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Dejó de comer y rió.

– Te importa demasiado querer a los otros o que te quieran a ti -dijo-. Un hombre de conocimiento quiere, eso es todo. Quiere lo que se le antoja o a quien se le antoja, pero usa su desatino controlado para andar sin pena ni cuidado. Lo contrario de lo que tú haces ahora. Que los otros lo quieren o no lo quieran a uno no es todo lo que se puede hacer como hombre.

Se me quedó viendo un rato, con la cabeza algo ladeada.

– Piénsalo -dijo.

– Hay una cosa más que quiero preguntar, don Juan. Dijo usted que necesitamos mirar con nuestros ojos para reír, pero yo creo que nos reímos porque pensamos. Un ciego también se ríe.

– No -dijo-. Los ciegos no ríen. Sus cuerpos se sacuden un poquito con la oleada de la risa. Jamás han mirado el filo gracioso del mundo y tienen que imaginarlo. Su risa no es rugido.

No hablamos más. Yo experimentaba una sensación de bienestar, de felicidad. Comimos en silencio; luego don Juan empezó a reír. Yo estaba usando una rama seca para llevar las verduras a mi boca.

4 de octubre, 1968

Hoy, en cierto momento, pregunté a don Juan si tenía inconveniente en hablar un poco más sobre "ver". Pareció deliberar un instante; luego sonrió y dijo que de nuevo me hallaba envuelto en mi rutina de costumbre, tratando de hablar en vez de hacer.

– Si quieres ver deberás dejar que el humo te guíe -dijo con énfasis-. Ya no voy a hablar de esto.

Yo estaba ayudándole a limpiar unas hierbas secas. Trabajamos un buen rato en silencio completo. Cuando me veo forzado a un silencio prolongado me entra siempre la aprensión, sobre todo en presencia de don Juan. En un momento dado le presenté una pregunta en una especie de arranque compulsivo, casi beligerante.

– ¿Cómo ejercita su desatino controlado un hombre de conocimiento en el caso de la muerte de una persona a quien ama?

Tomado por sorpresa, don Juan me miró extrañado.

– Digamos su nieto Lucio -dije-. ¿Serían desatino controlado los actos de usted en caso de que él muriera?

– Digamos mi hijo Eulalio, es mejor ejemplo -repuso con calma don Juan-. Lo aplastó un derrumbe cuando trabajaba en la construcción de la Carretera Panamericana. La manera como actué con él en el momento de su muerte fue desatino controlado. Cuando llegué a la zona de explosivos, casi estaba muerto, pero su cuerpo era tan fuerte que seguía moviéndose y pataleando. Me puse frente a él y les dije a los muchachos de la cuadrilla que ya no lo acarrearan; me obedecieron y se quedaron allí parados alrededor de mi hijo, mirando su cuerpo maltrecho. Yo también me quedé allí parado, pero sin mirar. Cambié mis ojos para ver cómo su vida personal se deshacía, se extendía incontrolable más allá de sus limites, como una neblina de cristales, porque así es como la vida y la muerte se mezclan y se expanden. Eso fue lo que hice en la hora de la muerte de mi hijo. Eso es todo lo que uno podría hacer, y es desatino controlado. Si lo hubiera mirado, lo hubiera visto quedarse quieto y habría sentido un grito por dentro, porque ya nunca más miraría su hermosa figura caminando por la tierra. En lugar de eso vi su muerte, y no hubo tristeza ni sentimiento. Su muerte era igual a todo lo demás.

Don Juan guardó silencio unos instantes. Parecía triste, pero entonces sonrió y golpeteó mi cabeza con un dedo.

– Puedes decir que, en el caso de la muerte de un persona a quien amo, mi desatino controlado es cambiar los ojos.

Pensé en la gente que yo amo, y una oleada de pena, terriblemente opresiva, me envolvió.

– Dichoso usted, don Juan -dije-. Usted puede cambiar los ojos, mientras que yo no puedo sino mirar.

Mis frases lo hicieron reír.

– ¡Qué dichoso ni qué la chingada! -dijo-. Es trabajo duro.

Ambos reímos. Tras un largo silencio empecé a interrogarlo de nuevo, quizá sólo para disipar mi propia tristeza.

– Entonces, don Juan, si le he entendido correctamente -dije-, los únicos actos en la vida de un hombre de conocimiento que no son desatino controlado son aquéllos que realiza con su aliado o con Mescalito. ¿No es cierto?

– Es cierto -dijo chasqueando la lengua-. Mi aliado y Mescalito no están al nivel de nosotros los seres humanos. Mi desatino controlado se aplica sólo a mí mismo y a los actos que realizo en compañía de mis semejantes.

– Sin embargo -dije-, es una posibilidad lógica pensar que un hombre de conocimiento puede también considerar desatino controlado sus actos con su aliado o con Mescalito, ¿verdad?

Me miró un momento.

– Estás pensando otra vez -dijo-. Un hombre de conocimiento no piensa, por lo tanto no puede encontrarse con esa posibilidad. Aquí estoy yo, por ejemplo. Yo digo que mi desatino controlado se aplica a los actos que realizo en compañía de mis semejantes; lo digo porque puedo ver a mis semejantes. Sin embargo, no puedo ver a mi aliado y eso lo hace incomprensible para mi, así que ¿cómo voy a controlar mi desatino si no lo veo? Con mi aliado o con Mescalito yo soy solamente un hombre que sabe cómo ver y se desconcierta con lo que ve; un hombre que sabe que jamás entenderá todo lo que lo rodea.

"Ahí estás tú, por ejemplo. A mí no me importa si te haces o no hombre de conocimiento; sin embargo, a Mescalito le importa. Si no le importara, no daría tantos pasos para mostrar que se ocupa de ti. Yo me doy cuenta de que se ocupa y actúo de acuerdo con eso, pero sus razones me son incomprensibles."

VI

Justamente cuando subíamos en mi coche para iniciar un viaje al estado de Oaxaca, el 5 de octubre de 1968, don Juan me detuvo.

– Te he dicho antes -dijo con expresión grave- que nunca hay que revelar el nombre ni el paradero de un brujo. Creo que entendiste que nunca debías revelar mi nombre ni el sitio donde está mi cuerpo. Ahora voy a pedirte que hagas lo mismo con un amigo mío, un amigo a quien llamarás Genaro. Vamos a ir a su casa; pasaremos allí un tiempo.

Aseguré a don Juan no haber traicionado jamás su confianza.

– Lo sé -dijo sin alterar su seriedad-. Pero me preocupa que vayas a volverte descuidado.

Protesté, y don Juan dijo que su propósito era únicamente recordarme que, cada vez que uno se descuidaba en asuntos de brujería, estaba jugando con una muerte inminente y sin sentido, la cual podía evitarse siendo precavido y alerta.

– Ya no tocaremos este asunto -dijo-. Una vez que salgamos de mi casa no mencionaremos a Genaro ni pensaremos en él. Quiero que desde ahora pongas en orden tus pensamientos. Cuando lo conozcas debes ser claro y no tener dudas en tu mente.

– ¿A qué clase de dudas se refiere usted, don Juan?

– A cualquier clase de dudas. Cuando lo conozcas, debes ser claro como el cristal. ¡El te va a ver!

Sus extrañas admoniciones me produjeron una gran aprensión. Mencioné que acaso no debía conocer en absoluto a su amigo. Pensé que sólo debía llevar a don Juan cerca de donde aquél vivía y dejarlo allí.

– Lo que te dije fue sólo una precaución -dijo él-. Ya conociste a un brujo, Vicente, y casi te mató. ¡Ten cuidado esta vez!