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– Lo siento -contestó Tim.

La chica se quedó mirándolo fijamente.

– No tiene ni idea de quién soy, ¿verdad?

– ¿Una princesa que se muere de hambre? -bromeó Tim.

– ¡Exacto! -contestó ella encantada sin darse cuenta de que le estaba tomando el pelo-. Esto de que no te reconozcan… -dijo al darse cuenta.

Se rió y se puso los auriculares. «Está loca», pensó Tim.

En ese momento, la carita de Tish apareció entre los dos asientos.

– ¡Hola!

La princesa de cuero sonrió y se quitó los auriculares.

– Hola -contestó.

– Tengo cinco años -le informó Tish extendiendo la mano.

La princesa asintió.

– Yo tengo cinco por cuatro más otros cuatro.

– ¿Tiene veinticuatro años? -dijo Tim sorprendido.

– ¿Cuántos creía que tenía?

– Doce.

– ¿Doce? -repitió ella quitándose la chaqueta para demostrarle que tenía bastantes más.

De hecho, se rió al ver la cara que puso. Tish también se rió y se le cayó el chupachups. En el regazo de Tim.

– Tish, siéntate -se oyó decir a su madre.

«Sí, Tish, siéntate», pensó Tim.

Miró a su acompañante. La chica sonrió. Él, no. Habría preferido que hubiera tenido doce años.

Una azafata pasó por el pasillo repartiendo una patética bolsa de cacahuetes a cada pasajero.

– Qué mal, ¿no? -dijo la chica.

Tim decidió que, ya que parecía que se le había pasado el miedo, iba a intentar dormir un rato.

Con un poco de suerte, la chica se callaría.

Por favor.

– A mí me es imposible dormir en los aviones -le informó haciendo ruido con la bolsa de cacahuetes.

Tim suspiró y puso la mano sobre las suyas.

– Gracias -susurró ella entrelazando los dedos y callándose al momento.

Y así fue cómo Tim se encontró agarrado de la mano de una loca.

Capítulo 2

EN el mundo de Natalia, todos sabían que era princesa aunque intentara disfrazarse. Y lo había intentado. Sobre todo, para que no la compararan con otras princesas más recientes y famosas. Además, le gustaba sorprender a la gente. Era una afición un poco rara, pero le divertía.

En los Estados Unidos, sin embargo, era una don nadie.

Pero no debía importarle porque, según Amelia Grundy, que había sido su niñera y ahora era su amiga, y sus dos hermanas, una princesa no pierde nunca la compostura en público.

Ya la había perdido suficientes veces en un solo día, así que decidió controlarse. Además, era mucho más fácil y divertido dedicarse al guapísimo vaquero que tenía sentado al lado.

No era políticamente correcto, pero la princesa Natalia Faye Wolfe Brunner de Grunberg no era conocida precisamente por seguir las normas impuestas. Nunca lo había hecho. No por fastidiar sino porque le costaba tener que sacrificarse. No lo hacía ni por nadie ni por nada y le iba bien así. Su familia la adoraba aunque fuera vestida de cuero y con sombras de ojos llamativas. De vez en cuando, no obstante, se vestía en plan princesa cursi para darles gusto y listo.

Pero aquel día… aggg. Acababa de llegar de Europa, después de un vuelo que había durado prácticamente un día, y le había chocado mucho la falta de educación de los estadounidenses en los aeropuertos. Rezó para que solo fuera en los aeropuertos porque, de lo contrario, aquella visita iba a resultar muy desagradable.

¿No le había advertido Amelia que en aquel país no había más que centros comerciales horteras, estrellas de Hollywood y vaqueros del salvaje Oeste?

La verdad era que a Natalia le encantaban estos últimos y hasta sus dos hermanas le decían que veía demasiadas películas de Clint Eastwood.

Tal vez fuera cierto, pero le encantaban. Obviamente, sabía que los nombre estadounidenses no iban a caballo ni llevaban pistolas en la cadera, pero estaban muy guapos vestidos así.

Para guapos, el vaquero que tenía a su lado. Con sombrero Stetson, por supuesto. ¡Y le había agarrado la mano! Qué detalle tan bonito, ¿verdad? No se le había ocurrido nunca que aquellos tipos tan duros pudieran tener un lado tan amable. Lo miró de reojo y pensó que era una pena que Hollywood no lo hubiera descubierto.

