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"No tienes miedo -dijo con voz reconfortante-, pero ahora odias perder tu claridad, y como eres un idiota, llamas miedo a eso."

Rió chasqueando la lengua.

– Tráeme unos carbones -ordenó.

Su tono era amable y confortante. Automáticamente me puse en pie y fui a la parte trasera de la casa; saqué algunas brasas del fuego, las puse sobre una pequeña laja y regresé a la habitación.

– Ven aquí a la ramada -llamó desde afuera don Juan, en voz alta.

Había colocado un petate en el sitio donde yo suelo sentarme. Puse los carbones a su lado y él los sopló para activar el fuego. Yo iba a sentarme, pero me detuvo y me dijo que tomara asiento en el borde derecho del petate. Luego metió una brasa en la pipa y me la tendió. La tomé. Me asombraba la silenciosa energía con que don Juan me había guiado. No se me ocurrió nada que decir. Ya no tenía más argumentos. Me hallaba convencido de que no sentía miedo, sino sólo renuencia a perder mi claridad.

– Fuma, fuma -me ordenó con gentileza-. Nada más un cuenco esta vez.

Chupé la pipa y oí el chirriar de la mezcla al encenderse. Sentí una capa instantánea de hielo dentro de la boca y la nariz. Di otra fumada y el recubrimiento se extendió a mi pecho. Cuando hube fumado por última vez sentí que todo el interior de mi cuerpo se hallaba recubierto por una peculiar sensación de calor frío.

Don Juan tomó la pipa de mis manos y golpeó el cuenco contra la palma de la suya, para aflojar el residuo. Luego, como siempre hace, se mojó el dedo de saliva y frotó el interior del cuenco.

Mi cuerpo estaba aterido, pero podía moverse. Cambié de postura para hallarme más cómodo.

– ¿Qué va a pasar? -pregunté.

Tuve cierta dificultad para vocalizar.

Con mucho cuidado, don Juan metió la pipa en su funda y la envolvió en un largo trozo de tela. Luego se sentó erguido, encarándome. Yo me sentía mareado; los ojos se me cerraban involuntariamente. Don Juan me movió con energía y me ordenó permanecer despierto. Dijo que yo sabía muy bien que de quedarme dormido moriría. Eso me sacudió. Pensé que probablemente don Juan sólo lo decía para mantenerme despierto, pero por otro lado se me ocurrió también que podía tener razón. Abrí los ojos tanto como pude y eso hizo reír a don Juan. Dijo que yo debía esperar un rato y tener los ojos abiertos todo el tiempo, y que en un momento dado podría ver al guardián del otro mundo.

Sentía un calor muy molesto en todo el cuerpo; traté de cambiar de postura, pero ya no podía moverme. Quise hablar a don Juan; las palabras parecían estar tan dentro de mí que no podía sacarlas. Entonces caí sobre el costado izquierdo y me hallé mirando desde el piso a don Juan.

Se inclinó para ordenarme, en un susurro, que no lo mirara, sino fijase la vista en un punto del petate que estaba directamente frente a mis ojos. Dijo que yo debía mirar con un ojo, el izquierdo, y que tarde o temprano vería al guardián.

Fijé la mirada en el sitio indicado, pero no vi nada. En cierto momento, sin embargo, advertí un mosquito que volaba frente a mis ojos. Se posó en el petate. Seguí sus movimientos. Se acercó mucho a mí; tanto, que mi percepción visual se emborronó. Y entonces, de pronto, sentí como si me hubiera puesto de pie. Era una sensación muy desconcertante que merecía algo de cavilación, pero no había tiempo para ello. Tenía la sensación total de estar mirando al frente desde mi acostumbrado nivel ocular; y lo que veía estremeció la última fibra de mi ser. No hay otra manera de describir la sacudida emocional que experimenté. Allí mismo, encarándome, a poca distancia, había un animal gigantesco y horrendo. ¡Algo verdaderamente monstruoso! Ni en las más locas fantasías de la ficción había yo encontrado nada parecido. Lo miré con desconcierto absoluto y extremo.

