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– ¿Lo ves, cariño? Tú sí que tienes auténticos instintos maternales; pero hay padres que no son tan afortunados -comentó Rose, que, de repente, pareció entristecer-. Y, a veces, las circunstancias cambian el proceder natural de las personas.

Lo había expresado en un tono tan grave que Tracey se dio cuenta de que su tía intentaba decirle algo. ¿Acaso sabía Rose la verdad?

– No estás hablando en general, ¿verdad? -preguntó Tracey.

– No. Estoy hablando de tus padres, porque ellos no están aquí para defenderse y tengo la impresión de que has malinterpretado lo que acabo de decir sobre vuestra infancia.

– ¿Te refieres a lo de las preferencias de mis padres por Isabelle y por mí?

– Exacto.

Tracey sintió un sudor frío al pensar en aquel hombre que tanto se había esforzado por querer a una hija que no era suya. Por otro lado, era lógico que su madre sintiera más cariño por Isabelle, nacida de una unión sin pecado.

– Sé a qué se debió -dijo Tracey impulsivamente.

– ¿Hace cuánto? -preguntó Rose estupefacta.

– Un año.

– ¿Quién te lo dijo?

– Mi padre.

– Pero aseguró que no lo contaría hasta después del matrimonio.

– Eso fue precisamente lo que hizo.

– Tracey, lo que dices no tiene sentido. El accidente de avión en el que tus padres se mataron sucedió mucho antes de que te casaras con Julien -dijo Rose, dejando a su sobrina confundida.

– ¡Eres tú la que habla sin sentido! Las dos sabemos que mi verdadero padre fue Henri Chapelle.

– ¡Oh, no, Tracey! ¡No! -exclamó Rose agitada-. ¿Cómo se te ha ocurrido algo así?

– Horas antes de que Henri muriera, estuve un rato charlando con él -explicó Tracey, que cada vez estaba más nerviosa-. Él me contó lo de la aventura que había tenido con mi madre. Decidieron que el futuro bebé se educara junto a papá para que nadie descubriera nunca la verdad. Henri me rogó que no se lo contara a Julien, porque sabía que lo destrozaría. Entonces empezó a llorar, acarició mi mano y me dijo que me quería como a una hija. Creo que le oí decir algo así como que lo perdonara; pero no lo recuerdo con claridad. Estaba hecha un manojo de nervios cuando me despedí de él.

– ¡No! -gritó Rose-. ¡Tú pensabas que ese bebe eras tú! ¡Por eso huiste y querías acabar con vuestro matrimonio! ¡No! ¿Es que no sabes que el bebé al que se refería era Isabelle?

– ¿Isabelle? -preguntó pálida.

– Sí, Tracey. Henri es el padre de Isabelle, pero no el tuyo. Si lo piensas, tu hermana tiene sus ojos y su complexión física. Me sorprende que nunca hayas reparado en ello. Tu hermana fue concebida en una época en la que tus padres estaban distanciados.

– ¿Qué? -Tracey no comprendía nada.

– Poco después de casarse, tu madre tuvo un aborto. A tu padre le afectó tanto que no quería volver a intentarlo para evitar que la historia se repitiese. Tu madre, en cambio, lo interpretó como una señal de que ya no la amaba -empezó Rose a narrar-. En uno de sus viajes a Lausana, intimó con Henri, cuyo matrimonio con Celeste pasaba a su vez por dificultades… Tu madre me dijo que sólo estuvieron juntos una vez. Pero fue suficiente para quedar embarazada de Isabelle.

– ¡No es posible! -exclamó Tracey.

– Fue muy triste. Tu madre se sinceró con tu padre y éste la perdonó porque era consciente de que no había estado a su lado cuando ella lo había necesitado. Pero insistió en educar a Isabelle bajo su techo para evitar escándalos. Convino en que se lo dirían algún día, después de que se casara. Luego, aunque lo intentó, nunca logró quererla como a ti.

– ¿Lo sabía Celeste?

– Sí, y en parte se sentía culpable, pues ella había sido la que había ido expulsando a Henri de su vida. Nada de esto habría ocurrido si no hubiera dejado de quererlo.

– ¡Qué horrible para todos!

