– El doctor Simoness estará de servicio mañana por la mañana. Cuéntale como te sientes cuando venga a visitarte.
– ¡No puedo esperar hasta mañana! ¿Se… se ha ido ya la doctora Louise?
– No lo sé.
– ¿Te importa comprobarlo, por favor? Dile que necesito hablar con ella otra vez -dijo Tracey desesperada.
– Gerard me ha dicho que nunca te había visto tan nerviosa -dijo la doctora Louise unos minutos más tarde, después de entrar en la habitación de Tracey-. Y las dos sabemos a qué se debe, ¿verdad?
– Louise, tengo que salir de aquí, de Suiza. ¿Qué puedo hacer?
– Yo sé lo que haría en tu caso.
– ¿El qué?
– Ser fuerte.
– ¿Fuerte?
– Ser suficientemente fuerte como para decirle a tu marido que ya no quieres vivir con él -afirmó Louise-. En realidad, está esperando a que se lo digas a la cara. ¿No me has dicho que era un hombre maravilloso?
– Sí, lo es.
– Entonces se merece una explicación. Tal como tú misma me has confesado, él nunca ha querido separarse de ti. Eres tú la que se marchó un buen día sin decirle adonde ibas. Y eres tú la que has tomado la iniciativa de divorciaros.
– Lo sé -dijo con un hilillo de voz, apesadumbrada por el daño que le estaba haciendo a Julien.
– Tengo la impresión de que Julien es tan maravilloso como me cuentas. Y creo que, si le hablas con sinceridad, no se opondrá a que abandones el hospital y acabará firmando los papeles del divorcio… aunque le pese. Está loco por ti. Y precisamente por eso, por ser su amor tan desinteresado, hará cualquier cosa porque seas feliz, y te podrás marchar sin que nadie descubra tu secreto.
– ¿Qué secreto? -preguntó Tracey extrañada.
– Tracey, llevo demasiado tiempo trabajando contigo como para darme cuenta de que me ocultas algo. Me parece perfecto. Todos tenemos derecho a tener nuestros secretos. Pero, sea como sea, recuerda que tienes que ser fuerte y hablar con Julien.
– ¿Te importa llamarlo y decirle que venga esta misma noche? -le pidió Tracey.
– No me importa. Pero si de veras estás dispuesta a dar este paso, deberías ser tú quien lo llamara. Si se encuentra con una mujer capaz de controlar sus sentimientos y de comportarse como una persona normal, le resultarás el doble de convincente -le aconsejó-. Tracey, te lo digo por tu bien.
– Lo sé. Y nunca podré agradecértelo lo suficiente -le dijo dándole un abrazo.
– Has luchado mucho por sobrevivir y ya no te queda casi nada para volver a tu casa. Rezaré por ti -le dio una palmada en la espalda-. Voy a decirle a Gerard que te traiga un teléfono a la habitación para que puedas hablar totalmente en privado.
– Gracias, Louise.
– Buena suerte.
Tracey iba a necesitar mucho más que buena suerte para enfrentarse con su marido. Después de que Gerard le trajera el teléfono, Tracey pasó varios minutos intentando reunir valor para descolgar el auricular.
Sabía bien que tenía que hablar con Julien para salir del hospital; así que, finalmente, empezó a marcar su número de teléfono, el cual se sabía todavía de memoria.
Solange descolgó. ¡La buena de Solange! Llevaba muchísimos años como asistenta de los Chapelle.
– ¡Tracey, cariño! -exclamó Solange al reconocerle la voz. Luego le dijo que Julien, después de dejar en casa a Rose, se había marchado disparado en el coche, y le preguntó si quería hablar con su tía.
Tracey no se sentía con ganas de hablar con ella en esos momentos y le dijo a Solange que volvería a llamar más tarde. Colgó y marcó el teléfono del trabajo de Julien. Solía ir allí cuando algo lo inquietaba. Eran las 22:45. De estar en la oficina, estaría solo.
– ¿Sí? -respondió una voz después de seis pitidos.
De pronto, Tracey no sabía qué decir, hasta que, después de tragar saliva, preguntó por Julien.
– ¿Eres tú, Tracey? -preguntó su marido.
– Sí. Soy yo.
– No imaginas cuanto tiempo llevo esperando este momento -dijo en un tono en el que se mezclaba el amor, la tensión y otros muchos sentimientos-. ¿De veras eres tú, preciosa mía? ¿No estoy alucinando?
