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Tracey se levantó a toda velocidad, pero no la suficiente para que Julien no la viera, pues había abierto los ojos nada más notar la ausencia de su «vientre almohada», unos ojos que indicaban que Julien era consciente de lo que había sucedido mientras ambos dormían…

Tracey sabía que, una vez expuesto ese síntoma de debilidad y querencia, Julien no cesaría en su acoso hasta destruir todas las barreras que cercaban el corazón de su mujer.

Levantó a Raoul con un movimiento nervioso. Curiosamente, era él el que lloraba con más fuerza, el que más gritaba, así que lo llevó a la cuna para cambiarle el pañal. Le puso el chupete en la boca con suavidad y, afortunadamente, las lágrimas se estancaron. Por su parte, Julien había logrado calmar a los otros dos bebés.

– Vamos a dejar que mamá esté un rato a solas con tu hermano -le oyó decir Tracey a su marido mientras éste salía de la habitación-. En seguida te tocará a ti. Ha vuelto a casa para quedarse y vamos a tener el resto de nuestras vidas para estar juntos.

– Pasear en el cochecito les gusta -dijo Julien refiriéndose a los bebés-. Pero creo que están disfrutando más con este paseo en barca. ¿Tú qué piensas?

Julien prefirió centrar la conversación en los niños y no mencionar en ningún momento lo que había ocurrido el día anterior en la habitación de Raoul.

– Todo esto es nuevo para mí; así que no sé qué decirte. Pero sí parece que están contentos -respondió Tracey.

Los tres niños estaban sentados en una gran cuna junto a Julien, que era quien dirigía el rumbo de la barca. Tracey, para no mirar a Julien, se fijaba en los tres bebés, que jugaban con sus manitas y mordían unos sonajeros que su padre les había comprado.

Llevaban unos jerséis para no enfriarse y tenían la cabeza cubierta con una capucha que sólo dejaba al aire libre sus caritas, iluminadas por el sol otoñal.

Les dio de comer y les cambió los pañales. Luego estuvo acunándolos de uno en uno y, a medida que avanzaban por el lago, miraba aquellos parajes tan preciosos.

En la Château de Clarens, un antiguo castillo cercano a la orilla, Julien apagó el motor de la barca para sacar algo de comer de una pequeña nevera. El cocinero había preparado unas deliciosas tartaletas de frambuesa que a Tracey le encantaba tomar con Grapillon, su zumo de uvas preferido.

Mientras Tracey miraba con detenimiento los viñedos, repletos de uvas y listos para la recolección, Julien sirvió un plato para cada uno y comieron compartiendo un agradable silencio. Pero, por dentro, Tracey sólo quería gritar de nerviosa que estaba.

– Anoche les diste una «propina» muy generosa a las niñeras cuando les dijiste que ya no necesitábamos sus servicios. Seguro que te están muy agradecidas, Julien -comentó Tracey para romper la tensión.

– No hay suficiente dinero en todo el mundo para recompensarlas por criar a los niños mientras tú no estabas. Pero, por ellas, me alegro de que se marchen, estaban tomándoles demasiado cariño. Sobre todo, Jeannette sentía devoción por Raoul.

– Lo noté. Es tan dulce… -dijo con orgullo de madre-. Son todos tan dulces…

– Son perfectos y hoy me siento el hombre más afortunado del mundo -comentó con sincera emoción.

– Julien -intervino Tracey para que la conversación no se desviara a terrenos peligrosos-. Espero que no te haya molestado que llamase esta mañana a Isabelle y que…

– ¿Y por qué habría de importarme? -la interrumpió Julien algo frustrado por ese nuevo giro de la conversación-. Ésta es tu casa ahora y, al fin y al cabo, Isabelle es tu hermana.

– No me has dejado terminar. Hace medio año que no veo a mi hermana ni a Alex y tengo miedo de que mi sobrino me olvide; así que… los he invitado a venir a la residencia unos días.

Julien no movió un sólo músculo de la cara; pero mordió con rabia un trozo de su pastelillo de frambuesa.

