Tracey notó que estaba sorprendido, contento y alarmado al mismo tiempo. Desde que despertó del coma, nunca había tenido la iniciativa de ir a buscarlo.
Cuando estaban a pocos metros de distancia, intuyó cierto miedo: después de haberse mostrado tan firme respecto a la separación, debió de temer que algo grave le habría pasado a alguno de los niños para que ella se presentase allí de repente.
Con todo, más allá de su sorpresa y de su ansiedad, tenía aspecto de incredulidad. Tracey sabía que él estaba viendo a la mujer de antes, a su esposa, a la amada que se había entregado a él en cuerpo y alma durante la luna de miel en Tahití.
– Tracey… -pronunció su nombre con cuidado, como temeroso de romper la magia y la incertidumbre del momento.
Por primera vez desde que lo conocía, parecía inseguro. El temor a que aquello sólo fuera un sueño maravilloso del que acabaría despertando parecía restarle parte de su carácter decidido.
Tracey no podía seguir resistiendo, así que se acercó a él alegre y resuelta. Julien entendió en ese gesto que por fin habían terminado los días de sufrimiento. Las palabras y las explicaciones llegarían más adelante.
De pronto, las facciones de su cara se relajaron. El dolor y la rabia que Julien había acumulado desaparecieron y, a cambio, renació el brillo de sus ojos negros.
Tracey sonrió con toda su alma y los ojos se le iluminaron en una llamarada de fuego verde. Ambos se miraron para disfrutar de esos segundos inolvidables que prometían una vida de futura felicidad.
Entonces, con la confianza de una mujer que se sabe amada, consciente de que ella y sólo ella tenía el derecho y el privilegio de reclamar a ese maravilloso hombre como su marido, se dio la vuelta y se dirigió a los allí presentes.
– Queridos amigos, os ruego que me perdonéis, pero tengo que hablar con mi marido en privado -empezó a hablar-. A mí se debe que haya estado tan tenso y preocupado este último año. Sé que habéis sido muy comprensivos y pacientes con él y os agradezco que lo hayáis ayudado a superar los malos momentos… A cambio, quiero prometeros que, de ahora en adelante, todo será diferente. Si nos dais unos pocos días para que disfrutemos de una segunda luna de miel, cuando vuelva, os encontraréis con un hombre completamente nuevo.
Al principio sólo se escuchó un enorme silencio, pero Paul empezó a aplaudir y, poco a poco, todas las personas que llenaban el salón estaban de pie aplaudiendo también.
– Quien dice unos días -corrigió Julien con picardía-, dice unas semanas, ¿de acuerdo? -Julien agarró a Tracey por la mano y la guió hacia la salida. Todos los allí presentes sonrieron con complicidad y se alegraron de que, sin duda, Julien no pensaría en ese tiempo en nada relacionado con asuntos de negocios.
Tracey suponía que Julien se dirigía hacia el aparcamiento y por eso no entendió que se parara en el recibidor de la residencia, que en verdad era también un lujoso hotel.
– Queríamos una habitación, por favor. A ser posible, la suite nupcial.
– Por supuesto, señor Chapelle. ¡Enhorabuena! -los felicitó el recepcionista.
– Sólo estamos a unos pocos minutos de casa -susurró Tracey al oído de su marido-. No hace falta que…
– Ya lo creo que hace falta -la interrumpió. Luego besó sus seductores labios-. Llevo tantos meses esperando este momento que no soy capaz de esperar un sólo segundo más. ¿Me entiendes, amor mío?
– Su ascensor es el que está justo a su derecha -indicó el recepcionista para que no perdieran más tiempo-. ¿Necesita algo, señor Chapelle?
– Solamente a mi mujer -bromeó Julien, que seguía abrazándola conmovido. Atravesaron el pasillo hasta llegar a su ascensor privado y, una vez dentro, nada más se cerraron las puertas de éste, Julien empezó a cubrir de besos el pelo, los ojos, la nariz, las mejillas y el cuello de Tracey, su legítima y adorable mujer-. Es como si estuviera soñando. Dime, preciosa, ¿te llamó el doctor dándote los resultados de las pruebas?