– No, soy yo. De verdad. Siento haberme puesto enferma delante de ti esta tarde. Louise dice que, a veces, algunos recuerdos…
– ¿Quieres decir que…? -la interrumpió.
– Julien -dijo Tracey sin dejarle acabar la frase-. Tenemos que hablar.
– Voy en seguida.
– ¡No! -exclamó presa de un súbito pánico-. Esta noche no.
«No puedo verte esta noche. Pensaba que podía, pero no. Necesito descansar para estar preparada», pensó Tracey.
– Después de todos estos meses, todo el tiempo rezando por oírte decir mi nombre, deseando que no me hubieras olvidado… ¿me pides que siga esperando? -preguntó con tono de desesperación.
– Lo siento. Es que estoy muy cansada. Preferiría que vinieses mañana por la mañana.
– Imposible, he estado a tu lado durante meses, viéndote tumbada, esperando… Voy ahora mismo, pero te juro que no te despertaré si estás dormida. Sólo quiero estar contigo en tu habitación. ¿Es eso mucho pedir, amor mío?
«Sí, es mucho; pero, ¿cómo puedo negarme?», se preguntó Tracey.
– No, está bien -respondió finalmente.
– Hasta luego, pequeña.
Tracey colgó el auricular. Sabía que ya sí que no conseguiría dormirse; no mientras él estuviera observándola en su habitación. No podía estar segura de que Julien no fuera a intentar abrazarla y besarla; no, si estaba tan emocionado como parecía.
Le gustara o no, tendría que hacerle frente en breves instantes, así que tenía que vestirse para poder recibirlo en la sala de espera. Prefería verlo allí, para que Julien no gozara de la intimidad que desearía.
Se fue al baño inmediatamente para darse una ducha. No había tiempo que perder. A esas horas de la noche apenas habría tráfico. Julien no tardaría en llegar al hospital con su Ferrari.
Como a él siempre le había gustado que se dejara el cabello suelto, Tracey se lo recogió en un moño como el de su tía y se puso una blusa y una falda muy funcionales para que casi pareciera un encuentro de negocios.
Prescindió de colonias y maquillajes. Quería tener buen aspecto para que Julien se convenciera de que se encontraba bien; pero no deseaba estar atractiva.
– ¿Gerard? -preguntó cuando salió a la sala de espera.
– ¿Qué haces aquí a estas horas? -preguntó sorprendido.
– Estoy esperando a mi marido.
– ¿Te apetece una taza de té?
– Mejor cuando venga, ¿no te importa?
– Lo que tú quieras.
Tracey tomó asiento en una de las sillas y empezó a hojear una de las revistas que había en la mesa de enfrente, sin apenas ver las fotos ni las palabras de nerviosa que estaba.
Cada vez que oía una pisada en los pasillos de su planta, el corazón le daba un vuelco.
– ¿Preciosa? -la llamó finalmente su marido. Había llegado hasta ella con mucho sigilo y la había sorprendido.
Tracey sabía que tenía que mirarlo y, cuando lo hizo, notó algunos cambios en su aspecto: empezaba a tener arrugas en la frente, llevaba el pelo más largo y estaba más delgado, aunque, de algún modo, parecía más fuerte. Sea como fuere, resultaba más atractivo y perturbador que nunca.
Sabía que él estaba esperando a que se levantase para darle un fuerte abrazo, como solía hacer tiempo atrás. La presencia de Julien despertaba en Tracey tal amor y pasión que ésta no podía disimular sus sentimientos, a pesar de que no estaban a solas.
– Me alegro de verte -lo saludó con tanta serenidad como pudo-. Siéntate. Gerard me ha dicho que nos prepararía un té en cuanto llegaras.
– ¿Eso es todo lo que tienes que decirme después de doces meses infernales? -le preguntó Julien aún de pie.
– No quiero precipitarme con muchas efusiones. Hoy ha sido un día lleno de sorpresas. No sólo he descubierto que fuiste tú quien me ingresó en este hospital y quien ha pagado todo, sino que, además, me he enterado de que no hemos llegado a divorciarnos; de que nunca firmaste los papeles que te mandé… Por eso te he llamado: porque quiero el divorcio. No te pido nada más que mi libertad.