– ¿Crees que es adecuado después de lo que Rose dijo anoche? -preguntó.

– Te refieres a Bruce -dijo conteniendo la respiración.

– Tracey, tu cuñado no sabe lo que significa trabajar. Venir aquí de invitado para no hacer nada sólo contribuirá a distanciarlo más de tu hermana.

– Lo sé -susurró-. Por eso no lo he invitado a él. Rose y yo estuvimos charlando después de acostar a los niños y está de acuerdo en que, quizá, es Bruce, y no los mareos del embarazo, el causante de su malestar general. Puede que le venga bien pasar unos días con nosotros, jugando con los niños y olvidándose de su marido. Yo creo que nos necesita -expuso Tracey con sinceridad, si bien se había movido a invitarla para que se interpusiera entre Julien y ella.

– ¿Cuándo quieres que venga?

– Tan pronto como sea posible.

– Entonces intentaré reservar los billetes de avión en cuanto volvamos a casa.

– No, Julien -Tracey rechazó el ofrecimiento de su marido-. Creo que ella se iba a ocupar de eso.

– ¿Cómo?

– Creo que todavía le quedan algunos ahorros.

– No debería echar mano de ellos para esto -comentó Julien.

– Papá le dejó ese dinero para que lo usase cuando lo necesitara y ahora es el momento. Tiene que darle un aviso a Bruce, o su matrimonio acabará viniéndose abajo.

Nada más decirlo, se dio cuenta de que no debía haberlo hecho. Se sintió morir al ver la palidez del rostro de Julien, totalmente inexpresivo.

– ¿Crees que podría dirigir la motora en el viaje de vuelta? -preguntó Tracey para cambiar de tema-. Sé que hace tiempo que no llevo los mandos, pero, como no hay viento, no creo que me resulte difícil.

– Seguro que lo harás perfectamente, preciosa -respondió Julien-. Pero los niños y yo no queremos volver todavía a casa. ¿Por qué no nos llevas a Évian? -preguntó con aparente inocencia, aunque, implícitamente, se trataba de una orden.

Tracey estaba desolada. Sabía que no podía negarse y Évian estaba a muchos kilómetros de distancia; kilómetros en los que tendría que seguir inventando nuevos pretextos para mantener a Julien a distancia.

Después del incidente del día anterior, no quería parecer vulnerable y, por eso, tenía que obedecer sus deseos, aunque ello implicara permanecer a solas junto a él. Las piernas le temblaron cuando se incorporó para arrancar el motor.

– Usa mejor el otro depósito -propuso Julien-. Volveremos a echar gasolina cuando lleguemos a la otra orilla.

Salvo el ruido del motor, nada rompía el silencio mientras navegaban sobre las aguas azules. Parecía que estaban solos en el lago. Ni siquiera se oían otras motoras en la distancia.

Pensando en los últimos años, Tracey recordó algunos días lejanos, antes de la confesión de Henri Chapelle, en los que ella y Julien habían disfrutado de su mutua compañía en el lago.

Tuvo que luchar con todas sus fuerzas para que las lágrimas no se le saltaran, pues sabía que, lo más seguro, también Julien estaría pensando en aquellos días de ignorante inocencia. Pero aquellos tiempos no podrían repetirse jamás. La cruel realidad se opondría siempre a su amor.

Julien había insistido en que pasara un mes junto a él, para convencerlo de que no quería seguir siendo su esposa. Pero Tracey empezaba a pensar que no sería capaz de aguantar tanto tiempo a su lado. Si la visita de Isabelle no producía los efectos disuasorios esperados, no sabría qué hacer.

Decirle la verdad sin rodeos trastornaría a Julien profundamente. Sabía que tendría suficiente personalidad como para sobrevivir al dolor y la desilusión de tamaña noticia; pero algo dentro de él se moriría. Nunca más volvería a ser el Julien al que admiraba y amaba.

Por más vueltas que le diera, siempre llegaba a la misma conclusión: Julien no debía enterarse de la verdad. Le resultaría mucho menos desgarrador recuperarse de un desengaño amoroso.