Estaba impaciente por llegar a casa, así que miró a la princesa con insistencia.
– Un trabajo -repitió ella mordiéndose el labio inferior-. Me parece una buena idea.
Intentó imaginársela en vaqueros.
– ¿Ha estado alguna vez en un rancho?
– Pues claro.
Claro.
– Una vez, de vacaciones, hicimos escala en una granja de animales de compañía.
Tim parpadeó y negó con la cabeza.
– ¿Y la cocina qué tal se le da?
– ¿Para los demás?
– No, para la reina de Inglaterra, si le parece -contestó Tim.
– Desde luego, un poco más de respeto… ¿Por qué la tienen tomada con la pobre Elizabeth?
– ¿Cocina sí o no?
– Claro.
Claro otra vez. Seguro que no sabía hacer ni unos huevos revueltos.
– Está lloviendo mucho -dijo con la esperanza de que se decidiera.
– No tengo ropa para cambiarme -dijo la princesa frunciendo el ceño-. Suelo viajar con un montón de cosas.
– Me voy a meter en la furgoneta porque me estoy calando -dijo Tim-. Hay una tienda aquí al lado, princesa. Si quiere, le presto dinero y se compra algo… Aunque no creo que tengan cosas de cuero.
– Me compraré algo nuevo. Me encanta lo nuevo.
– ¿De verdad? Bien. Le advierto que solo hay vaqueros y más vaqueros.
– Suelo llevar vaqueros.
– Muy bien, pues vamos.
– Es usted como los vaqueros de antes, caballeroso y amable.
– No, cualquiera haría lo mismo -contestó Tim.
– No creo -insistió ella-. Parece usted diferente. Especial.
– ¿Está usted segura de que no se ha dado en la cabeza? -dijo Tim preguntándose si no estaría medicándose-. ¿Seguro que no quiere que llame a nadie?
– No -contestó muy decidida-. Quería viajar sola. Es la primera vez que lo hago y me está saliendo fatal, la verdad -le explicó compungida-, pero estoy decidida a que las cosas cambien. Sí, esta vez, me voy a ganar incluso la comida.
Tim le abrió la puerta de la furgoneta y la invitó a entrar. Al tocarla, sintió una descarga eléctrica que prefirió no pararse a analizar.
– No será usted un asesino, ¿verdad?
– No -contestó muy serio.
– Nunca había hecho autostop en mi vida -le dijo mirando por la furgoneta.
¿Estaría buscando una pierna o un brazo?
– Contrariamente a lo que pueda pensar de mí, sí estoy un poco preocupada.
– Está a salvo, no se preocupe.
– Seguro que eso es lo que dicen todos los asesinos.
– Pero yo me parezco a Clint Eastwood, ¿recuerda?
La princesa se rio. Se rio. Una carcajada que le hizo sonreír como a un idiota.
Se sentó muy recta como si fuera una princesa de verdad y se puso el cinturón de seguridad.
– No me llevaría usted a Taos por casualidad, ¿verdad?
– Lo siento, princesa, pero ¿sabe usted lo lejos que está eso? Tengo que ocuparme del rancho. He estado unos días fuera, ¿sabe? No tiene más que darme un número y llamaré a quien quiera.
– No, gracias. Prefiero ser su cocinera durante unos días.
– No solo va a cocinar para mí sino para todos los empleados del rancho -le corrigió.
Natalia sonrió con seguridad y Tim no supo si estaba forzando la sonrisa o no.
– ¿Cuántos… son?
La estaba forzando, estupendo.
– Depende de cuántos se hayan ido en estos días que mi hermana se ha quedado al mando -contestó poniendo la furgoneta en marcha.
Natalia llevaba años soñando con el mundo real, preguntándose cómo sería, deseando ser una mujer normal.
Estaba segura de que Timothy Banning no creía una palabra de su condición de princesa. Perfecto. Así sería mejor. Su sueño se iba a convertir en realidad aunque fuera solo por unos días.
Por fin, iba a poder ser mujer antes que princesa.
– ¿Falta mucho para llegar a su rancho? – preguntó mirando el paisaje.
El norte de Texas era la tierra más llana que había visto, muy diferente a su país natal, que colgaba entre las montañas entre Austria y Suiza.
