– ¡Por Dios! ¡No puedo creer lo que estoy oyendo!
– Porque todavía no has asimilado esta terrible desgracia. Necesitas dormir.
– Después de hoy, jamás podré dormir.
– No… -le rogó atormentada.
– Te lo advierto, Tracey: pienses lo que pienses, no me he pasado un año de mi vida luchando por recuperarte para dejarte marchar de nuevo.
– Seremos amigos, Julien.
– ¡Amigos! -exclamó con una espantosa risa sarcástica.
– Sí, cariño. Por nuestros hijos. Dicen que el tiempo lo cura todo. Tal vez algún día quieras volver a casarte.
– Si eres capaz de decirme eso, es que nunca has llegado a conocerme -la acusó.
– Yo pude ir haciéndome a la idea antes de que me atropellaran.
– Y fuiste a buscar a otro hombre, quieres decir. ¿Por eso quieres divorciarte de mí a toda costa?, ¿porque hay otro hombre esperando, calentándote la cama?
Tracey nunca había visto a Julien tan fuera de sí.
Había temido que reaccionara mal, pero nunca había imaginado que fuera a desquiciarse tanto.
– Los niños son mi única prioridad -respondió con calma-. Sólo quiero, sólo necesito, que me ayudes a sacarlos adelante.
Tracey levantó el seguro del coche y fue corriendo hacia la residencia. La expresión de Julien a la luz de luna la aterrorizaba.
¡Qué cruel ironía! Estaban condenados desde su nacimiento a privarse de su mutuo amor, lo único que deseaban en la vida.
Capítulo 10
– ¿Tracey? Creo que he encontrado el papel que andamos buscando. Ven al salón a ver si te gusta -dijo Rose refiriéndose al papel para empapelar su nueva casa.
– En seguida, tía. Ahora vamos -dijo Tracey después de dar un beso a Jules en la tripa. Antes tenía que limpiar al niño, ponerle un pañal limpio y cambiarle de ropa.
Por fin, los tres bebés estaban listos para que su padre se los llevara para pasar el fin de semana. Desde aquella terrible noche tres semanas atrás, en la que el sacerdote había confirmado lo que tanto habían temido, Tracey había estado viviendo en una especie de limbo nebuloso. Julien le dejaba a los niños durante el día y luego los recogía a la salida del trabajo.
Habían decidido turnárselos dos fines de semana al mes. Tracey tenía miedo de quedarse a solas en su nuevo apartamento cuando los niños se iban con su padre. Sobrevivir de viernes a lunes sin sus hijos se había convertido en el mayor logro de su vida.
Rose sabía lo mal que lo estaba pasando y había decidido acompañarla para que no estuviera sola esa noche. Ella era quien le había recomendado redecorar el piso de tres habitaciones que Julien le había encontrado. Tracey tenía que imprimir su huella personal en él para que se sintiera más en casa.
Sólo estaba a tres minutos de la residencia de Julien, pero era suficiente para sentirse segura y evitar caer en tentaciones imperdonables. Tracey no estaba muy convencida de que hiciera falta empapelar las habitaciones, pero agradecía los esfuerzos de Rose por intentar mantenerla entretenida.
Todavía no se sabía nada de los resultados de las pruebas de paternidad. El médico le había dicho que todavía pasarían un par de semanas antes de tener los resultados. Tracey prefería no pensar en ellos, pues no harían sino confirmar lo que ya sabían.
Por mucho que les hubiera dolido, Tracey se alegraba de que Julien no hubiera insistido en que siguieran juntos en la residencia. Como habían decidido repartirse el cuidado de los niños, éstos acabarían sintiéndose en su casa estuvieran con su madre o con su padre.
Ninguno de los dos quería que nadie de la familia, ni siquiera Rose, se enterara del motivo que les había llevado a separarse. Ya habían sufrido ellos demasiado: una palabra de más podría herir los sentimientos de muchas personas innecesariamente.
Cuando Tracey y Julien estaban juntos, sólo hablaban de los niños. Nunca comentaban qué hacían cuando estaban a solas con los bebés o como llenaban las horas vacías del día.
