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Eligio se levantó repetidas veces para ir a los matorrales. En determinado momento pidió agua. Don Juan le dijo que no la bebiera, que sólo hiciese buches con ella.

Eligio masticó otros dos botones y don Juan le dio carne seca,

Cuando hubo mascado su décimo botón, yo estaba casi enfermo de angustia.

De pronto, Eligio cayó hacia adelante y su frente golpeó el suelo. Rodó sobre el costado izquierdo y se sacudió convulsivamente. Miré mi reloj. Eran las once y veinte. Eligio se sacudió, se bamboleó y gimió durante más de una hora, tirado en el suelo.

Don Juan mantuvo la misma posición frente a él. Sus canciones de peyote eran casi un murmullo. Benigno, sentado a mi derecha, parecía distraído; Lucio, junto a él, se había dejado caer de lado y roncaba.

El cuerpo de Eligio se contrajo a una posición retorcida. Yacía sobre el costado izquierdo, de frente hacia mí, con las manos entre las piernas. Dio un poderoso salto y se volvió sobre la espalda, con las piernas ligeramente curvadas. Su mano izquierda se agitaba hacia afuera y hacia arriba con un movimiento libre y elegante en extremo. La mano derecha repitió el mismo diseño, y luego ambos brazos alternaron en un movimiento lento, ondulante, parecido al de un arpista. El movimiento se hizo gradualmente más vigoroso. Los brazos tenían una vibración perceptible y subían y bajaban como pistones. Al mismo tiempo, las manos giraban hacia adelante, desde la muñeca, y los dedos se agitaban. Era un espectáculo bello, armonioso, hipnótico. Pensé que su ritmo y su dominio muscular estaban más allá de toda comparación.

Entonces Eligio se levantó despacio, como si se estirara contra una fuerza envolvente. Su cuerpo temblaba. Se sentó en cuclillas y luego empujó hasta quedar erecto. Sus brazos, tronco y cabeza vibraban como si los atravesase una corriente eléctrica intermitente. Era como si una fuerza ajena a su control lo asentara o lo impulsase hacia arriba.

El canto de don Juan se hizo muy fuerte. Lucio y Benigno despertaron y miraron sin interés la escena durante un rato y luego volvieron a dormirse.

Eligio parecía moverse hacia arriba. Al parecer estaba escalando. Ahuecaba las manos para agarrarse a objetos más allá de mi visión. Se empujó hacia arriba e hizo una pausa para recuperar el aliento.

Queriendo ver sus ojos me acerqué más a él, pero don Juan me miró con fiereza y retrocedí a mi puesto.

Entonces Eligio saltó. Fue un salto formidable, definitivo. Al parecer, había llegado a su meta. Resoplaba y sollozaba con el esfuerzo. Parecía asido a un borde. Pero algo iba alcanzándolo. Chilló desesperado. Sus manos se aflojaron y empezó a caer. Su cuerpo se arqueó hacia atrás, y un hermosísimo escarceo coordinado lo convulsionó de la cabeza a los pies. La oleada lo atravesó unas cien veces antes de que su cuerpo se desplomara como un costal sin vida.

Tras un rato extendió los brazos hacia el frente, como protegiendo su rostro. Mientras yacía sobre el pecho, sus piernas se estiraron hacia atrás; estaban arqueadas a unos centímetros del suelo, dando al cuerpo la apariencia exacta de deslizarse o volar a una velocidad increíble. La cabeza estaba arqueada hacia atrás, a todo lo que daba; los brazos unidos sobre los ojos, escudándolos. Podía yo sentir el viento silbando en torno suyo. Boqueé y di un fuerte grito involuntario. Lucio y Benigno despertaron y miraron con curiosidad a Eligio.

– Si me compras una moto, lo masco ahorita -dijo Lucio en voz alta.

Miré a don Juan. El hizo un gesto imperativo con la cabeza.

– ¡Hijo de puta! -masculló Lucio, y volvió a dormirse.

Eligio se puso en pie y echó a andar. Dio unos pasos hacia mí y se detuvo. Pude verlo sonreír con una expresión beatífica. Trató de silbar. El sonido no era claro, pero tenía armonía. Era una tonada. Constaba solamente de un par de barras, repetidas una y otra vez. Tras un rato el silbido se hizo nítidamente audible, y luego se convirtió en una melodía aguda. Eligio murmuraba palabras ininteligibles. Las palabras parecían ser la letra de la tonada. La repitió durante horas. Una canción muy sencilla: repetitiva, monótona, pero extrañamente bella.

