La idea de "ver" se me había vuelto obsesión, y yo había decidido usar nuevamente la mezcla alucinógena de fumar. Fue terriblemente difícil hacer esa decisión, así que todavía deseaba discutirla un poco.
– Quiero aprender a ver, don Juan -dije de sopetón-. Pero en realidad no quiero tomar nada; no quiero fumar su mezcla. ¿Piensa usted que hay alguna posibilidad de que yo aprenda a ver sin ella?
Se sentó, se me quedó viendo unos segundos y volvió a acostarse.
– ¡No! -dijo-. Tendrás que usar el humo.
– Pero usted dijo que con don Genaro estuve a punto de ver.
– Quise decir que algo en ti brillaba como si de verdad te dieras cuenta de lo que Genaro hacía, pero nada más estabas mirando. La verdad es que hay algo en ti que se asemeja a ver, pero no es; estás atascado y sólo el humo puede ayudarte.
– ¿Por qué hay que fumar? ¿Por qué no puede uno, simplemente, aprender a ver por sí mismo? Yo tengo un deseo ferviente. ¿No es bastante?
– No, no es bastante. Ver no es tan sencillo, y sólo el humo puede darte a ti la velocidad que necesitas para echar un vistazo a ese mundo fugaz. De otro modo no harás sino mirar.
– ¿Qué quiere usted decir con lo de mundo fugaz?
– El mundo, cuando ves, no es como ahora piensas que es. Es más bien un mundo fugaz que se mueve y cambia. Por cierto que uno puede aprender a capturar por sí mismo ese mundo fugaz, pero a ti de nada te servirá, porque tu cuerpo se gastará con la tensión. Con el humo, en cambio, jamás sufrirás de agotamiento. El humo te dará la velocidad necesaria para asir el movimiento fugaz del mundo, y al mismo tiempo mantendrá intactos tu cuerpo y su fuerza.
– ¡Muy bien! -dije con dramatismo-. No quiero andarme ya por las ramas. Fumaré.
Don Juan rió de mi arrebato histriónico.
– Párale -dijo-. Siempre te agarras a lo que no debes. Ahora piensas que la simple decisión de dejarte guiar por el humo va a hacerte ver. Hay mucho pan por rebanar. En todo hay siempre más de lo que uno cree.
Se puso serio un momento.
– He tenido mucho cuidado contigo, y mis actos han sido deliberados -dijo-, porque es el deseo de Mescalito que comprendas mi conocimiento. Pero ahora sé que no tendré tiempo de enseñarte todo lo que quiero. Nada más tendré tiempo de ponerte en el camino, y confío en que buscarás del mismo modo que yo busqué. Debo admitir que eres más indolente y más terco que yo. Pero tienes otras ideas, y la dirección que seguirá tu vida es algo que no puedo predecir.
El tono deliberado de su voz, algo en su actitud, despertaron en mí un viejo sentimiento: una mezcla de miedo, soledad y expectativa.
– Pronto sabremos como andas -dijo crípticamente.
No dijo nada más. Tras un rato salió de la casa. Lo seguí y me paré frente a él, no sabiendo si sentarme o si descargar unos paquetes que le había traído.
– ¿Será peligroso? -pregunté, sólo por decir algo.
– Todo es peligroso -respondió.
Don Juan no parecía dispuesto a decirme ninguna otra cosa; reunió unos bultos pequeños que estaban apilados en un rincón y los puso en una bolsa de red. No ofrecí ayudarlo por saber que si quisiera mi ayuda la habría pedido. Luego se acostó en su petate. Me dijo que me calmase y descansara. Me acosté en mi petate y traté de dormir, pero no estaba cansado; la noche anterior había parado en un motel y dormido hasta mediodía, sabiendo que en sólo tres horas de viaje llegaría a la casa de don Juan. El tampoco dormía. Aunque sus ojos estaban cerrados, noté un movimiento de cabeza rítmico, casi imperceptible. Se me ocurrió la idea de que tal vez canturreaba para sí mismo.
– Comamos algo -dijo de pronto don Juan, y su voz me hizo saltar-. Vas a necesitar toda tu energía. Debes estar en buena forma.
