– ¿Pero qué era, don Juan?
– El guardián, el cuidador, el centinela del otro mundo -dijo don Juan, concretando.
Intenté narrarle los detalles de esa bestia fea y portentosa, pero él hizo caso omiso, diciendo que mi experiencia no era nada especial, que cualquiera podía hacer eso.
Le dije que el guardián había sido para mí un choque tal, que todavía no me era posible pensar realmente en él.
Don Juan rió e hizo burla de lo que llamó una inclinación demasiado dramática de mi naturaleza.
– Esa cosa, fuera lo que fuera, me lastimó -dije-. Era tan real como usted y yo.
– Claro que era real. Te hizo doler, ¿no?
Al rememorar la experiencia creció mi excitación. Don Juan me pidió calma. Luego me preguntó si de veras había tenido miedo del guardián; enfatizó el "de veras".
– Estaba yo petrificado -dije-. Jamás en mi vida he experimentado un susto tan imponente.
– Qué va -dijo, riendo-. No tuviste tanto miedo.
– Le juro -dije con fervor genuino- que de haberme podido mover habría corrido como histérico.
Mi aseveración le pareció graciosa y le causó risa.
– ¿Qué caso tenía el hacerme ver esa monstruosidad, don Juan?
Se puso serio y me contempló.
– Era el guardián -dijo-. Si quieres ver, debes vencer al guardián.
– ¿Pero cómo voy a vencerlo, don Juan? Ha de tener unos treinta metros de alto.
Don Juan rió con tantas ganas que las lágrimas rodaron por sus mejillas.
– ¿Por qué no me deja decirle lo que vi, para que no haya malentendidos? -dije.
– Si eso te hace feliz, ándale, dime.
Narré cuanto podía recordar, pero eso no pareció alterar su humor.
– Sigue sin ser nada nuevo -dijo sonriendo.
– ¿Pero cómo espera usted que yo venza una cosa así? ¿Con qué?
Estuvo callado un rato. Luego me miró y dijo:
– No tuviste miedo, no realmente. Tuviste dolor, pero no tuviste miedo.
Se reclinó contra unos bultos y puso los brazos detrás de la cabeza. Pensé que había abandonado el tema.
– Sabes -dijo de pronto, mirando el techo de la ramada-, cada hombre puede ver al guardián. Y el guardián es a veces, para algunos de nosotros, una bestia imponente del alto del cielo. Tienes suerte; para ti fue nada más de treinta metros. Y sin embargo, su secreto es tan simple.
Hizo una pausa momentánea y tarareó una canción ranchera.
– El guardián del otro mundo es un mosquito -dijo despacio, como si midiera el efecto de sus palabras.
– ¿Cómo dijo usted?
– El guardián del otro mundo es un mosquito -repitió-. Lo que encontraste ayer era un mosquito; y ese mosquito te cerrará el paso hasta que lo venzas.
Por un momento no creí lo que don Juan decía, pero al rememorar la secuencia de mi visión hube de admitir que en cierto momento me hallaba mirando un mosquito, y un instante después tuvo lugar una especie de espejismo y me encontré mirando la bestia.
– ¿Pero cómo pudo lastimarme un mosquito, don Juan? -pregunté, verdaderamente confundido,
– No era un mosquito cuando te lastimó -dijo él-; era el guardián del otro mundo. Capaz algún día tengas el valor de vencerlo. Ahora no; ahora es una bestia babeante de treinta metros. Pero no tiene caso hablar de eso. Parársele enfrente no es ninguna hazaña, así que si quieres conocer más a fondo, busca otra vez al guardián.
Dos días más tarde, el 11 de noviembre, fumé nuevamente la mezcla de don Juan.
Le había pedido dejarme fumar de nuevo para hallar al guardián. No se lo pedí en un arranque momentáneo, sino después de larga deliberación. Mi curiosidad con respecto al guardián era desproporcionadamente mayor que mi miedo, o que la desazón de perder mi claridad.
El procedimiento fue el mismo. Don Juan llenó una vez el cuenco de la pipa, y cuando hube terminado todo el contenido la limpió y la guardó.