Al cantar, Eligio parecía estar mirando algo. En cierto momento se acercó mucho a mí. Vi unos ojos en la semioscuridad. Estaban vidriosos, transfigurados. Sonrió y soltó una risita. Caminó y tomó asiento y caminó de nuevo, gruñendo y suspirando.

De repente, algo pareció haberlo empujado desde atrás Su cuerpo se arqueó por enmedio, como movido por una fuerza directa. En determinado instante, Eligio estaba equilibrado sobre la punta de los pies, formando un círculo casi completo, sus manos tocando el suelo. Cayó de nuevo, suavemente, sobre la espalda, y se extendió a todo su largo adquiriendo una rigidez extraña.

Gimoteó y gruñó durante un rato, luego empezó a roncar. Don Juan lo cubrió con unos sacos de arpillera.

Eran las 5:35 AM.

Lucio y Benigno dormían hombro contra hombro, recargados en la pared. Don Juan y yo estuvimos callados largo rato. El se veía fatigado. Rompí el silencio y le pregunté por Eligió. Me dijo que el encuentro de Eligio con Mescalito había tenido un éxito excepcional; Mescalito le había enseñado una canción en su primer encuentro y eso era ciertamente extraordinario.

Le pregunté por qué no había dejado a Lucio tomar peyote a cambio de una motocicleta. Dijo que Mescalito habría matado a Lucio si éste se le hubiera acercado bajo tales condiciones. Don Juan admitió haber preparado todo cuidadosamente para convencer a su nieto; me dijo que había contado con mi amistad con Lucio como parte central de su estrategia. Dijo que Lucio había sido siempre su gran preocupación, y que en una época ambos vivieron juntos y estaban muy unidos, pero Lucio enfermó gravemente a los siete años y el hijo de don Juan, católico devoto, prometió a la Virgen de Guadalupe que Lucio ingresaría en una sociedad sagrada de danzantes si su vida se salvaba. Lucio se recobró y fue obligado a cumplir el juramento. Duró una semana como aprendiz, y luego se resolvió a romper el voto. Pensó que moriría a resultas de esto, templó su ánimo y durante un día entero esperó la llegada de la muerte. Todo el mundo se burló del niño y el incidente jamás se olvidó.

Don Juan pasó largo rato sin hablar. Parecía haber sido cubierto por un mar de pensamientos.

– Mi trampa era para Lucio -dijo- y en vez de él hallé a Eligio. Yo sabía que no tenía caso, pero cuando se quiere a alguien debemos insistir como se debe, como si fuera posible rehacer a los hombres. Lucio tenía valor cuando era niño, y luego lo perdió a lo largo del camino,

– ¿No puede usted embrujarlo, don Juan?

– ¿Embrujarlo? ¿Para qué?

– Para que cambie y recobre su valor.

– La brujería no se usa para dar valor. El valor es algo personal. La brujería es para volver a la gente inofensiva o enferma o tonta. No se embruja para hacer guerreros. Para ser guerrero hay que ser claro como el cristal, igual que Eligio. ¡Ahí tienes a un hombre de valor!

Eligio roncaba apaciblemente bajo los costales. Despuntaba el día. El cielo era de un azul impecable. No había nubes a la vista.

– Daría cualquier cosa en este mundo -dije- por saber del viaje de Eligio. ¿Se opondría usted a que yo le pidiera que me lo contara?

– ¡Bajo ninguna circunstancia debes pedirle eso!

– ¿Por qué no? Yo le cuento a usted mis experiencias.

– Eso es distinto. No es tu inclinación guardarte las cosas para ti solo. Eligio es indio. Su viaje es todo lo que tiene. Ojalá hubiera sido Lucio.

– ¿No hay nada que pueda usted hacer, don Juan?

– No. Por desgracia, no hay manera de hacerles huesos a las aguamalas. Fue sólo mi desatino.

Salió el sol. Su luz empañó mis ojos cansados.

– Me ha dicho usted muchas veces, don Juan, que un brujo no puede permitirse desatinos. Jamás pensé que tuviera usted alguno.