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Cuando llegamos a la parte central de México, nos tomó dos días caminar desde donde dejé mi coche hasta la casa del amigo, una chocita encaramada en la ladera de una montaña. El amigo de don Juan estaba en la puerta, como si nos aguardara. Lo reconocí de inmediato. Ya había tenido contacto con él, aunque brevemente, cuando llevé mi libro a don Juan. Aquella vez no lo había mirado en realidad, sino muy por encima, y tuve la impresión de que era de la misma edad que don Juan. Sin embargo, al verlo en la puerta de su casa advertí que definitivamente era más joven. No tendría muchos años más de los sesenta. Era más bajo y más esbelto que don Juan, muy moreno y magro. Tenía el cabello espeso, veteado de gris y un poco largo; le cubría en parte las orejas y la frente. Su rostro era redondo y duro. Una nariz muy prominente lo hacía parecer un ave de presa con pequeños ojos oscuros.

Habló primero con don Juan. Don Juan asintió con la cabeza. Conversaron brevemente. No hablaban en español, así que no entendí lo que decían. Luego don Genaro se volvió hacia mí.

– Sea usted bienvenido a mi humilde choza -dijo en español y en tono de disculpa.

Sus palabras eran una fórmula de cortesía que yo había oído antes en diversas áreas rurales de México. Pero al decirlas rió gozoso, sin ninguna razón evidente, y supe que estaba ejerciendo su desatino controlado. No le importaba en lo más mínimo que su casa fuera una choza. Don Genaro me simpatizó mucho.

Durante los dos días siguientes, fuimos a las montañas para recoger plantas. Don Juan, don Genaro y yo salíamos cada día al romper el alba. Los dos viejos se encaminaban juntos a una parte especifica, pero no identificada, de las montañas, y me dejaban solo en cierta zona del bosque. Yo tenía allí una sensación exquisita. No advertía el paso del tiempo, ni me daba aprensión el quedarme solo; la experiencia extraordinaria que tuve ambos días fue una inexplicable capacidad para concentrarme en la delicada tarea de hallar las plantas específicas que don Juan me había confiado recoger.

Regresábamos a la casa al caer la tarde, y los dos días mi cansancio me hizo dormirme en el acto.

Pero el tercer día fue distinto. Los tres trabajamos juntos, y don Juan pidió a don Genaro enseñarme cómo seleccionar determinadas plantas. Regresamos alrededor del mediodía y los dos viejos estuvieron sentados frente a la casa horas enteras, en completo silencio, como si se hallaran en estado de trance. Pero no estaban dormidos. Caminé un par de veces alrededor de ellos; don Juan seguía con los ojos mis movimientos, y lo mismo hacía don Genaro.

– Hay que hablar con las plantas antes de cortarlas -dijo don Juan. Dejó caer al descuido sus palabras y repitió la frase tres veces, como para captar mi atención. Nadie había dicho una sola palabra hasta que él habló.

– Para ver a las plantas hay que hablarles personalmente -prosiguió-. Hay que llegar a conocerlas una por una; entonces las plantas te dicen todo lo que quieras saber de ellas.

Atardecía. Don Juan estaba sentado en una piedra plana, de cara a las montañas del oeste; don Genaro, junto a él, ocupaba un petate y miraba hacia el norte. Don Juan me había dicho, el primer día que estuvimos allí, que ésas eran las "posiciones" de ambos, y que yo debía sentarme en el suelo en cualquier sitio frente a los dos. Añadió que, mientras nos halláramos sentados en esas posiciones, yo tenía que mantener el rostro hacia el sureste, y mirarlos sólo en breves vistazos.

– Sí, así pasa con las plantas, ¿no? -dijo don Juan y se volvió a don Genaro, quien manifestó su acuerdo con un gesto afirmativo.

Le dije que el motivo de que yo no hubiera seguido sus instrucciones era que me sentía un poco estúpido hablando con las plantas.

– No acabas de entender que un brujo no está bromeando -dijo con severidad-. Cuando un brujo hace el intento de ver, hace el intento de ganar poder.

