Don Juan debe haber notado mi expresión intrigada; repitió sus aseveraciones tres veces, como para hacerme comprenderlas. Lo que dijo me sonó al principio como un galimatías, pero al pensarlo cuidadosamente, sus palabras descollaron más bien como una declaración elaborada acerca de alguna faceta de la percepción.
Intenté pensar una buena pregunta que lo hiciera clarificar su argumento, pero no se me ocurrió nada. De un momento a otro me sentía exhausto y no podía formular con claridad mis pensamientos.
Don Juan pareció notar mi fatiga y me dio unas palmaditas suaves.
– Limpia estas plantas aquí -dijo-, y luego las desmenuzas con cuidado y las pones en este frasco.
Me dio un frasco grande de café y se marchó.
Volvió a su casa horas después, al atardecer. Yo había terminado de deshebrar sus plantas y tenido tiempo de sobra para escribir mis notas. Quise hacerle acto seguido algunas preguntas, pero no estaba de humor para responderme. Dijo que se moría de hambre y que primero debía preparar su comida. Encendió un fuego en su estufa de tierra y puso una olla con extracto de caldo de hueso. Atisbó en las bolsas de provisiones que yo había llevado y sacó unas verduras, las cortó en trozos pequeños y las echó en la olla. Luego se acostó en su petate, se quitó los huaraches y me indicó sentarme más cerca de la estufa, para alimentar el fuego.
Estaba casi oscuro; desde mi puesto podía ver el cielo hacia el oeste. Las orillas de unas espesas formaciones de nubes estaban teñidas de un color anteado profundo, mientras el centro de las nubes permanecía casi negro.
Iba yo a comentar la belleza de las nubes, pero él habló primero.
– Esponjosas por fuera y apretadas por dentro -dijo señalando las nubes.
Su frase encajaba tan a la perfección que me hizo saltar.
– En este momento yo iba a hablarle de las nubes -dije.
– Entonces te gané -dijo, y rió con abandono infantil.
Le pregunté si estaba de humor para responder algunas preguntas.
– ¿Qué quieres saber? -repuso.
– Lo que me dijo usted esta tarde acerca del desatino controlado me ha inquietado muchísimo -dije-. Realmente no puedo entenderlo.
– Claro que no puedes entenderlo -dijo-. Estás tratando de pensarlo, y lo que yo dije no encaja con tus pensamientos.
– Estoy tratando de pensarlo -dije- porque ésa es la única forma en que yo, personalmente, puedo entender cualquier cosa. Por ejemplo, don Juan, ¿dice usted que, cuando uno aprende a ver, todo en el mundo entero carece de valor?
– No dije de valor. Dije de importancia. Todo es igual y por lo tanto sin importancia. Por ejemplo, no hay manera de decir que mis actos son más importantes que los tuyos, o que una cosa es más esencial que otra; por lo tanto, todas las cosas son iguales, y al ser iguales carecen de importancia.
Le pregunté si estaba declarando que lo que había llamado "ver" era en efecto una "manera mejor" que el simple "mirar las cosas".
Dijo que los ojos del hombre podían realizar ambas funciones, pero ninguna era mejor que la otra; sin embargo, educar los ojos nada más para mirar era, en su opinión, un desperdicio innecesario.
– Por ejemplo, para reír necesitamos mirar con los ojos -dijo-, porque sólo cuando miramos las cosas podemos captar el filo gracioso del mundo. En cambio, cuando nuestros ojos ven, todo es tan igual que nada tiene gracia.
– ¿Quiere usted decir, don Juan, que un hombre que ve nunca puede reír?
Permaneció en silencio un rato.
– Tal vez haya hombres de conocimiento que nunca ríen -dijo-. Pero no conozco ninguno. Los que conozco ven y también miran, de modo que ríen.
– ¿Lloraría asimismo un hombre de conocimiento?