– Sí -respondió Rose pensativa-. Por eso tu padre te dedicaba a ti la mayor parte de su tiempo y, para compensar, tu madre atendía a Isabelle. Luego, el día en que Jacques intentó propasarse contigo, tu padre se enojó tanto que decidió no volver a Lausana de vacaciones. Sólo dejó que Isabelle fuera unas semanas al año porque sentía pena por Henri.

– ¡Así que fue por eso! Ahora lo entiendo. ¿Isabelle sabe la verdad?

– No, todavía no. Algún día se lo contaré todo, cuando lo considere adecuado.

– Pero entonces no entiendo la confesión de Henri.

– Supondría que tus padres ya te habrían contado lo de Isabelle. Henri te pediría perdón porque sabía lo mucho que amabas a Julien y que, por su culpa, tuviste que dejar de reunirte con él a pasar las vacaciones. Tendría miedo de que le echaras la culpa de vuestra separación.

– ¡Tía! -exclamó temblorosa-. Me acabas de hacer la mujer más feliz del mundo. Según eso, ¡Julien y yo no somos familia! -exclamó emocionada mientras abrazaba a los niños. Tracey no sabía si romper a reír o a llorar.

«Mis niños no tendrán problemas. Podrán vivir normalmente. Mis niños. Julien…», pensó Tracey, que no cabía en sí de gozo.

– Bueno, sí sois familia -sonrió Rose-. Que yo sepa, estáis casados, ¿no? De verdad, Tracey, nunca en mi vida he visto a un hombre más enamorado de su mujer que Julien.

– ¡Tengo que ir a verlo! -exclamó eufórica-. Tengo que verlo en seguida. Tengo que contárselo. Tía…

– ¿Qué te parece si me ocupo yo de los niños este fin de semana? -se anticipó Rose-. Ponte ese precioso vestido violeta que te regaló porque le gustaba como combinaba con el color de tu pelo. Y venga, vete: ya ha sufrido demasiado como para hacerle esperar un sólo segundo más… Tracey, no sabes como me gustaría ver lo contento que se pondrá cuando le aclares este terrible malentendido y termines con su tortura.

Tracey se duchó y se cambió de ropa en un tiempo récord, mientras Rose llamaba a la residencia de los D'Ouchy para asegurarse de que Julien seguía allí.

Se puso unos pendientes elegantes, unos tacones y se dispuso a salir al encuentro de su marido. Después de darles un beso a sus bebés y un gran abrazo a su tía, fue corriendo hacia un taxi que Rose había llamado y que ya estaba esperándola.

Estaba tan nerviosa que no podía conducir. Le dio al taxista la dirección a la que debía dirigirse y le pidió, por favor, que fuera lo más rápido posible.

Al llegar, preguntó a un sirviente por Julien Chapelle. Estaba sofocada y radiante de felicidad. Sin prestar atención a las cabezas que se giraban para mirarla, fue con decisión hacia el salón principal.

Se sentía como si tuviera de nuevo diecisiete años, locamente enamorada del apuesto hombre que estaba viendo sentado frente a ella en una de las mesas del salón.

Julien estaba maravilloso con cualquier cosa, pero su presencia resultaba más irresistible si cabe cuando iba de traje. Incluso con diecisiete años se había sentido fuertemente atraída hacia él; seis años más tarde, no había desaparecido aquella química apasionada. Nunca desaparecería.

Se detuvo un momento para saborear la feliz antesala del reencuentro. Después de doce meses de dolor, los dos podrían saciar su apetito sin sentirse culpables por ello. Eran totalmente libres para amarse sin barreras.

Julien no la había visto aún. Paul Loti, el interventor de la residencia de los Chapelle, acaparaba la atención de su marido. Los dos estaban hablando de algo que parecía sumamente importante, a juzgar por lo concentrados que estaban. Tracey dio unos pasos hacia Julien.

De pronto, el salón se fue quedando en silencio. Todos los empleados de Julien y las mujeres de éstos la reconocieron y la saludaron con amabilidad. Julien debió de notar que algo estaba sucediendo, pues levantó la cabeza y se dio media vuelta.

Nada más verla se puso de pie con tanta decisión que estuvo a punto de tirar su silla al suelo, lo cual no podría haberle importado menos a Julien, que avanzaba en dirección a su mujer.