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Experimenté una especie de aprensión cuando empezó a trepar por las rocas. No podía figurarme qué iba a hacer.

– ¿Qué hace? -pregunté a don Juan en un susurro.

Don Juan no me miró.

– ¿No ves que está trepando? -dijo.

Don Juan miraba directamente a don Genaro. Tenía los ojos fijos, los párpados entrecerrados. Estaba sentado muy erecto, con las manos descansando entre las piernas, sobre el borde de la piedra.

Me incliné un poco para ver a los dos jóvenes. Don Juan hizo un ademán imperativo para hacerme volver a la línea. Me retraje de inmediato. Tuve sólo un vislumbre de los jóvenes. Parecían igual de atentos que él.

Don Juan hizo otro ademán y señaló en dirección de la cascada.

Miré de nuevo. Don Genaro había trepado un buen trecho por la pared rocosa. En el momento en que miré se hallaba encaramado en una saliente; avanzaba despacio, centímetro a centímetro, para rodear un enorme peñasco. Tenía los brazos extendidos, como abrazando la roca. Se movió lentamente hacia su derecha y de pronto perdió pie. Di una boqueada involuntaria. Por un instante, su cuerpo entero pendió en el aire. Me sentí seguro de que caería, pero no fue así. Su mano derecha había aferrado algo, y muy ágilmente sus pies volvieron a la saliente. Pero antes de seguir adelante se volvió a mirarnos. Fue apenas un vistazo. Había, sin embargo, tal estilización en el movimiento de volver la cabeza, que empecé a dudar. Recordé que había hecho lo mismo, volverse a mirarnos, cada vez que resbalaba. Yo había pensado que don Genaro debía de sentirse apenado por su torpeza y que volteaba a ver si lo observábamos.

Trepó un poco más hacia la cima, sufrió otra pérdida de apoyo y quedó colgando peligrosamente de la salediza superficie de roca. Esta vez se sostenía con la mano izquierda. Al recuperar el equilibrio se volvió nuevamente a mirarnos. Resbaló dos veces más antes de llegar a la cima. Desde donde nos hallábamos sentados, la cresta de la cascada parecía tener de seis a ocho metros de ancho.

Don Genaro permaneció inmóvil un momento. Quise preguntar a don Juan qué iba a hacer don Genaro allá arriba, pero don Juan parecía tan absorto en observar que no me atrevía a molestarlo.

De pronto, don Genaro saltó hacia el agua. Fue una acción tan completamente inesperada que sentí un vacío en la boca del estómago. Fue un salto magnífico, extravagante. Durante un segundo tuve la clara sensación de haber visto una serie de imágenes superpuestas de su cuerpo en vuelo elíptico hasta la mitad de la corriente.

Al aminorar mi sorpresa, advertí que don Genaro había aterrizado en una piedra al borde de la caída: una piedra apenas visible desde donde nos encontrábamos.

Permaneció largo tiempo allí encaramado. Parecía combatir la fuerza del agua precipitada. Dos veces se inclinó sobre el precipicio y no pude determinar a qué estaba asido. Alcanzó el equilibrio y se acuclilló en la piedra. Luego saltó de nuevo, como un tigre. Mis ojos apenas si percibían la siguiente piedra donde aterrizó; era como un cono pequeño en el borde mismo del despeñadero.

Se quedó allí casi diez minutos. Estaba inmóvil. Su quietud me impresionaba a tal grado que empecé a tiritar. Quería levantarme y caminar por ahí.

Don Juan advirtió mi nerviosismo y con tono autoritario me instó a calmarme.

La inmovilidad de don Genaro me precipitó a un terror extraordinario y misterioso. Sentí que, si seguía más tiempo allí encaramado, yo no podría controlarme.

De pronto saltó de nuevo, ahora hasta la otra ribera de la cascada. Cayó sobre los pies y las manos, como un felino. Permaneció acuclillado un momento; luego se incorporó y miró a través del torrente, hacia la otra orilla, y luego hacia abajo, en nuestra dirección. Se estuvo enteramente quieto, mirándonos. Tenía las manos a los lados, ahuecadas como aferrando un barandal invisible.