– Por supuesto. Nuestros ojos miran para que podamos reír, o llorar, o regocijarnos, o estar tristes, o estar contentos. A mí personalmente no me gusta estar triste; por eso, cada vez que presencio algo que por lo común me entristecería, simplemente cambio los ojos y lo veo en lugar de mirarlo. Pero cuando encuentro algo gracioso, miro y me río.
– Pero entonces, don Juan, su risa es genuina, y no desatino controlado.
Don Juan se me quedó mirando un momento.
– Yo hablo contigo porque me haces reír -dijo-. Me haces acordar a unas ratas coludas del desierto que se quedan atracadas cuando meten la cola en agujeros tratando de ahuyentar a otras ratas para robarles la comida. Tú quedas atrapado en tus propias preguntas. ¡Ten cuidado! A veces, esas ratas se arrancan la cola al soltarse.
La comparación me hizo gracia y reí. Don Juan me había enseñado cierta vez unos roedores pequeños, de cola peluda, que parecían ardillas gordas; la imagen de una de esas ratas rechonchas arrancándose la cola a tirones era triste y al mismo tiempo morbosamente chistosa.
– Mi risa, así como todo cuanto hago, es de verdad -dijo don Juan-, pero también es desatino controlado porque es inútil; no cambia nada y sin embargo lo hago.
– Pero según yo lo entiendo, don Juan, su risa no es inútil. Lo hace a usted feliz.
– ¡No! Soy feliz porque escojo mirar las cosas que me hacen feliz, y entonces mis ojos captan su filo gracioso y me río. Te lo he dicho incontables veces. Siempre hay que escoger el camino con corazón para estar lo mejor posible, quizá para poder reír todo el tiempo.
Interpreté sus palabras en el sentido de que el llanto era inferior a la risa, o al menos, quizá, un acto que nos debilitaba. El aseveró que no había diferencia intrínseca y que ambas cosas carecían de importancia; dijo, empero, que su preferencia era la risa, porque la risa hacía a su cuerpo sentirse mejor que el llanto.
En este punto sugerí que, si uno tiene preferencia, no hay igualdad; si él prefería la risa al llanto, la primera era sin duda más importante.
Don Juan mantuvo tercamente que su preferencia no quería decir que no fueran iguales, y yo insistí diciendo que nuestra discusión podía extenderse lógicamente al planteamiento de que, si todas las cosas eran supuestamente iguales, ¿por qué no elegir también la muerte?
– Eso hacen muchos hombres de conocimiento -dijo-. Un día desaparecen así no más. La gente piensa que los emboscaron y los mataron a causa de sus hechos. Prefieren morir porque no les importa. En cambio, yo prefiero vivir, y reír, no porque importe, sino porque esa preferencia es la inclinación de mi naturaleza. Si digo que prefiero o escojo es porque veo, pero el asunto es que yo no escojo vivir; mi voluntad me hace seguir viviendo a pesar de cuanto pueda ver. Tú no me entiendes ahora a causa de esa costumbre que tienes de pensar así como miras y de pensar así como piensas.
Esta frase me intrigó sobremanera. Le pedí explicar qué quería decir con ella.
Repitió la misma formulación varias veces, como dándose tiempo para organizarla en términos distintos, y luego remachó su argumento diciendo que con lo de "pensar" se refería a la idea constante que tenemos de todo en el mundo. Dijo que "ver" disipaba esa costumbre y, mientras yo no aprendiera a "ver", no podría comprender lo que él decía.
– Pero si nada importa, don Juan, ¿por qué va a importar que yo aprenda a ver?
– Una vez te dije que nuestra suerte como hombres es aprender, para bien o para mal -repuso-. Yo he aprendido a ver y te digo que nada importa en realidad; ahora te toca a ti; a lo mejor algún día verás y sabrás si las cosas importan o no. Para mí nada importa, pero capaz para ti importe todo. Ya deberías saber a estas alturas que un hombre de conocimiento vive de actuar, no de pensar en actuar, ni de pensar qué pensará cuando termine de actuar.