Oh, oh. Sintió que se le aceleraba el corazón. ¿Por qué no le habría dicho a Amelia dónde estaba?
Porque podía hacerse cargo de la situación, exacto. Además, aunque pareciera una locura, estaba segura de que Amelia sabía perfectamente dónde estaba. No hacía falta que se lo dijera.
– ¿La hora? Sí, claro… -contestó mirando el reloj -. Son las tres y… ¡Eh!
El muchacho había aprovechado para agarrar la bolsa de viaje, la cazadora de cuero y el bolso e intentaba irse corriendo.
– De eso nada, guapo -le dijo -. Esto es… mío.
– ¡Suelta! -gritó el muchacho.
Natalia sintió que el miedo se tornaba ira.
– No pienso permitir que te lleves mis cosas, sinvergüenza -insistió Natalia.
– Pienso robarte todo.
– ¡Eso es lo que tú te crees!
El chico la miró tan sorprendido que a Natalia le entraron ganas de reírse.
– Se supone que tendrías que tener miedo -le dijo-. Grita, llora, lo que sea, pero no te defiendas. ¿No has dado clases de defensa personal? ¡Siempre dicen que no hay que defenderse!
– No pienso acobardarme. Pienso defenderme, ¿sabes? ¡Suelta!
Tras un buen forcejeo, Natalia perdió el equilibrio y el chico se fue con todas sus pertenencias. No sin antes sonreírle en la cara en señal de triunfo.
Natalia quedó tendida en el suelo, sin nada.
Ni siquiera orgullo.
Capítulo 3
PARA cuando Natalia consiguió ponerse en pie y limpiarse la falda, el joven ya se había perdido de vista.
– ¡Idiota! -gritó-. ¡Imbécil! -añadió preguntándose si se lo llamaba al ladrón o a sí misma.
Sintió una gota en la cara. La tormenta ya estaba allí.
Otra gota… y otra… y otra. Natalia ni se movió, se quedó allí como una tonta, confundida por todo lo que había pasado aquel día.
Estaba en mitad de la nada, sin carné de identidad, sin dinero y, lo que rea peor, sin maquillaje.
Sabía que tenía que llamar para anular las tarjetas de crédito, pero le suponía un esfuerzo en el que no podía pensar en aquellos momentos.
Empezó a llover con fuerza. La sensación del cuero mojado contra la piel resultó una experiencia nueva y desagradable.
Perfecto. Otro trueno. Se imaginó que le daba uno en la cabeza y la dejaba amnésica.
Miró a su alrededor. Completamente sola.
Pensó en llamar a casa porque el móvil no se lo había robado, pero no, tenía que poder estar sola una semana, por Dios.
«¿Y ahora?», se preguntó.
¿Qué tal un príncipe azul sobre un corcel blanco?
No fue un corcel blanco sino una furgoneta la que se paró ante ella. Natalia sintió miedo, pero luego se dijo que no le quedaba nada que robar.
Excepto ella misma, claro. El miedo se convirtió en pánico, pero el cansancio no le permitió salir corriendo.
– ¿Algún problema? -preguntó el conductor bajando la ventanilla y mirándola con unos grandes ojos verdes.
¡El Clint Eastwood del avión!
– ¿Qué le hace pensar que tengo algún problema? -preguntó poniéndose enjarras.
– Que esté aquí fuera como una rata empapada -contestó el hombre tan tranquilo.
¿Una rata empapada?
– El autobús no llega -contestó.
Daría lo mismo que llegara porque el billete estaba en el bolso que le acababan de robar, pero no se lo iba a contar. El orgullo se lo impedía.
– ¿Qué hace una princesa yendo en autobús?
Natalia no contestó.
– Demonios -murmuró él saliendo de la furgoneta-. Tome -añadió quitándose la cazadora y poniéndosela sobre los hombros-. ¿Y sus cosas?
– Me las acaban de robar -dijo Natalia-. Y, justo antes, me acababan de decir que el vuelo que tenía que tomar había sido cancelado. Menudo día llevo.
– ¿Le han hecho algo? -le preguntó amablemente.
Natalia sintió que se derretía.
