– ¡Oh, Julien…! -exclamó Tracey, que empezaba a ilusionarse un poco. Tal vez Henri ya hubiera perdido el juicio cuando realizó aquella confesión.
– Supongo que es posible que le fuera infiel a mi madre -comentó Julien alterado-. Estuvo muchos años enferma, aunque siempre tuve la impresión de que era feliz en su matrimonio. Nunca hizo mención a ninguna posible aventura de mi padre con otras mujeres; mucho menos, con tu madre. No, estoy convencido de que tantos sedantes le hicieron perder el juicio; seguro que no tenía ni idea de lo que estaba diciendo.
– ¡Eso es lo que quieres creer! -exclamó Tracey. Estaba preparada para lo peor y no quería esperanzarse para sufrir luego un mazazo del que jamás podría recuperarse.
– ¿Y no es eso lo que tú quieres, vida mía?
– Nada me haría más feliz -respondió sin atreverse a mirarlo a la cara.
– Entonces no hay nada que discutir. Dios. Es un milagro que sigas viva y te encuentres bien. Esta noche vamos a celebrar tu regreso a la vida, a mí. ¿Puedes imaginar lo mucho que necesito tenerte entre mis brazos, sentirte a mi lado toda la noche?
Llegaron a la carreterita privada de la residencia y, sin poder controlarse más, echó el coche a un lado y paró el motor.
– Tracey, no puedo esperar más -dijo con voz temblorosa. Tracey tampoco podía seguir reprimiendo sus impulsos, así que se abandonó a los brazos de Julien y se dejó besar por la única persona a la que jamás amaría.
Perdida la noción del tiempo, Tracey buscó las manos y la boca de su marido, preludiando la intimidad que compartirían en cuanto llegaran a su casa. Pero estaban tan enardecidos que ninguno podía separarse para salir del coche. Llevaban un año sin probar el dulce sabor del amor y querían seguir bebiendo del néctar de sus labios.
Sólo se despegaron cuando los faros de otro coche iluminaron el Ferrari. Julien maldijo a la persona que había roto aquel momento de intimidad.
Tracey tomó aliento y pudo ver una limusina negra con una cruz religiosa pintada en cada lateral.
– ¡Caramba! -exclamó Julien sorprendido-. ¡Si es monseñor Louvel!
Julien bajó del coche y ambos hombres mantuvieron una breve conversación. Antes de que Tracey pudiera reaccionar, Julien había vuelto a ella.
– Vamos a seguirlo a la rectoría -informó Julien dirigiéndose a su mujer-. Dadas las circunstancias, es mejor que nadie de la residencia se entere de esta conversación.
– Cierto. ¿Le… le has dicho de qué queremos hablar con él?
– No.
Tuvo que darse por satisfecha con aquel monosílabo, pues Julien no parecía dispuesto a hablar más.
Por suerte, aunque el viaje fue breve, Tracey tuvo tiempo para peinarse y ponerse algo de maquillaje. Pero nada de eso podía rebajar el éxtasis que había sentido antes de la llegada del sacerdote.
Después de llegar a la iglesia, entraron en una especie de salón. Tracey estaba aterrorizada por lo que monseñor Louvel pudiera decir. Se sintió culpable por haber sucumbido a sus instintos, aunque sólo hubiera sido un fugaz escarceo. Julien le dijo con la mirada que dejara de torturarse; que no tenían nada que temer.
Monseñor les preguntó cual era el motivo de su visita y Julien abordó la cuestión sin rodeos. Luego le pidió a Tracey que le contara al cura exactamente lo que Henri le había dicho en su lecho de muerte.
– ¿Le hizo Henri la misma confesión, Padre? -preguntó Julien cuando Tracey hubo terminado de hablar-. Estamos viviendo un auténtico infierno. El resto de nuestras vidas está en sus manos.
– Lamento vuestro padecimiento -respondió el cura mirándolos fijamente, con las manos apoyadas sobra las rodillas-. Y ruego a Dios que se apiade de vosotros. Pero no puedo desvelar el contenido de ninguna confesión.
– ¿Ni siquiera por algo tan sagrado como nuestro matrimonio? -exclamó Julien angustiado.