Había en su postura algo verdaderamente exquisito; su cuerpo parecía tan flexible, tan frágil. Pensé que don Genaro con su banda y sus plumas, su poncho oscuro y sus pies descalzos, era el ser humano más hermoso que yo hubiera visto.

Repentinamente echó los brazos hacia arriba, alzó la cabeza, y con gran rapidez lanzó su cuerpo a la izquierda, en una especie de salto mortal lateral. El peñasco donde había estado era redondo, y al saltar desapareció tras él.

En ese momento empezaron a caer grandes gotas de lluvia. Don Juan se levantó y lo mismo hicieron los dos jóvenes. Su movimiento fue tan abrupto que me confundió. La experta hazaña de don Genaro me había puesto en un estado de profunda excitación emotiva. Sentía que el viejo era un artista consumado y quería verlo en ese mismo instante para aplaudirlo.

Me esforcé por escudriñar el lado izquierdo de la cascada para ver si don Genaro descendía, mas no lo hizo. Insistí en saber qué le había pasado. Don Juan no respondió.

– Más vale que nos vayamos aprisa -dijo-. Está fuerte el aguacero. Hay que llevar a Néstor y Pablito a su casa, y luego tendremos que irnos regresando.

– Ni siquiera le dije adiós a don Genaro -me quejé.

– Él ya te dijo adiós -repuso don Juan con aspereza.

Me observó un instante y luego suavizó el ceño y sonrió.

– También te dio su afecto -dijo-. Le caíste bien.

– Pero ¿no vamos a esperarlo?

– ¡No! -dijo don Juan con brusquedad-. Déjalo tranquilo, ahí donde esté. Capaz ya es un águila volando al otro mundo, o capaz ya se murió allá arriba. Ahorita ya no le hace.

23 de octubre, 1968

Don Juan mencionó casualmente que iba a hacer otro viaje a México central en un futuro cercano.

– ¿Va usted a visitar a don Genaro? -pregunté.

– A lo mejor -dijo sin mirarme.

– Don Genaro está bien, ¿verdad, don Juan? Digo, no le pasó nada malo allá arriba de la catarata, ¿no?

– No le pasó nada; tiene aguante.

Hablamos un rato de su proyectado viaje y luego dije que había gozado mucho de la compañía y los chistes de don Genaro. Se rió y dijo que don Genaro era en verdad como un niño. Hubo una larga pausa; yo pugnaba mentalmente por hallar una frase inicial para inquirir acerca de su lección. Don Juan me miró y dijo en tono malicioso:

– Ya te matan las ganas de preguntarme por la lección de Genaro, ¿no?

Reí con turbación. Todo lo ocurrido en la catarata me había estado obsesionando. Daba yo vueltas y más vueltas a todos los detalles que podía recordar, y mis conclusiones eran que había sido testigo de una increíble hazaña de destreza física. Pensaba que don Genaro era, sin lugar a dudas, un incomparable maestro del equilibrio; cada uno de sus movimientos había sido ejecutado con un alto toque ritual y, obviamente, debía de tener algún inextricable sentido simbólico.

– Si -dije-. Admito que me muero por saber cuál fue su lección.

– Déjame decirte algo -dijo don Juan-. Para ti fue una pérdida de tiempo. Su lección era para alguien que pudiera ver. Pablito y Néstor agarraron el hilo, aunque no ven muy bien. Pero tú, tú fuiste a mirar. Le dijo a Genaro que eras medio idiota y muy raro, todo atascado, y que a lo mejor te destapabas con su lección, pero no. No importa, de todos modos. Ver es muy difícil.

"No quise que hablaras después con Genaro; por eso tuvimos que irnos. Lástima. Pero habría salido peor quedarse. Genaro arriesgó mucho por mostrarte algo magnífico. Qué lástima que no puedas ver.

– Quizá, don Juan, si usted me dice cuál fue la lección, yo descubra que en realidad vi.

Don Juan se dobló de risa.

– Tu mejor detalle es hacer preguntas -dijo.

Parecía dispuesto a relegar nuevamente el tema. Como de costumbre, estábamos sentados en el área frente a su casa; de pronto, don Juan se puso en pie y entró. Fui tras él e insistí en describirle lo que yo había visto. Seguí con fidelidad la secuencia de los hechos, según la recordaba. Don Juan sonreía al escucharme. Cuando terminé, meneó la cabeza.