Tracey no se atrevía siquiera a mirar a Julien a los ojos. Si un desconocido los viera, probablemente pensaría que sólo eran dos personas que se trataban con educación y respeto.
No podía soportar lo ausente que Julien se mostraba. Se había convertido en la sombra inanimada del hombre vital que solía ser. Sólo al hablar de los niños parecía reaccionar y le recordaba un poco al hombre al que tanto amaba.
No quería ni pensar qué sería de sus vidas si no estuvieran unidos por sus preciosos bebés, que cada vez estaban más grandes y se estaban transformando en pequeñas personitas con personalidades diferentes.
Julien no tardaría en llegar. Estaría ansioso por jugar con ellos. Tracey soñaba con participar de aquellos juegos como si fueran una familia unida; pero luego, cuando se sorprendía deseando lo imposible, se entristecía y hacía todo lo posible por centrar su atención en alguna actividad. Pero era inúticlass="underline" estaba perdidamente enamorada de Julien.
– ¿Quién era? -preguntó Tracey mientras se acercaba al salón con Jules en brazos. Había oído el teléfono y sabía que Rose había contestado.
– Julien -respondió-. Dice que se va a retrasar.
Tracey sintió una mezcla de alivio y tristeza. Por un lado, podría estar con sus hijitos un rato más; por otro, ansiaba la llegada de Julien, por breves que fueran sus visitas.
– ¿Te ha dicho por qué?
– Creo que una cena de negocios.
– ¿En la residencia?
– No, en casa de los D'Ouchy.
– Ya veo -dijo Tracey con tono de fingida indiferencia. Si Julien salía por la noche a alguna reunión, se reuniría con hombres, pero también con mujeres.
Nunca se había considerado celosa, pero eso era antes de que Julien fuera un horizonte prohibido. A partir de entonces, cualquier mujer podría intentar seducirlo y tal vez él…
– ¿Cariño? -la llamó Rose al ver la expresión de dolor de Tracey-. ¿Te pasa algo?
– No, nada -le aseguró-. Estaba pensando que los niños van a tener calor con esos jerséis. Se los voy a quitar hasta que venga Julien.
Después de quitarles a cada uno sus respectivas prendas, puso a los tres niños en el parquecito y se arrodilló para jugar con ellos.
Las risas de los niños eran tan contagiosas que Rose tuvo que secarse unas lágrimas que empezaban a caerle por las mejillas.
– Tracey, eres una madre maravillosa. Tus hijos te adoran.
– Eso espero, porque son lo único que me importa en esta vida.
– ¿Por qué no incluyes a Julien en esa afirmación? -preguntó con seriedad.
La mera mención de su nombre apagó la alegría de los juegos con los niños.
– Ya hemos hablado de eso muchas veces, Rose. ¿Por qué no dejas ese tema tranquilo? Por cierto, ¿sabes algo de Isabelle?
– No, no he vuelto a tener noticias suyas desde que se marchó. Julien le sugirió que acudiera a un consejero matrimonial y creo que ha convencido a Bruce para hacerlo. Es un paso adelante. Si sigue así, tal vez llegue a sacar a flote su matrimonio y a ser tan buena madre como tú.
– Pues yo creo que se las arreglaba bien con Alex; sobre todo, teniendo en cuenta que está embarazada de cuatro meses -la defendió Tracey.
– Pero no le salía espontáneamente. Se fijaba en ti y luego te imitaba.
– ¿De verdad hablas en serio?
– Totalmente. Trata a Alex como si fuera un juguete caro que tiene que manejar con cuidado. Lo levanta y lo pone en el suelo, pero no juega con él como tú con tus hijos. Tu padre jugaba contigo mucho. Seguramente lo hayas heredado de él.
– ¿Papá?
– Claro que sí. Nada más llegar del trabajo iba directo hacia ti. Luego os poníais a jugar en el suelo hasta que tu madre lo llamaba para cenar.
– ¿Y no jugaba con Isabelle?
– Me temo que de Isa se ocupaba más tu madre.
– Pero eso es horrible, los padres nunca deberían hacer ese tipo de distinciones. Todos los niños deberían recibir todo el afecto de su padre y de su madre.