Echaba de menos los bosques que rodeaban su palacio, pero aquella tierra también era bonita.
Le gustaba.
– Unos cincuenta kilómetros -contestó Tim.
Habían parado en la tienda y se había comprado unos vaqueros, unas cuantas camisetas y un pintalabios verde manzana.
El vaquero parecía arrepentido de haberle propuesto que se fuera con él.
– No estoy loca ni soy peligrosa -le dijo-. Lo digo para que esté tranquilo. No pienso hacer daño a nadie en su rancho.
Aquello le hizo sonreír. Qué sonrisa tan bonita tenía. Aquel hombre era de lo más atractivo. Tenía unos preciosos dientes blancos como la nieve y patas de gallo alrededor de los ojos. Eso debía de querer decir que sonreía a menudo. Para colmo, tenía un cuerpo fuerte y musculoso que no debía de ser de gimnasio sino de trabajo físico.
No había que olvidar sus manos, grandes y seguras sobre el volante, bronceadas y callosas. Sin poderlo evitar, Natalia se encontró imaginando las cosas más lujuriosas sobre aquellas manos.
Sin duda, Amelia le desaconsejaría que se mezclara con un hombre así. Pero Amelia no estaba. Por una vez, estaba sola.
Primero mujer y, luego, princesa.
Pensamientos peligrosos. Sí, pero divertidos. Se preguntó si Tim sabría utilizar aquellas manos sobre el cuerpo de una mujer, si sabría…
– Se está poniendo roja, princesa -lo interrumpió el vaquero-. ¿Está usted bien?
– Claro.
No era cierto. Estaba soñando con aquel hombre. Debía de haberse vuelto loca. No sabía qué esperar de su Clint Eastwood particular porque no sabía por dónde seguir la fantasía. Era obvio que tras aquellos ojos verdes y aquella sonrisa maravillosa, había inteligencia.
Se quedó pensando en él un buen rato… hasta que lo vio salir de la autopista y tomar un camino en el que ponía «Rancho Banning 1898».
– Su familia lleva mucho tiempo aquí, ¿no?
Aquello le gustaba. En su mundo, las tradiciones y el linaje familiar eran importantes. Aparentemente, para aquel hombre, también.
– Sí, desde que mi tatarabuelo ganó la tierra en una partida de cartas hace un siglo -contestó Tim.
La princesa lo miró horrorizada y él se rió.
– El viejo y salvaje Oeste.
– Su tatarabuelo debería morirse de vergüenza.
– Puede que así fuera, pero el padre de mi tatarabuela lo mató de un tiro años después por serle infiel a su única hija, así que jamás lo sabremos.
La princesa lo miró sin saber si debía creerlo o no, pero él se limitó a sonreír.
– Tienen ustedes historia, ¿eh?
– ¿Yo? -rió-. Usted es la princesa, ¿no?
– Sí, tiene razón -contestó.
Tim no dijo nada más. Obviamente, no creía que fuera una princesa, pero no se burló ni la juzgó. Ya solo por eso, Natalia sería capaz de enamorarse de él.
¡Como si fuera a enamorarse de un vaquero!
¡O él de una princesa!
– Ya casi hemos llegado -dijo Tim señalando una casa que había al final del camino-. Ahí está la casa principal.
Era una casa de dos plantas con flores y árboles por todas partes. Era más grande de lo que Natalia la había imaginado y pronto comprobó que había más edificios, cuadras y cobertizos.
– ¿En qué piensa?
– En que menos mal que no tengo que limpiar para ganarme el alojamiento y la comida -contestó haciéndolo reír.
Natalia permaneció muy seria. Sabía cocinar, tal y como le había dicho, pero solo alta cocina. No tenía ni idea de hacer comida normal para un montón de duros vaqueros.
«Haberlo pensado antes», se dijo.
Como había hecho durante toda su vida, apartó el miedo de un manotazo y se dijo que era muy capaz de salir airosa de todo aquello.
Ojalá.
Capítulo 4
NATALIA se bajó de la furgoneta y miró a su alrededor. Estaba acostumbrada a estar rodeada de gente, a ser el centro de atención. Aquello de ser princesa atraía a los demás. A la gente le encantaba los miembros de la realeza.