara a nadie sus intenciones.
– ¿Tracey?
– ¿Sí? -respondió desconcertada despertando de su mundo de recuerdos.
– ¿Te has fijado en Valentine? Tiene el mismo perfil que tú. Es una delicia, ¿sabes lo increíble que resulta mirarla y verte a ti cada vez que abre los ojos y sonríe?
«No sigas», pensó Tracey con sentimiento de culpabilidad.
– Ha sacado tus uñas y el color de tu pelo, Julien -comentó Tracey.
Le lanzó una mirada que le hizo darse cuenta del error que acababa de cometer: el hecho de que se hubiera parado a buscar parecidos entre Valentine y él indicaba a las claras que no era indiferente hacia Julien, por mucho que se esforzara en fingir lo contrario.
– Tiene una cara preciosa -añadió Julien-. Clair siempre me regaña porque dice que la mimo más que a los dos niños. Pobre Clair. Imagino que nunca habrá sentido un amor como el nuestro; por eso es incapaz de entenderlo.
– Julien -intervino Tracey, que sentía que empezaban a meterse en aguas resbaladizas-. Soy consciente de que no podías ocuparte de ellos tú solo; pero ahora que el doctor Simoness me ha dado el alta definitiva, quiero ser yo la que los cuide.
Apretó sus largos dedos sobre el volante hasta que los nudillos se le marcaron. Estaba emocionado.
– Deseaba oír eso. Esta noche reuniremos a las niñeras durante la cena y les diremos que ya no necesitamos que sigan viniendo.
Julien arrancó el coche y salió a la carretera principal mientras Tracey miraba por la ventana intentando divisar a sus hijos.
– Fueron camino del lago -comentó Julien adivinándole el pensamiento una vez más-. Si mañana hace igual de bueno, le pediremos al cocinero que nos prepare una cesta con comida para ir de picnic y daremos un paseo en barca con los niños.
– ¡Qué buena idea! -exclamó entusiasmada para arrepentirse un segundo después.
– Lo tengo todo preparado. ¡Hace tanto que esperaba este día…! -comentó animado-. Después de ver al doctor Chappuis, comeremos en La Fermiére. Siempre te gustó comer allí.
La Fermiére, uno de sus restaurantes favoritos, en el que servían unas patatas con una deliciosa fondue de queso… Nunca había probado comida tan exquisita, aunque probablemente influyera que siempre había ido allí con Julien. Él convertía cada segundo en un mágico recuerdo.
Resultaba inútil intentar persuadirlo de que no quería comer con él, pues, aparte de preocuparse por su pérdida de peso, estaba decidido a comportarse como si formaran una auténtica familia. Tracey tenía que aceptar que su marido haría todo lo posible por reavivar la pasión anterior y reconstruir su matrimonio.
No le quedaba más remedio que acompañarlo y tratarlo como a un buen amigo. Eso era todo lo que podía ofrecerle.
– De acuerdo -respondió finalmente intentando mantener un tono de voz neutro.
Julien no dijo nada, pero Tracey sintió su mirada penetrante en lo más hondo de su cuerpo; una mirada que la asustó, pues indicaba que la acosaría hasta seducirla. No pondría freno a sus deseos…
Tracey confiaba en que, al terminar el mes, su marido se diera cuenta de que su pasión se había enfriado y entonces, sólo entonces, la dejaría marchar.
– El doctor Chappuis quiere verlos -anunció la enfermera.
– Julien, si no te importa -le dijo Tracey agitada y con cierto sentimiento de incomodidad-, me gustaría entrar sola. Hasta ahora, no me has dejado hacer nada por mí misma, como si estuviera inválida o algo así. Quiero demostrarme que vuelvo a ser una persona autónoma, independiente. Entiendes lo que digo, ¿verdad?
Los ojos de Julien se apagaron doloridos. Lo había herido. Y tendría que seguir hiriéndolo durante los restantes veintiocho días.
Julien asintió con un imperceptible movimiento de cabeza y se quedó inmóvil mientras Tracey seguía los pasos de la enfermera. Se sintió aliviada cuando por fin dejó de sentir la mirada de Julien en el cogote, y entró apresuradamente en el despacho privado del pediatra.
El doctor Chappuis parecía rondar los sesenta y era un hombre bajito, sonriente y amable. Se alegró de ver tan recuperada a la madre de los famosos trillizos de la familia Chapelle.
Antes de que pudiera hacerle ninguna pregunta, la invitó a que tomara asiento y, a continuación, le aseguró que los tres bebés se encontraban en perfecto estado.
A Tracey no le sorprendió la opinión del doctor, pues venía a confirmar lo que Julien ya le había adelantado. Aun así, le gustó escuchar una noticia tan buena.
Cuando hubo terminado de enseñarle el historial médico de los tres, el doctor Chappuis supuso que ya estaría satisfecha, así que se puso de pie, dando por sentado que la consulta había finalizado.
Fue en ese momento cuando Tracey logró reunir el valor para mirarlo a la cara y contarle toda la verdad. Después de hacerle jurar que guardaría el secreto, le fue explicando por qué había escapado, a qué se debía su amnesia temporal y por qué estaba allí hablando con éclass="underline" porque necesitaba tener un diagnóstico médico de sus trillizos, para así prepararse de cara a futuros problemas médicos posibles.
La radiante expresión del doctor Chappuis trocó inmediatamente en una de sorpresa y pesar. Se volvió a sentar mirándola con compasión.
– En un caso como el tuyo -comentó el doctor después de aclararse la voz-, no podemos hacer ningún tipo de pruebas para revelar posibles lesiones genéticas. Sólo se puede esperar e intentar observar algún tipo de deficiencia mental, la cual, de producirse, sólo se manifestaría dentro de varios años. Si te sirve de consuelo, tus hijos se han desarrollado normalmente de momento.
Bueno, al menos eso era algo de agradecer. Tracey cerró los ojos. A partir de ese día, dedicaría todo su tiempo a cuidar a sus pequeños y a rogar a Dios porque no hubiera complicaciones.
Se levantó de la silla de un salto, impulsada por un repentino deseo de estrecharlos entre sus brazos. Agradeció al doctor su amabilidad por recibirla y abandonó la consulta.
Nada más salir se encontró frente a Julien y necesitó de todas sus fuerzas para reprimir sus ganas de abrazarlo.
– ¿Qué pasa, preciosa? -preguntó al detectar cierta preocupación en la expresión de Tracey-. Pareces acelerada.
– Es que después de hablar con el doctor, tengo tantas ganas de volver a ver a mis niños que no quiero perder ni un solo segundo -respondió con sinceridad, aunque le ocultó que su nerviosismo se debía en parte a él-. ¿Te importa si dejamos lo de La Fermiére para otro día?
Julien la miró algo sorprendido. A Tracey no paraban de temblarle las piernas, pues era consciente de lo perspicaz que su marido era y no sabía cuanto tiempo sería capaz de engañarlo.