– No. Me he enterado por una fuente infalible.
– ¿Quieres decir que monseñor Louvel acabó diciéndote lo que mi padre le confesó? -preguntó entre beso y beso.
– No, cariño. Tía Rose: ella me confirmó que tu padre y mi madre tuvieron una aventura. Pero es Isabelle la que es tu hermana.
– ¿Isabelle? -preguntó mientras se abrían las puertas del ascensor.
– Sí, cariño. Ahora que sé la verdad, entiendo por que siempre has sido capaz de ayudar a Isabelle cuando nadie podía.
Julien estaba aturdido. Entraron lentamente en la suite y se sentó en un sofá con Tracey sobre las piernas. Se abrazaron como antaño, escondiendo Julián la cabeza en el cabello de su querida mujer. Era como ver la luz después de años y años de oscuridad y confusión.
– Monseñor Louvel nos advirtió que podía haber otra explicación -recordó Julien.
– Sí -afirmó Tracey con lágrimas en los ojos-. Tenías razón. A su manera, intentó darnos esperanzas.
– Cuéntamelo todo, amor mío. No te saltes ningún detalle -le pidió mientras la estrechaba con fuerza contra el pecho.
Tracey no necesitó que insistiera. Deseaba compartir el secreto de sus padres, así que no tuvo ningún problema en relatarle las tristes circunstancias del embarazo de Isabelle.
– Cuando pienso en lo duro que he sido con Jacques… -murmuró Julien en tono atormentado, que de pronto sintió un gran deseó de recuperar el afecto de su hermano.
– No más que yo con tu padre. Antes de que tía Rose dijera nada, siempre tuve la sensación de que yo no le gustaba. Me dolió muchísimo que sólo permitiera a Isabelle visitaros en Lausana.
– Ninguno de nosotros sabíamos que tu padre era el único responsable -dijo Julien acariciándole el pelo-. Siempre pareció distante conmigo. Por eso nunca me atrevía a entablar relaciones sexuales contigo.
– ¿Me estás diciendo que no querías besarme para no disgustar a mi padre? -preguntó divertida.
– Eso es, pequeña. Quería casarme contigo y me negaba a hacer nada que pudiera poner en peligro mis planes. Cuando me preguntó por qué iba a recogerte todos los días a la salida del instituto y por qué te contraté en mi empresa, le dije que era para protegerte de Jacques, lo que era verdad, aunque no toda la verdad. Le di mi palabra de que podía confiar en mí y de que te trataría como a una hermana.
– Julien…
– ¿Te sorprende? No creo que ningún hombre haya tenido nunca que aguantar tanto.
– Cariño, cuando pienso en como me entregué a ti…
– Lo recuerdo -le besó el cuello-. Eras inocente y yo te adoraba. Y a medida que tu amor crecía y tus ojos verdes me miraban y me hacían comprender que sólo por verlos merecía la pena vivir, juré que tendría paciencia hasta que tu padre me concediera tu mano. Por desgracia, murió antes de que pudiera hablar con él; pero ahora que sé la verdad, no sé si, siendo yo hijo de Henri, me habría dado su bendición.
– Sí lo habría hecho -replicó Tracey-. Él era consciente de que eras, de que eres, mi razón de ser. Sabía lo maravilloso que eras; si no, no te habría dejado que me cuidaras. Papá y yo estábamos muy unidos. Sé que nunca habría supuesto un obstáculo a mi felicidad.
– Supongo que tendrás razón -la abrazó con más fuerza-, aunque imagino que le costaría fiarse de mí, después de que mi padre lo traicionara. Esa noche de debilidad debió de martirizar a mi padre durante el resto de su vida.
– Seguro que a mi madre también. Pero todo eso ya se ha acabado.
– No del todo. Isabelle aún no lo sabe.
– Rose se lo contará cuando lo considere oportuno. Creo que ella es la indicada para decírselo. Ella estaba muy unida a mi madre y conseguirá que comprenda y acepte la verdad -Tracey paseó un dedo por los labios de Julien-. Cuando descubra que eres su hermano, te querrá todavía más. Siempre has sido su favorito.