En determinado momento, los temas de conversación parecieron agotarse. Don Juan se volvió hacia mi y dijo en voz alta:
– ¿Por qué no les cuentas aquí a los muchachos tus encuentros con Mescalito? Creo que eso será mucho más interesante que esta plática inútil de qué pasará si la compañía americana viene a Sonora.
– ¿Ese Mescalito es el peyote, agüelo? -preguntó Lucio con curiosidad.
– Alguna gente lo llama así -dijo don Juan secamente-. Yo prefiero llamarlo Mescalito.
– Esa chingadera lo vuelve a uno loco -dijo Genaro, un hombre alto y robusto, de edad madura.
– Eso de decir que Mescalito lo vuelve a uno loco es pura estupidez -dijo don Juan suavemente-. Porque si ése fuera el caso, Carlos andaría ahorita mismo con camisa de fuerza en vez de estar aquí platicando con ustedes. El ha tomado y mírenlo. Está muy bien.
Bajea sonrió y repuso con timidez: -¿Quién sabe? -y todo el mundo rió.
– Bueno, mírenme a mí -dijo don Juan-. Yo he conocido a Mescalito casi toda mi vida y jamás me ha hecho daño.
Los hombres no rieron, pero resultaba obvio que no lo tomaban en serio.
– Por otro lado -siguió don Juan-, es cierto que Mescalito lo vuelve loco a uno, como tú dijiste, pero eso pasa sólo cuando uno va a verlo sin saber lo que hace.
Esquere, un anciano que parecía de la edad de don Juan, rió suavemente, chasqueando la lengua, mientras meneaba la cabeza de un lado a otro.
– ¿Qué es lo que uno tiene que saber, Juan? -preguntó-. La última vez que te vi, te oí decir la misma cosa.
– La gente de veras se vuelve loca cuando toma esa chingadera del peyote -continuó Genaro-. Yo he visto a los huicholes comerlo. Parecía como si les hubiera dado la rabia. Echaban espuma por la boca y se vomitaban y se orinaban por todas partes. Te puede dar epilepsia por comer esa porquería. Eso me dijo una vez el señor Salas, el ingeniero del gobierno. Y la epilepsia es para toda la vida, ya saben.
– Eso es estar peor que los animales -añadió Bajea con solemnidad.
– Tu viste nomás lo que querías ver de los huicholes, Genaro -dijo Juan-. Por eso jamás te molestaste en preguntarles cómo es trabar amistad con Mescalito. Que yo sepa, Mescalito no le ha dado epilepsia a nadie. El ingeniero del gobierno es yori, y no creo que un yori sepa nada de eso ¿A poco de veras piensas que todos los miles de gentes que conocen a Mescalito están locas?
– Deben de estar locos o casi locos, para hacer una cosa así -respondió Genaro.
– Pero si todos esos miles estuvieran locos al mismo tiempo, ¿quién haría su trabajo? ¿Cómo se las arreglarían para ganarse la vida -preguntó don Juan.
– Macario, que viene del "otro lado" -(los EE.UU.)-, me dijo que quien lo toma ahí está marcado para toda la vida -dijo Esquere.
– Macario está mintiendo si dice tal cosa -dijo don Juan-. Estoy seguro de que no sabe lo que está diciendo.
– Ese dice muchas mentiras -dijo Benigno.
– ¿Quién es Macario? -pregunté.
– Un yaqui que vive aquí -dijo Lucio-. Ese dice que es de Arizona y Dizque estuvo en Europa cuando la guerra. Cuenta toda clase de historias.
– ¡Dizque fue coronel! -dijo Benigno.
Todo el mundo rió y por un rato la conversación se centró en los increíbles relatos de Macario, pero don Juan volvió nuevamente al tema de Mescalito.
– Si todos ustedes saben que Macario es un embustero, ¿cómo pueden creerle cuando habla de Mescalito?
– ¿Eso es el peyote, agüelo? -preguntó Lucio, como si en verdad pugnara por hallar sentido al término.
– ¡Sí! ¡Carajo!
El tono de don Juan fue cortante y abrupto. Lucio se encogió involuntariamente, y por un momento sentí que todos tenían miedo. Luego don Juan sonrió con amplitud y prosiguió en tono amable.
– ¿Es que no ven que Macario no sabe lo que dice? ¿No ven que para hablar de Mescalito hay que saber?