– Es verdad que es sagrado. Y por eso, voy a deciros algo. Pero tened cuidado, no vayáis a malinterpretar mis palabras -hizo una pausa y miró a Tracey con gran compasión-. Una vez, hace años, una mujer muy parecida a ti vino a la iglesia a rezar. Parecía muy triste. Cuando le pregunté si podía ayudarla, respondió que no era católica y que, si no me importaba, quería estar un rato rezando porque necesitaba desesperadamente aliviar su conciencia. Le pregunté si quería hablar con alguien y dijo que no serviría de nada en tanto no la perdonara su marido. Luego se marchó. No volví a verla hasta que, años más tarde, apareció en misa acompañando a la familia Chapelle el día de la primera comunión de Angelique… Eso es todo lo que sé -finalizó. Luego hizo la señal de la cruz y los dejó a solas para que hablaran.
Después de un mortificante silencio, Tracey se levantó, traumatizada por las palabras del sacerdote. No necesitaba mirar a Julien para saber que también a él se le habría helado la sangre. Lo que monseñor acababa de contar no hacía sino ratificar la confesión de Henri.
Todo empezó a darle vueltas y, por suerte, Julien llegó a tiempo para sujetarla antes de que se desvaneciera. La rodeó con un brazo por la cintura y la guió hasta el coche. Antes de cerrar la puerta del copiloto, la agarró por la barbilla y la obligó a que lo mirara.
– Recuerda lo que nos ha dicho el cura; nos advirtió que no malinterpretáramos sus palabras.
– ¡Basta, Julien! -gritó angustiada-. No podemos cambiar el pasado.
– Cierto. Pero creo que, de alguna manera, estaba intentando ayudarnos sin romper sus votos.
– Dices eso porque te niegas a aceptar la verdad. A mí me pasaba lo mismo al principio. Pero al final no me ha quedado más remedio que resignarme.
– Tú nunca te has resignado, amor mío. Si no, no me habrías dejado que te besara esta noche.
– Nos equivocamos. ¡Ojalá no nos hubiéramos besado!
– No hablas en serio y lo sabes.
– Por favor, vamos a casa. Valentine está enferma -rogó con lágrimas en los ojos.
Julien la soltó y fue al asiento del conductor. Por segunda vez aquella noche, arrancó el Ferrari frenéticamente en dirección a la residencia.
– Mañana pediremos cita para que nos hagan las pruebas de paternidad.
– Es inútil, Julien.
– Eso fue lo que los médicos de San Francisco me dijeron cuando les anuncié que te iba a llevar a un hospital de Lausana especializado en traumatismos craneales.
– No lo sabía -respondió conmovida por su indómita voluntad-. Te has portado tan bien conmigo…
– ¿Acaso no habrías hecho tú todo lo posible por sacarme del coma si hubiera sido yo quien hubiese tenido el accidente? -le preguntó mientras le acariciaba el muslo con dulzura.
– Sabes de sobra la respuesta.
– Entonces no hay más que hablar.
– Eso espero.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Que me mudaré a un apartamento hasta que nos hagamos las pruebas.
– No es necesario: te juro que no te tocaré.
– Eso mismo me prometí yo cuando convine en pasar este mes contigo. Pero esta noche he roto mi promesa y podría pasar otra vez, sólo que, en esta ocasión, ya sabríamos casi con absoluta certeza que somos hermanos. Sólo de pensarlo me entran escalofríos, Julien. Por favor, no me hagas sentir más despreciable de lo que ya me siento.
Siguieron en silencio hasta llegar a casa. Tracey intentó salir del coche cuando Julien apagó el motor, pero el seguro de su puerta estaba echado.
– ¿Me estás diciendo que te irás de casa si las pruebas demuestran que somos hermanos?
– Julien, tendremos que divorciarnos. ¡No quedará otra solución! Encontraré algún sitio en Chamblandes. Sólo estaremos a dos minutos de distancia. Podremos educar a nuestros hijos juntos; así nos verán a los dos todos los días. Yo los cuidaré mientras estés trabajando y tú podrás venir a buscarlos cuando quieras. Con el tiempo, conocerás a otras mujeres y…