El efecto fue marcadamente más lento; cuando empecé a sentirme un poco mareado don Juan se acercó y, sosteniendo mi cabeza en sus manos, me ayudó a acostarme sobre el lado izquierdo. Me dijo que estirara las piernas y me relajara, y luego me ayudó a poner el brazo derecho frente a mi cuerpo, al nivel del pecho. Volteó mi mano para que la palma presionara contra el petate, y dejó que mi peso descansara sobre ella. No hice nada por ayudarlo ni por estorbarlo, pues no supe qué estaba haciendo.
Tomó asiento frente a mí y me dijo que no me preocupara por nada. Dijo que el guardián vendría, y que yo tenía un asiento de primera fila para verlo. Añadió, en forma casual, que el guardián podía causar gran dolor, pero que había un modo de evitarlo. Dos días atrás, dijo, me había hecho sentarme al juzgar que yo ya tenía suficiente. Señaló mi brazo derecho y dijo que lo había puesto deliberadamente en esa posición para que yo pudiera usarlo como una palanca con la cual impulsarme hacia arriba cuando así lo deseara.
Cuando hubo terminado de decirme todo eso, mi cuerpo estaba ya adormecido por completo. Quise presentar a su atención el hecho de que me sería imposible empujarme hacia arriba porque había perdido el control de mis músculos. Traté de vocalizar las palabras, pero no pude. Sin embargo, él parecía habérseme anticipado, y explicó que el truco estaba en la voluntad. Me instó a recordar la ocasión, años antes, en que yo había fumado los hongos por vez primera. En dicha ocasión caí al suelo y salté a mis pies nuevamente por un acto de lo que él llamó, en ese entonces, mi "voluntad"; me "levanté con el pensamiento". Dijo que ésa era, de hecho, la única manera posible de levantarse.
Lo que decía me resultaba inútil, pues yo no recordaba lo que en realidad había hecho años antes. Tuve un avasallador sentido de desesperación y cerré los ojos.
Don Juan me aferró por el cabello, sacudió vigorosamente mi cabeza y me ordenó, imperativo, no cerrar los ojos. No sólo los abrí, sino que hice algo que me pareció asombroso. Dije:
– No sé cómo me levanté aquella vez.
Quedé sobresaltado. Había algo muy monótono en el ritmo de mi voz, pero claramente se trataba de mi voz, y sin embargo creí con toda honestidad que no podía haber dicho eso, porque un minuto antes me hallaba incapacitado para hablar.
Miré a don Juan. El volvió el rostro hacia un lado y rió.
– Yo no dije eso -dije.
Y de nuevo me sobresaltó mi voz. Me sentí exaltado. Hablar bajo estas condiciones se volvía un proceso regocijante. Quise pedir a don Juan que explicara mi habla, pero me descubrí nuevamente incapaz de pronunciar una sola palabra. Luché con fiereza por dar voz a mis pensamientos, pero fue inútil. Desistí y en ese momento, casi involuntariamente, dije:
– ¿Quién habla, quién habla?
Esa pregunta causó tanta risa a don Juan que en cierto momento se fue de lado.
Al parecer me era posible decir cosas sencillas, siempre y cuando supiera exactamente qué deseaba decir.
– ¿Estoy hablando? ¿Estoy hablando? -pregunté.
Don Juan me dijo que, si no dejaba yo mis juegos, saldría a acostarse bajo la ramada y me dejaría solo con mis payasadas.
– No son payasadas -dije.
El asunto me parecía de gran seriedad. Mis pensamientos eran muy claros; mi cuerpo, sin embargo, estaba entumido: no podía sentirlo. No me hallaba sofocado, como alguna vez anterior bajo condiciones similares; estaba cómodo porque no podía sentir nada; no tenía el menor control sobre mi sistema voluntario, y no obstante podía hablar. Se me ocurrió la idea de que, si podía hablar, probablemente podría levantarme, como don Juan había dicho.
– Arriba -dije en inglés, y en un parpadeo me hallaba de pie.
Don Juan meneó la cabeza con incredulidad y salió de la casa.
– ¡Don Juan! -llamé tres veces.
Regresó.
– Acuésteme -pedí.
– Acuéstate tú solo -dijo-. Parece que estás en gran forma.
Dije: -Abajo- y de pronto perdí de vista el aposento. No podía ver nada. Tras un momento, la habitación y don Juan volvieron a entrar en mi campo de visión. Pensé que debía haberme acostado con la cara contra el piso, y que él me había alzado la cabeza agarrándome del cabello.