Tracey se dio cuenta entonces de que había cometido un error abandonando el hospital. Había sido una tonta pensando que tenía fuerzas para pasar siquiera un sólo día junto a Julien, existiendo un secreto tan devastador que los separaba.
Habían estado muy unidos y habían compartido demasiadas emociones. Acabaría haciéndola hablar y, una vez supiese la verdad, no sólo Julien, sino las familias de ambos, quedarían destrozadas eternamente.
Sólo había una solución: ayunar hasta que estuviera tan débil que Julien se viera obligado a devolverla al hospital. Había oído como el doctor Simoness le explicaba a Julien lo importante que era que ganase peso. Julien sería capaz de cualquier cosa con tal de retenerla en la residencia; pero nunca llegaría a negarle ayuda médica si la necesitaba.
Y una vez que estuviera en el hospital, permanecería allí hasta que encontrara una forma de escapar. La mayoría del personal médico le había tomado mucho cariño. Trataría de convencer a alguien para que la ayudara.
Decidida a seguir ese plan, Tracey se sintió algo más relajada durante el resto del viaje y, cuando entraron en la residencia de Julien, hasta hizo algún comentario sobre lo bonita que era y afirmó que seguía tal como la recordaba.
Pero no estaba emocionalmente preparada para volver a su antigua casa. Por un momento sus recuerdos la llevaron a la juventud, a aquella intensa época en la que descubrió aquella residencia salida de un cuento de hadas. Cuento que incluía a un apuesto príncipe, le había confesado a su hermana Isabelle cuando ésta tenía diez años.
Tracey e Isabelle, que también creía en los cuentos de hadas, pues sólo era un año mayor que su hermana, entraron en aquel majestuoso castillo, tan encantador como el de la Bella Durmiente, aunque, por supuesto, a pequeña escala. Las dos observaron con admiración los maravillosos cuadros y muebles con que la residencia estaba decorada…
Mientras Henri Chapelle, un hombre alto, rubio y atractivo, les daba la bienvenida a Lausana y les presentaba a su esposa Celeste, Tracey había mirado unas fotografías sobre un pupitre y, en seguida, nada más verlo en una de ellas, se enamoró de Julien.
Rescatando retazos furtivos de distintas conversaciones, se había ido enterando de que era el hermano mayor de Jacques y Angelique y que estaba viviendo su primer año de universitario en París. Para Tracey, Julien Chapelle era la encarnación perfecta del príncipe de sus cuentos.
Isabelle reparó en la misma fotografía que Tracey al mismo tiempo que ésta, y se quedó tan embelesada como su hermana. Y así, durante muchos años y con miles de kilómetros de distancia, cada vez que su familia regresaba a los Estados Unidos después de su estancia mensual en Lausana, las dos niñas tejían una red de sueños y fantasías sobre Julien, deseando que llegara el siguiente verano para volver a verlo.
Un día, cuando Tracey acababa de cumplir diecisiete años, su príncipe se presentó en la residencia en carne y hueso…
Tracey no pudo evitar suspirar al revivir aquellos momentos. Tuvo miedo de que Julien la hubiera oído; pero, si fue así, prefirió no hacer ningún comentario. Luego, cuando la ayudó a bajar del coche, pareció incluso distante. Tracey tuvo la impresión de que, de repente, le daba igual si desaparecía o no de su vida.
Esta vez no tembló cuando la guió por el hombro mientras subía las escaleras de la entrada. Estaba tan nerviosa que, en realidad, agradeció el gesto.
– ¿Te parece bien que me quede en la habitación de invitados en la que dormía de pequeña?
– Me temo que no está libre -respondió sin dar más detalles.
Tal vez la ocupaba Rose, o tal vez algún socio de la empresa. Tracey prefería divagar sobre los inquilinos o sobre cualquier otra cosa antes que centrar su atención en Julien.
Puede que, al igual que a su padre, a Julien le gustara negociar los contratos más importantes en casa, en un ambiente acogedor en el que podría agasajar a sus invitados con buena comida y exquisitos licores.
– De momento -prosiguió Julien-, dormirás en la tercera planta, en la habitación que está junto a la mía.