Don Genaro me observaba. Yo estaba tomando notas y eso parecía desconcertarlo. Me sonrió, meneó la cabeza y dijo algo a don Juan. Don Juan alzó los hombros. Verme escribir debe haber sido bastante extraño para don Genaro. Don Juan, supongo, se hallaba acostumbrado a mis anotaciones, y el hecho de que yo escribiera mientras él hablaba ya no le producía extrañeza; podía continuar hablando sin parecer advertir mis actos. Don Genaro, en cambio, no dejaba de reír, y tuve que abandonar mi escritura para no romper el tono de la conversación.

Don Juan volvió a afirmar que los actos de un brujo no debían tomarse como chistes, pues un brujo jugaba con la muerte en cada vuelta del camino. Luego procedió a relatar a don Genaro la historia de cómo una noche, durante uno de nuestros viajes, yo había mirado las luces de la muerte, siguiéndome. La anécdota resultó absolutamente graciosa; don Genaro rodó por el suelo riendo.

Don Juan me pidió disculpas y dijo que su amigo era dado a explosiones de risa. Miré a don Genaro, a quien creí todavía rodando en el suelo, y lo vi ejecutar un acto de lo más insólito. Estaba parado de cabeza sin ayuda de brazos ni piernas, y tenía las piernas cruzadas como si se encontrara sentado. El espectáculo era tan insólito que me hizo saltar. Cuando tomé conciencia de que don Genaro estaba haciendo algo casi imposible, desde el punto de vista de la mecánica corporal, él había vuelto a sentarse en una postura normal. Don Juan, empero, parecía tener conocimiento de lo involucrado, y celebró a carcajadas la hazaña de don Genaro.

Don Genaro parecía haber notado mi confusión; palmoteó un par de veces y rodó nuevamente en el suelo; al parecer quería que yo lo observara. Lo que al principio había parecido rodar en el suelo era en realidad inclinarse estando sentado, y tocar el suelo con la cabeza. Aparentemente lograba su ilógica postura ganando impulso, inclinándose varias veces hasta que la inercia llevaba su cuerpo a una posición vertical, de modo que por un instante "se sentaba de cabeza".

Cuando la risa de ambos aminoró, don Juan siguió hablando; su tono era muy severo. Cambié la posición de mi cuerpo para estar cómodo y darle toda mi atención. No sonrió ni por asomo, como suele hacer, especialmente cuando trato de prestar atención deliberada a lo que dice. Don Genaro seguía mirándome como en espera de que yo empezase a escribir de nuevo, pero ya no tomé notas. Las palabras de don Juan eran una reprimenda por no hablar con las plantas que yo había cortado, como siempre me había dicho que hiciera. Dijo que las plantas que yo maté podrían también haberme matado; expresó su seguridad de que, tarde o temprano, harían que me enfermara. Añadió que si me enfermaba como resultado de dañar plantas, yo, sin embargo, no daría importancia al hecho y creería tener solamente un poco de gripe.

Los dos viejos tuvieron otro momento de regocijo; luego don Juan se puso serio nuevamente y dijo que, si yo no pensaba en mi muerte, mi vida entera no sería sino un caos personal. Se veía muy austero.

– ¿Qué más puede tener un hombre aparte de su vida y su muerte? -me dijo.

En ese punto sentí que era indispensable tomar notas y empecé a escribir de nuevo. Don Genaro se me quedó mirando y sonrió. Luego inclinó la cabeza un poco hacia atrás y abrió sus fosas nasales. Al parecer controlaba en forma notable los músculos que operaban dichas fosas, pues éstas se abrieron como al doble de su tamaño normal.

Lo más cómico de su bufonería no eran tanto los gestos de don Genaro como sus propias reacciones a ellos. Después de agrandar sus fosas nasales se desplomó, riendo, y una vez más llevó su cuerpo a la misma extraña posición invertida de sentarse de cabeza.

Don Juan rió hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas. Me sentí algo apenado y reí con nerviosismo.

– A Genaro no le gusta que escribas -dijo don Juan a guisa de explicación.

Puse mis notas a un lado, pero don Genaro me aseguró que estaba bien escribir, porque en realidad no le importaba. Volví a recoger mis notas y empecé a escribir. El repitió los mismos movimientos hilarantes y ambos tuvieron de nuevo las mismas reacciones.