Julien la miró de tal forma que parecía un salvaje depredador de la selva. La expresión de su cara resultaba mucho más temible que todas las pesadillas que había tenido en el hospital.
– ¡Mientes! -exclamó indignado.
– No -denegó Tracey mientras acariciaba el mentón de Julien, tratando de que se tranquilizara-. Él y mi madre tuvieron una aventura después de que Jacques e Isabelle nacieran. Siempre me había preguntado de donde venía mi pelo rubio.
Julien estaba de piedra. Había estado escuchándola con la esperanza de que todo fuera una invención; pero sabía que Tracey no era tan cruel como para engañarlo de esa forma.
– ¿Me juras por Dios que me estás diciendo la verdad? -preguntó con muestras de inmensa agonía.
– Sí, cariño. Sabes que te amo más que a mi propia vida. Nunca te mentiría. ¿Por qué crees que me escapé? No podía soportarlo -dijo entre sollozos.
– ¿Lo jurarías ante un sacerdote? -preguntó con incredulidad.
– Sí.
– ¡Dios! -exclamó. Parecía la última palabra de un hombre al que acababan de dar muerte.
La miró durante varios minutos intentando descubrir en los ojos de Tracey una explicación a aquella tragedia.
– Quería ahorrarte este dolor -se justificó a lágrima viva-. Al principio, intenté esconderme en algún sitio donde nadie pudiera encontrarme nunca. Así acabarías odiándome y, al menos, podrías amar a otra mujer. Pero cuando me enteré de que estaba embarazada, tuve que acudir a Rose a pedirle ayuda. El resto ya lo sabes… Louise me dijo que tardé tanto en recuperar la memoria porque era una forma de olvidar mi dolor.
Julien la estrechó contra su cuerpo con fuerza y así estuvieron, abrazados y desesperados, durante varios minutos. No tenía sentido seguir hablando.
Tracey trató de calmar a Julien, que no dejaba de temblar. Todavía no era capaz de asimilar aquel brutal revés del destino.
– Sé que no mientes, preciosa; pero me niego a aceptar lo que dices hasta que no hablemos con monseñor Louvel. Él fue el sacerdote con el que se confesó en el lecho de muerte.
– Eso fue lo primero que pensé; pero luego me acordé del voto de confidencialidad de los sacerdotes. Él nunca traicionaría a tu pa… a Henri.
– ¡Por supuesto que hablará con nosotros! -exclamó colérico-. Cuando sepa como nos afecta la confesión que te hizo, se verá obligado a contar todo lo que sabe. Le recordaré que su deber es velar por los vivos y no por los muertos.
Deslizó las manos inconscientemente hasta los hombros de Tracey y la apretó con tanta fuerza que ésta puso una mueca de dolor.
– No quiero esperar a mañana para hablar con él -prosiguió Julien impaciente-. Iremos a la iglesia ahora mismo.
Cuando estaba de ese humor, de nada servía llevarle la contraria o intentar persuadirlo para que llamara primero, no fuera a estar el sacerdote ocupado.
– Puede que los niños…
– A los niños no les pasará nada -la interrumpió Julien con incuestionable autoridad-. Solange vela por ellos como si fueran sus propios hijos. Nunca permitiría que les pasara nada.
Tracey asintió con la cabeza. Se habría levantado de la cama de no ser porque Julien seguía sujetándola con las manos. Sus caras estaban a muy pocos centímetros; sus labios, a un suspiro de distancia. Sabía que él deseaba hacerle el amor hasta el fin de sus días y por Dios que ella lo amaba con la misma fogosidad. Nada había cambiado en ese sentido. Ni cambiaría jamás.
Pero estaban obligados a compartir el fardo de su desgracia. Sus valores morales y religiosos les impedían pasar por alto la confesión de Henri.
Julien sintió un nuevo escalofrío al separarse de su querida mujer. Se mesó el pelo con las manos por no agarrar a Tracey y regresar con ella a la cama.
Tracey prefirió esquivar su mirada y salió escapada de la habitación. Sin embargo, Julien la rodeó por la cintura mientras bajaban las escaleras. Estuvo a punto de perder el sentido al sentir el amparo del potente brazo de su marido.