Tuvo ganas de negarse a gritos ante tal propuesta, pero tenía la impresión de que no surtiría ningún efecto en Julien, a quien no parecía importarle que el servicio se enterara de la inestable relación que tenían. De hecho, Julien se alegraría de una reacción semejante, pues demostraría que Tracey no tenía el control de la situación.
Nada más entrar en la residencia, Solange, la asistenta pelirroja de Julien, apareció en el recibidor y abrazó a Tracey calurosamente. Luego la miró a los ojos y, sin duda, comparó su aspecto con el que tenía hacía un año.
– Gracias a Dios que has vuelto -exclamó emocionada-. Me alegro mucho, aunque lamento verte tan delicada. Pero no pasa nada: ya verás como entre el cocinero y yo nos encargamos de que engordes un poco sin que te des cuenta. De momento, ya te están esperando unos pastelillos deliciosos que sé que te encantan.
Tracey se sintió conmovida por aquel afectuoso encuentro y tuvo remordimientos por haber ingeniado un plan que heriría los sentimientos del servicio: no podía hacerles el feo de no comer unos platos que con tanto esmero y cariño le prepararían.
Se dio media vuelta para decirle a Julien que quería ir a su habitación, pero éste, anticipando su deseo una vez más, la levantó en brazos antes de que abriera la boca y empezó a subir las escaleras de piedra que conducían al piso superior.
– ¡Suéltame! -le pidió en voz baja para no llamar la atención de Solange, esforzándose por mantener la cara alejada de la de él.
– Tengo la impresión de que estás tan cansada que tus piernas no resistirían las escaleras, preciosa mía. Estás en tu casa y te voy a cuidar como a una reina; así que no intentes resistirte más o acabarás gastando las pocas energías que tienes.
Tenía razón. Estaba agotada.
Tracey no quería recordar la última vez que Julien la había subido por esas escaleras, fundidos en un beso apasionado, después de volver de Tahití; así que decidió recostarse contra el pecho de su marido y fingió quedarse profundamente dormida, lo cual no le resultó difícil, pues había experimentado tantas emociones tan intensas desde la noche anterior que realmente estaba muerta de sueño.
Después de entrar en su habitación, la acomodó sobre las suaves y sedosas sábanas de la cama.
– Sólo quiero que duermas bien, pequeña -susurró mientras sus labios le rozaron la frente con tanta ternura que casi la desarmaron.
Aparte del tacto de sus manos mientras le quitaba la chaqueta y los zapatos, Tracey sólo fue consciente del frescor de la almohada contra su acalorada mejilla y de la reconfortante manta con la que Julien la tapó.
Capítulo 4
Cuando Tracey despertó a la mañana siguiente, los rayos del sol que se colaban entre las cortinas de la ventana le indicaban que había dormido muchas horas. Miró el reloj: ¡las cuatro y media de la tarde!
Sorprendida por la hora que era y todavía más extrañada por no encontrarse a Julien vigilándola, saltó de la cama y se dio cuenta de que habían metido su equipaje en la habitación mientras descansaba.
Fue de puntillas hacia el baño, se dio una ducha rápida y se puso unos vaqueros y una blusa, la indumentaria que se había acostumbrado a llevar desde que había recobrado la consciencia en el hospital.
Se ató con una cinta el pelo, que le llegaba hasta los hombros, se puso unas zapatillas y salió en busca de Rose. Probablemente ocuparía una de las habitaciones del segundo piso, pues el tercero estaba reservado para los familiares directos.
Tracey tenía un montón de preguntas para las que sólo su tía tenía respuesta. Sobre todo, quería saber porqué se había mostrado tan fiel a Julien, es decir, tan fiel como para pasar por encima de los deseos de Tracey y revelarle a su marido su paradero.
Aunque hacía un año que no pisaba la residencia, la recordaba a la perfección, pues la había recorrido con gran atención durante muchos años, explorando sus secretos arquitectónicos una y otra vez con el hermano y la hermana de Julien. Los pasillos de las distintas plantas daban a una escalera central que comunicaba con las estancias del piso de abajo.