– Ya lo veo, cariño. Y doy gracias a Dios por tu increíble recuperación. La verdad es que… -miró a Tracey intranquila- está esperando otro bebé y se marea mucho y vomita por las mañanas.
– ¡Ay, pobre! Le pasó lo mismo con Alex. Pero, ¡qué bonito tiene que ser estar embarazada!, ¡ser una mamá! -exclamó con ilusión y tristeza a la vez. Tenía la sensación de que ella jamás llegaría a formar una familia-. ¿Está Bruce nervioso?
– Me temo que está demasiado ocupado pensando como malgastar dinero y arruinar a toda la familia como para darse cuenta de lo que está pasando. Espero que reaccione antes de que sea demasiado tarde.
– Yo también -Tracey se puso de pie de golpe-. ¿Qué te parece si vamos a Sausalito en cuanto me dejen salir y les damos una sorpresa? ¡Me muero de ganas por ver a Alex! He tenido que pasar en coma su segundo cumpleaños… De verdad, estoy deseando salir de aquí. No quiero parecer desagradecida: todo el mundo me dice que soy un milagro viviente y los creo. Y todos se han portado de maravilla conmigo… Pero tengo la sensación de que llevo toda mi vida encerrada entre estas cuatro paredes. Estoy empezando a tener claustrofobia.
– ¡Natural! Yo también me sentiría así -comentó Rose mientras pasaba un brazo por encima de los hombros de Tracey-. Los médicos sólo quieren que sigas aquí un poco más de tiempo.
– ¡Ojalá pudiera marcharme contigo ahora mismo! ¡Estar tan cerca del mar y no poder verlo ni olerlo…! Me muero de ganas por navegar y volver a sentir el aire azotándome contra la cara -comentó Tracey, que se dio cuenta de que su tía estaba inquieta-. ¿Pasa algo? Pareces diferente, estás rara… ¿Es que me he vuelto loca? ¿Te han dicho los médicos que he perdido el juicio o algo así? -preguntó angustiada, con lágrimas en los ojos.
– No, no, cariño. Nada de eso -la tranquilizó Rose. De pronto, Tracey rompió a llorar y se apoyó sobre el hombro de su tía-. Creía que sabías que estamos en Suiza, no en San Francisco.
– ¿Que no estamos en San Francisco? -preguntó Tracey asombrada, preocupada por no haberse dado cuenta por sí sola-. Sí, seguro que estoy loca.
– ¡Que no, cariño! ¡De verdad!
– No me extraña que Louise no me deje salir de aquí todavía. Soy como un bebé recién nacido que no sabe nada -afirmó llorando-. Quizá nunca me recupere y no pueda marcharme de este hospital.
– Calla, no hables así. Estabas muy grave y has sobrevivido, cosa que muchos no habrían logrado. Has trabajado muy duro por recuperar tu memoria y lo has hecho tan rápidamente que has sorprendido a todo el personal médico del hospital. ¡Es normal que estés un poco desorientada aún! Todavía tienes que readaptarte al mundo exterior. Pero, cariño, eso no importa.
– Claro que importa. Tenía que haberme dado cuenta de inmediato. Mira los muebles de la habitación. No son que se diga del más puro estilo californiano… ¿Dónde estoy exactamente?
– En Lausana.
– ¿Lausana?
– Sí.
– La ciudad a la que van los dementes con las enfermedades irreversibles. La ciudad cuyas clínicas son tan caras que tienes que ser una estrella de cine o un magnate empresarial para empezar a pagarlas… ¿Es ahí donde estoy, tía Rose? ¿En uno de esos maravillosos hospitales que han acabado con tu pensión y con la herencia que papá nos dejó a Isabelle y a mí?
– Estás en un hospital que te va a ayudar a recobrarte por completo. Eso es lo único que importa -le dijo acariciándole una mejilla.
– No es lo único si por mi culpa te has quedado sin dinero. No podría soportarlo; no después del sacrificio que hiciste: de no haber sido por nosotras, podrías haberte vuelto a casar.
– Eso no es cierto, Tracey. Yo no quería casarme con Lawrence. Simplemente éramos buenos amigos.