Preparó sopa, pero yo no tenía hambre.
Al siguiente día, 9 de noviembre, don Juan sólo me dejó comer un bocado y me dijo que descansara. Estuve acostado toda la mañana, pero sin poder relajarme. No imaginaba qué tenía en mente don Juan y, peor aun, no me hallaba seguro de lo que yo mismo tenía en mente.
A eso de las 3 pm, estábamos sentados bajo su ramada. Yo tenía mucha hambre. Varias veces había sugerido que comiéramos, pero don Juan había rehusado.
– Llevas tres años sin preparar tu mezcla -dijo de repente-. Tendrás que fumar mi mezcla, así que digamos que la he juntado para ti. Sólo necesitarás un poquito. Llenaré una vez el cuenco de la pipa. Te lo fumas todo y luego descansas. Entonces vendrá el guardián del otro mundo. No harás nada más que observarlo. Observa cómo se mueve; observa todo lo que hace. Tu vida puede depender de lo bien que vigiles.
Don Juan había dejado caer sus instrucciones en forma tan abrupta que no supe qué decir, ni siquiera qué pensar. Mascullé incoherencias durante un momento. No podía organizar mis ideas. Finalmente, pregunté la primera cosa clara que me vino a la mente:
– ¿Quién es ese guardián?
Don Juan se negó, de plano, a participar en conversación, pero yo estaba demasiado nervioso para dejar de hablar e insistí desesperadamente en que me hablara del guardián.
– Ya lo verás -dijo con despreocupación-. Custodia el otro mundo.
– ¿Qué mundo? ¿El mundo de los muertos?
– No es el mundo de los muertos ni el mundo de nada. Sólo es otro mundo. No tiene caso hablarte de él. Velo tú mismo.
Con eso, don Juan entró en la casa. Lo seguí a su cuarto.
– Espere, espere, don Juan. ¿Qué va usted a hacer?
No respondió. Sacó su pipa de un envoltorio y tomó asiento en un petate en el centro de la habitación, mirándome inquisitivo. Parecía esperar mi consentimiento.
– Eres medio tonto -dijo con suavidad-. No tienes miedo. Nada más dices que tienes miedo.
Meneó lentamente la cabeza de lado a lado. Luego tomó la bolsita de la mezcla de fumar y llenó el cuenco de la pipa.
– Tengo miedo, don Juan. De veras tengo miedo.
– No, no es miedo.
Traté con desesperación de ganar tiempo e inicié una larga discusión sobre la naturaleza de mis sentimientos. Mantuve con toda sinceridad que tenía miedo, pero él señaló que yo no jadeaba ni mi corazón latía más rápido que de costumbre.
Pensé unos momentos en lo que había dicho. Se equivocaba; yo sí tenía muchos de los cambios físicos que suelen asociarse con el miedo, y me hallaba desesperado. Un sentido de condenación inminente permeaba todo en mi derredor. Tenía el estómago revuelto y la seguridad de estar pálido; mis manos sudaban profusamente; y sin embargo pensé realmente que no tenía miedo. No tenía el sentimiento de miedo al que había estado acostumbrado durante toda mi vida. El miedo que siempre había sido idiosincrásicamente mío no estaba presente. Hablaba caminando de un lado a otro frente a don Juan, que seguía sentado en el petate, sosteniendo su pipa y mirándome en forma inquisitiva; y al considerar el asunto llegué a la conclusión de que lo que sentía, en vez de mi miedo usual, era un profundo sentimiento de desagrado, una incomodidad ante la mera idea de la confusión creada por la ingestión de plantas alucinógenas.
Don Juan se me quedó viendo un instante; luego miró más allá de mi, guiñando como si se esforzara por discernir algo en la distancia.
Seguí caminando de un lado a otro enfrente de él hasta que en tono enérgico me indicó tomar asiento y calmarme. Estuvimos sentados en silencio unos minutos.
– No quieres perder tu claridad, ¿verdad? -dijo abruptamente.
– Eso es muy cierto, don Juan -dije.
Rió, al parecer con deleite.
– La claridad, el segundo enemigo de un hombre de conocimiento, ha descendido sobre ti.