– No lleva pistola, ¿verdad? -le preguntó.

Tim se levantó el sombrero.

– ¿Está borracha?

– No, claro que no -contestó. Otra cosa que las princesas no hacían en público: pasárselo bien-. Era solo curiosidad. ¿Lleva pistola o no?

Se volvió a tapar la cara con el sombrero. Una pena porque tenía unos rasgos impresionantes. Era como el hombre de Marlboro, pero sin cigarrillo. Bronceado, curtido, atractivo y con un cuerpazo de morirse.

– Me la he dejado en casa -contestó-. Con el caballo que habla -añadió bostezando e intentando estirarse un poco.

Todo sin soltar en ningún momento la mano de Natalia. Nunca le había gustado demasiado que la tocaran, pero aquello era diferente. Aquel hombre de camiseta azul marino y vaqueros desgastados era para derretirse.

Ella también tenía vaqueros, pero prefería el cuero porque llamaba más la atención. Le encantaba llamar la atención. Hasta el punto que su madre la había tenido que llevar al médico para ver si le sabían decir por qué. Lo único que había conseguido su pobre madre habían sido unas facturas exageradísimas. Nada más. Si le hubiera preguntado a ella, se lo habría dicho tranquilamente: necesitaba llamar la atención tanto como respirar.

Por eso estaba allí, sola, en su primer viaje sin ayudantes. Iba a una boda de una amiga de la realeza en representación de su familia. Quería dejarles bien por una vez, pero no había contado con los nervios.

Y allí estaba, entre el vaquero adormilado y una mujer de 150 kilos que no paraba de roncar.

«Por Dios, que me peguen un tiro si algún día me quedo así dormida en público», pensó mientras se daba cuenta de que tenía unas ganas horribles de ir al baño.

– Perdón -susurró.

La mujer abrió un ojo a regañadientes.

– Estaba dormida -dijo.

– Ya lo he visto, pero tengo que ir al servicio.

– ¿Al servicio?

¿Dónde habían dejado la clase aquellos estadounidenses? Natalia señaló la puerta de los baños.

– Ah, al retrete -dijo la gorda suficientemente alto como para que la oyeran en China-. Tiene que hacer pis. Bueno, hombre, haberlo dicho. ¿Qué pasa? ¿Las princesas no pueden decir la palabra pis?

– ¿Me deja salir, por favor?

– Claro, claro -contestó la mujer levantándose-. Que Dios me libre de no hacer esperar a Su Majestad.

Una vez en el «retrete», Natalia se miró en el espejo y vio que estaba pálida y cansada. Se mojó la cara, pero lo único que consiguió fue mojarse el pelo y parecer la novia de Frankenstein. Estupendo.

Cuando se sentó de nuevo en su asiento, el vaquero se levantó el sombrero y abrió un ojo. Un ojo verde. Un increíble ojo verde. La miró y se volvió a cerrar.

A diferencia de la demás gente que conocía, el vaquero no había dicho nada de su maquillaje, sus joyas o su ropa.

– ¿Hemos llegado ya?

– No.

– Hmm.

El vaquero se arrellanó en su asiento y al hacerlo le dio con el brazo. Natalia se quedó anonadada porque ni le pidió perdón, como habría hecho cualquier persona por el mero hecho de haberla rozado.

¡Ni la miró!

Natalia no dijo nada. La verdad es que los hombres estadounidenses eran unos maleducados, pero tremendamente guapos.

– ¿Me está mirando mientras duermo? -dijo el vaquero con voz ronca.

Natalia se apresuró a apartar la mirada.

– Claro que no.

– Claro que sí.

Ya, no. Aunque le fuera la vida en ello, estaba decidida a no volver a mirarlo. De hecho, ni siquiera iba a mirar por la ventana, no se fuera a creer que lo estaba mirando a él. Giró la cabeza hacia el otro lado y se encontró con la mujer gorda roncando de nuevo.

Suspiró y se quedó mirando al frente con una pose todo lo real y tranquila que pudo. Consiguió aparentar calma incluso cuando el avión entró en una nube de turbulencias.