Lo primero que en realidad noté fue su tamaño. Pensé, por algún motivo, que debía de tener casi treinta metros de alto. Parecía hallarse en pie, erecto, aunque yo no podía saber cómo se tenía en pie. Luego, noté que tenía alas: dos alas cortas y anchas. En ese punto tomé conciencia de que insistía en examinar al animal como si se tratase de una visión ordinaria; es decir, lo miraba. Sin embargo, no podía realmente mirarlo en la forma en que me hallaba acostumbrado a mirar. Me di cuenta de que, más bien, notaba yo cosas de él, como si la imagen se aclarara conforme se añadían partes. Su cuerpo estaba cubierto por mechones de pelo negro. Tenía un hocico largo y babeaba. Sus ojos eran saltones y redondos, como dos enormes pelotas blancas.

Entonces empezó a batir las alas. No era el aleteo de un pájaro, sino una especie de tremor parpadeante, vibratorio. Ganó velocidad y empezó a describir círculos frente a mí; más que volar, se deslizaba, con asombrosa rapidez y agilidad, a unos cuantos centímetros del piso. Durante un momento me hallé abstraído en observarlo. Pensé que sus movimientos eran feos, y sin embargo su velocidad y soltura eran espléndidas.

Dio dos vueltas en torno mío, vibrando las alas, y la baba que caía de su boca volaba en todas direcciones. Luego giró sobre sí mismo y se alejó a una velocidad increíble, hasta desaparecer en la distancia. Miré fijamente en la dirección que había seguido, pues no me era posible hacer nada más. Tenía una peculiarísima sensación de pesadez, la sensación de ser incapaz de organizar mis pensamientos en forma coherente. No podía irme. Era como si me hallara pegado al sitio.

Entonces vi en la distancia algo como una nube; un instante después la bestia gigantesca daba vueltas nuevamente frente a mí, a toda velocidad. Sus alas tajaron el aire cada vez más cerca de mis ojos, hasta golpearme. Sentí que las alas habían literalmente golpeado la parte de mí que estaba en ese sitio, fuera la que fuera. Grité con toda mi fuerza, invadido por uno de los dolores más torturantes que jamás he sentido.

Lo próximo que supe fue estar sentado en mi petate; don Juan me frotaba la frente. Frotó con hojas mis brazos y piernas; luego me llevó a una zanja de irrigación detrás de su casa, me quitó la ropa y me sumergió por entero; me sacó y volvió a sumergirme una y otra vez.

Mientras yo yacía en el fondo, poco profundo, de la zanja, don Juan me jalaba de tiempo en tiempo el pie izquierdo y daba golpecitos suaves en la planta. Tras un rato sentí un cosquilleo. El lo advirtió y dijo que yo estaba bien. Me puse la ropa y regresamos a su casa. Volví a sentarme en mi petate y traté de hablar, pero me sentí incapacitado de concentrarme en lo que quería decir, aunque mis pensamientos eran muy claros. Asombrado, tomé conciencia de cuánta concentración se necesitaba para hablar. También noté que, para decir algo, tenía que dejar de mirar las cosas. Tuve la impresión de que me hallaba enredado en un nivel muy profundo y cuando quería hablar tenía que salir a la superficie como un buceador; tenía que ascender como si me jalaran mis palabras. Dos veces logré incluso aclararme la garganta en una forma perfectamente ordinaria. Pude haber dicho entonces lo que deseaba decir, pero no lo dije. Preferí permanecer en el extraño nivel de silencio donde podía limitarme a mirar. Tuve el sentimiento de que empezaba a conectarme con lo que don Juan llamaba "ver", y eso me hacía muy feliz.

Después, don Juan me dio sopa y tortillas y me ordenó comer. Pude hacerlo sin ningún problema y sin perder lo que yo consideraba mi "poder de ver". Enfoqué los ojos en todo lo que me rodeaba. Estaba convencido de que podía "ver" todo, y sin embargo el mundo se miraba igual, hasta donde me era posible juzgar. Pugné por "ver" hasta que la oscuridad fue completa. Finalmente me cansé y me dormí.

Desperté cuando don Juan me cubrió con una frazada. Tenía jaqueca y estaba mal del estómago. Tras un rato me sentí mejor y dormí tranquilamente hasta el día siguiente.

A la mañana, era de nuevo yo mismo. Ansioso, pregunté a don Juan:

– ¿Qué cosa me ocurrió?

Don Juan rió, taimado.

– Fuiste a buscar al cuidador y claro que lo hallaste -dijo.