– Ahí va la burra al trigo -dijo Esquere-. ¿Qué carajos hay que saber? Estás peor que Macario. Al menos él dice lo que piensa, sepa o no sepa. Llevo años oyéndote decir que tenemos que saber. ¿Qué cosa tenemos que saber?
– Don Juan dice que hay un espíritu en el peyote -dijo Benigno.
– Yo he visto peyote en el campo, pero jamás he visto espíritus ni nada por el estilo -añadió Bajea.
– Mescalito es tal vez como un espíritu -explicó don Juan-. Pero lo que pueda ser no se aclara hasta que uno lo conoce. Esquere se queja de que llevo años diciendo esto. Pues, si. Pero no es culpa mía que ustedes no entiendan. Bajea dice que quien lo toma se vuelve como animal. Pues, yo no lo veo así. Para mí, los que se creen por encima de los animales viven peor que los animales. Aquí está mi nieto. Trabaja sin descanso. Yo diría que vive para trabajar, como una mula. Y lo único que él hace que no hace un animal es emborracharse.
Todos soltaron la risa. Víctor, un hombre muy joven que parecía hallarse aún en la adolescencia, rió en un tono por encima de los demás.
Eligio, un indio joven, no había pronunciado hasta entonces una sola palabra. Estaba sentado en el piso, a mi derecha, recargado contra unos costales de fertilizante químico que se habían apilado dentro de la casa para protegerlos de la lluvia. Era uno de los amigos de niñez de Lucio, más lleno de carnes y mejor formado. Eligio parecía preocupado por las palabras de don Juan. Bajea intentaba dar una réplica, pero Eligio lo interrumpió.
– ¿En qué forma cambiaría el peyote todo esto? -preguntó-. A mí me parece que el hombre nace para trabajar toda la vida, como las mulas.
– Mescalito cambia todo -dijo don Juan-, pero todavía tenemos que trabajar como todo el mundo, como mulas. Dije que había un espíritu en Mescalito porque algo como un espíritu es lo que produce el cambio en los hombres. Un espíritu que se ve y se toca, un espíritu que nos cambia, a veces aunque no queramos.
– El peyote te vuelve loco -dijo Genaro-, y entonces, claro, crees que has cambiado. ¿Verdad?
– ¿Cómo puede cambiarnos? -insistió Eligio.
– Nos enseña la forma correcta de vivir -dijo don Juan-. Ayuda y protege a quienes lo conocen. La vida que ustedes llevan no es vida. No conocen la felicidad que viene de hacer las cosas a propósito. ¡Ustedes no tienen un protector!
– ¿Qué quieres decir? -dijo Genaro con indignación-. Claro que tenemos. Nuestro Señor Jesucristo, y nuestra madre la Virgen, y la Virgencita de Guadalupe. ¿No son nuestros protectores?
– ¡Qué buen hatajo de protectores! -dijo don Juan, burlón-, ¿A poco te han enseñado a vivir mejor?
– Es que la gente no les hace caso -protestó Genaro-; y sólo le hacen caso al demonio.
– Si fueran protectores de verdad, los obligarían a escuchar -dijo don Juan-. Si Mescalito se convierte en tu protector, tendrás que escuchar quieras o no, porque puedes verlo y tienes que hacer caso de lo que te diga. Te obligará a acercarte a él con respeto. No como ustedes están acostumbrados a acercarse a sus protectores -aclaró.
– ¿Qué quieres decir, Juan? -preguntó Esquere.
– Quiero decir que, para ustedes, acercarse a sus protectores significa que uno de ustedes tiene que tocar el violín, y un bailarían tiene que ponerse su máscara y sonajas y bailar, mientras todos ustedes beben. Tú, Benigno, fuiste pascola; cuéntanos cómo fue eso.
– No más que tres años y después lo dejé -dijo Benigno-. Es trabajo duro.
– Pregúntenle a Lucio -dijo Esquere, satírico-. ¡Ese lo dejó en una semana!
Todos rieron, excepto don Juan. Lucio sonrió, aparentemente apenado, y se tomó dos grandes tragos de bacanora.
– No es duro, es estúpido -dijo don Juan-. Pregúntenle a Valencio, el pascola, si goza de su baile. ¡Pos no! Se acostumbró, eso es todo. Yo llevo años de verlo bailar, y siempre veo los mismos movimientos mal hechos. No tiene orgullo de su arte, salvo cuando habla del baile. No le tiene cariño, y por eso año tras año repite los mismos movimientos. Lo que su baile tenía de malo al principio ya se hizo duro. Ya no lo puede ver.