Estuvo a punto de contestar que no, que estaba bien, pero no era cierto. Tenía un vacío en el estómago y no era porque tuviera hambre o por el miedo que había pasado sino porque el vaquero le había puesto las manos sobre los hombros.
– ¿Princesa?
Miró a aquel hombre tan alto, curtido por el sol y sintió que se le aceleraba el corazón.
– ¿De verdad cree que soy una princesa?
El vaquero se acercó y la miró con atención.
– ¿Se ha dado un golpe en la cabeza?
Se creía que estaba loca. Pues había acertado porque no lo conocía de nada, pero sentía una imperiosa necesidad de sacar pecho y conocerlo a fondo.
«¿Diría Amelia que es una locura?»
Tim le apartó el pelo de la frente en busca de alguna herida. Se le había corrido el rimel de ojos y parecía de lo más desvalida.
– No me he golpeado la cabeza -le aseguró apartándose-. Soy princesa, de verdad. Para ser exactos, soy Su Alteza Real Natalia Faye Wolfe Brunner de Grunberg.
Tim dio un paso atrás y se quedó mirándola, pero la mujer ni sonrió.
– Mucho nombre, ¿no?
– Sí, por eso me llaman Su Alteza Real Natalia Faye.
– Sigue siendo muy largo.
– Si no me hubieran robado el bolso, le enseñaría mi carné de identidad.
– ¿Quiere ir a denunciarlo a la policía?
– No -contestó ella con el ceño fruncido-. El ladrón debe de andar ya muy lejos y lo único que conseguiría sería que mi familia insistiera en que volviera a casa. Solo necesito llegar a Taos, Nuevo México. Voy a una boda.
Lo había dicho con tono presumido y el mentón levantado, como si Tim fuera su criado. La miró divertido, echó la cabeza hacia atrás y se rió.
– A mí no me parece gracioso -dijo la princesa cruzándose de brazos.
A pesar de sus aires de superioridad, se veía que estaba muerta de frío y que no lo estaba pasando bien. Le volvió a parecer que aparentaba doce años. Si no fuera, claro, porque tenía un cuerpo de curvas para soñar.
Era la mujer más bonita que había visto en su vida y no había derecho a que un desaprensivo le hubiera robado todo. ¿Y si llegaba otro y abusaba de ella? No podía dejarla allí.
– Vamos a llamar a alguien para…
– No.
– Pero…
– ¡No! -insistió con decisión.
«Como una verdadera princesa», pensó Tim.
– Ya le he dicho que estoy bien -dijo pasándose la mano por el pelo empapado.
Estupendo. La mujer estaba bien y él… llegaba tarde. Aun así, no podía dejarla allí. Su corazón, siempre al lado de los más desfavorecidos, no se lo permitía.
– ¿Dónde me ha dicho que iba?
– Ahora mismo, a ningún sitio.
– ¿Quiere venir a mi rancho?
La mujer lo miró con los ojos entornados.
– ¿Porqué?
¿Por qué? Obviamente, porque estaba loco. No tenía suficiente con su abuela insistiendo en vivir sola y su hermana liada con el capataz…
– Porque… allí estará a salvo.
– ¿En su rancho?
– Sí -contestó pensando en todos los animales que había recogido de la calle y que vivían ya allí.
A la princesa no la iba a meter en el vallado con los demás, por supuesto, pero se la quería llevar a casa igual.
– ¿Viene?
– No por lo que usted se cree -contestó ella.
– Podrá ducharse -le aseguró confundido-, comer y descansar. Luego, si quiere… no sé, podría buscarse un trabajo.
– Un trabajo -repitió como si la idea jamás se le hubiera pasado por la cabeza-. ¿Tiene usted algún puesto libre?
– En estos momentos, necesito una cocinera y un capataz -contestó pensando en que iba a despedir a Josh si seguía con su hermana pequeña.
Entonces, recordó que Sally estaba enfadada con él y, conociéndola, seguro que le iba a durar un tiempo. Peor para ella. Tim había jurado a sus padres que cuidaría de ella y eso pensaba hacer. Aunque fuera a cumplir veinte años, seguía siendo su hermana pequeña.