– Dime que nada de esto es verdad, amor mío -imploró Julien con lágrimas en los ojos-. Dime que esta noche volveremos a casa y podremos hacer el amor como en Tahití.
– Julien -dijo Tracey atormentada por el dolor de su marido-, nunca amaré a ningún otro hombre en toda mi vida. Si no fuera por los niños, no estoy segura de si podría seguir viviendo.
– No digas eso nunca, amor mío -tronó la voz de Julien-. Tengo que creer que se trata de una equivocación. Es posible que no entendieras lo que mi padre te dijo. Apenas estaba en sus cabales los últimos días de su vida. El cura lo aclarará todo y terminará con esta tortura. Vamos -la animó mientras la guiaba escalera abajo.
«No te dejes cegar por tus esperanzas, cariño», pensó Tracey, que, sin embargo, sabía que Julien no se rendiría hasta el último segundo. Julien era un luchador. Si, por alguna remota circunstancia, no había interpretado bien las palabras de Henri, Julien no pararía hasta averiguar la verdad.
Se despidieron brevemente de Solange y fueron hacia el Ferrari por la puerta trasera de la residencia.
Se había hecho de noche. Puso las luces largas y se encaminó a la carretera principal. Estaba demasiado nervioso como para conducir; tanto que a punto estuvo de estrellarse contra el Mercedes de Rose, que regresaba en esos momentos del aeropuerto.
Bajó la ventanilla para disculparse y siguió adelante sin esperar respuesta por parte de la tía de Tracey.
Tracey sintió lástima por Rose, que se habría quedado alarmada al ver la velocidad a la que se había marchado Julien. Además, seguro que se estaría preguntando qué hacía ella en el coche, cuando se suponía que estaba cuidando a Valentine.
Julien estaba tan aturullado que fue incapaz de articular una palabra durante el viaje. Cuando llegaron a la catedral, Tracey ya no podía soportar aquel estado de ansiedad. El convencimiento que su marido tenía de que se trataba de un error había empezado a hacerla dudar.
Empezó a rezar porque Julien estuviera en lo cierto, porque la verdad del cura los liberara de su prisión y les permitiera seguir viviendo como marido y mujer.
– Lo lamento, señor Chapelle -dijo un encargado de la iglesia-. Monseñor Louvel se encuentra en Neuchátel. Si al final decide pasar allí la noche, llamará por teléfono. Lo más que puedo hacer es decirle que ha venido a verlo y que se encuentra ansioso por hablar con él.
La frustración de Julien era inmensa. Apretó la mano de Tracey hasta estrujarla, pero ésta no gritó. De hecho, agradeció aquel dolor físico, mucho más llevadero que el que mortificaba su alma.
Las llantas del coche chirriaron sobre la acera cuando Julien arrancó como llevado por el diablo.
– Julien -se atrevió a decir Tracey-, creo que, después de asegurarme de que los niños están bien, lo mejor que puedo hacer es registrarme en un hotel para pasar la noche.
– Tú no vas a ninguna parte -sentenció-. Dejando de lado lo que el cura tenga que decir, nos haremos la prueba de paternidad para comprobar si la sangre que corre por nuestras venas es o no la misma. Pero hasta que no tenga la certeza absoluta de que hemos nacido del mismo padre, compartirás mi cama.
– No puedo hacer eso, Julien -protestó-. Tú no estabas allí para escuchar a tu padre.
– ¡Exacto! -exclamó hecho un basilisco-. Cada vez me resulta más inconcebible que guardara ese maldito secreto hasta el último segundo y que, al final, sólo te lo dijera a ti. No comprendo como es posible que tus padres nunca hicieran la más mínima alusión a aquella aventura.
Tracey escuchaba con atención aquellas palabras que tantas veces se había repetido ella misma, intentando agarrarse a una última esperanza.
– Mi padre era un hombre frío y no solía expresar sus sentimientos -prosiguió Julien-. Pero nunca imaginé que pudiera ser cruel intencionadamente. La noche en que casi me pegué con Jacques, le conté a mi padre lo que sentía por ti y le comuniqué mi intención de casarme contigo. Ese día tuvo la ocasión de decirme la verdad. Pero no dijo nada.