– No me lo creo -denegó con la cabeza-. Y no quiero ni ver la monstruosa factura de lo que está costando mi estancia aquí. Ahora mismo hago las maletas y me marcho en avión a San Francisco. Alquilaré un apartamento, buscaré un trabajo y así podré empezar a devolverte el dinero.
– Eso es precisamente lo que no vas a hacer -replicó Rose con firmeza.
– Sé que harías cualquier cosa para protegerme, tía Rose. Pero ya soy una mujer. La doctora me ha dicho que no puedo marcharme de aquí hasta que no esté preparada para el mundo real otra vez -se detuvo para tomar aliento-. Pues pagar lo que una debe forma parte de la vida real. Después de cuatro meses de gastar tu dinero y mantenerte alejada de Lawrence, ya va siendo hora de que empiece a justificar mi existencia.
– Tracey… Jamás podría casarme con Lawrence; no después de todo lo que compartí con tu tío. Además, Lawrence murió hace tres meses de un ataque al corazón.
– ¡Tía Rose! -exclamó Tracey apenada. Le dio un abrazo-. Lo siento. Lo siento mucho.
– No lo hagas. Ahora estará reunido con su mujer. Tú eres la única persona que importa en estos momentos -sentenció con nerviosismo.
– Pareces alterada. ¿Algo va mal?
– Nada. Por eso me molesta tanto que te sofoques sin necesidad por el dinero. Ha sido… otra persona la que ha estado pagando tu estancia aquí todo este tiempo; así que no tienes que preocuparte por mí.
«¿Otra persona?», se preguntó muy extrañada.
– Tía Rose, ¿a quién conoces que tenga tanto dinero y que, además, esté dispuesto a pagar tanto dinero por mí?
– Yo puedo responderte a eso -contestó en tono aterciopelado una voz masculina.
Tracey empezó a sentir un sudor helado por todo el cuerpo; estaba angustiada y era incapaz de darse la vuelta, porque aquélla era la voz que la atormentaba en sus pesadillas.
– ¡Julien! -exclamó tía Rose, haciéndole gestos para que saliera de la habitación.
El mero hecho de oír aquel nombre descompuso a Tracey. No tenía que ver a aquel hombre para recordarlo. Sabía que sería moreno, de ojos negros, alto y delgado, arrebatadoramente varonil. A su lado, cualquier hombre parecería insignificante. Tracey lo amaba más que a su propia vida… Pero era un amor prohibido.
De pronto, Tracey sintió un dolor indescriptible; un dolor que le había hecho sufrir mucho los meses anteriores al accidente; un dolor que sólo el estado de coma había podido anestesiar… temporalmente.
– ¡Dios mío! -exclamó con agonía. Entonces le entró una terrible arcada y apenas logró llegar al baño.
– Tracey -murmuró Julien con ansiedad en ese tono ronco que la volvía loca. Luego la siguió al baño.
«No me toques», quiso gritar Tracey cuando Julien le acarició por la cintura, en un gesto que tantas veces había repetido durante su luna de miel. Por aquel entonces no eran capaces de estar separados ni un sólo segundo.
Cada vez que él la tocaba era como la primera vez. Pero en ese momento tenía demasiadas ganas de vomitar y estaba demasiado impresionada como para decir nada.
– Si no le importa, señor Chappelle, yo me encargaré de ella -dijo Gerard, uno de los enfermeros, con autoridad.
– Por supuesto que me importa -exclamó Julien-. ¡Es mi mujer!
– ¡Julien, por favor! -intervino Rose-. Es mejor que esperemos en la sala de estar.
Tracey notó que a Julien le costaba despegar las manos de su cintura; pero finalmente se resignó a soltarla y se marchó.
– En seguida vuelvo, preciosa -susurró con dulzura.
Una vez se hubieron marchado, se apoyó en Gerard para llegar hasta la cama.
– No le dejes que vuelva, Gerard -le imploró mientras éste la ayudaba a recostarla y le tomaba las constantes vitales-. Ya no es mi marido. Manténlo alejado de mí. Por favor, no quiero verlo.
– Mientras la doctora Louise no diga lo contrario, nadie podrá entrar aquí salvo el personal del hospital -la tranquilizó-. Vamos, métete en la cama, Louise viene en seguida.
– Sí, tengo que ver a Louise. Necesito verla -dijo nerviosa.