Выбрать главу

– Gracias -dije con voz muy lenta y monótona.

– De nada -repuso, remedando mi entonación, y tuvo otro ataque de risa.

Luego tomó unas hojas y empezó a frotarme con ellas los brazos y los pies.

– ¿Qué hace usted? -pregunté.

– Te estoy sobando -dijo, imitando mi penoso hablar monótono.

Su cuerpo se sacudía de risa. Sus ojos brillaban, amistosos. Me agradaba verlo. Sentí que don Juan era compasivo y justo y gracioso. No podía reír con él, pero me habría gustado hacerlo. Otro sentimiento de regocijo me invadió, y reí; fue un sonido tan horrible que don Juan se desconcertó un instante.

– Más vale que te lleve a la zanja -dijo-, porque si no te vas a matar a payasadas.

Me puso en pie y me hizo caminar alrededor del cuarto. Poco a poco empecé a sentir los pies, y las piernas, y finalmente todo el cuerpo. Mis oídos reventaban con una presión extraña. Era como la sensación de una pierna o un brazo que se han dormido. Sentía un peso tremendo sobre la nuca y bajo el cuero cabelludo, arriba de la cabeza.

Don Juan me llevó apresuradamente a la zanja de irrigación atrás de su casa; me arrojó allí con todo y ropa. El agua fría redujo gradualmente la presión y el dolor, hasta que desaparecieron por entero.

Me cambié de ropa en la casa y tomé asiento y de nuevo sentí el mismo tipo de alejamiento, el mismo deseo de permanecer callado. Pero esta vez noté que no era claridad de mente ni poder de enfocar; más bien era una especie de melancolía y una fatiga física. Por fin, me quedé dormido.

12 de noviembre, 1968

Esta mañana, don Juan y yo fuimos a los cerros cercanos a recoger plantas. Caminamos unos diez kilómetros sobre terreno extremadamente áspero. Me cansé mucho. Nos sentamos a descansar, a iniciativa mía, y él abrió una conversación diciendo que se hallaba satisfecho de mis progresos.

– Ahora sé que era yo quien hablaba -dije-, pero en esos momentos podría haber jurado que era alguien más.

– Eras tú, claro -dijo-.

– ¿Por qué no pude reconocerme?

– Eso es lo que hace el humito. Uno puede hablar sin darse cuenta; uno puede moverse miles de kilómetros y tampoco darse cuenta. Así es también como se pueden atravesar las cosas. El humito se lleva el cuerpo y uno está libre, como el viento; mejor que el viento: al viento lo para una roca o una pared o una montaña. El humito lo hace a uno tan libre como el aire; quizás hasta más libre: el aire se queda encerrado en una tumba y se vicia, pero con la ayuda del humito nada puede pararlo a uno ni encerrarlo.

Las palabras de don Juan desataron una mezcla de euforia y duda. Sentí una incomodidad avasalladora, una sensación de culpa indefinida.

– ¿Entonces uno de verdad puede hacer todas esas cosas, don Juan?

– ¿Tú qué crees? Preferirías creer que estás loco, ¿no? -dijo, cortante.

– Bueno, para usted es fácil aceptar todas esas cosas. Para mi es imposible.

– Para mi no es fácil. No tengo ningún privilegio sobre ti. Esas cosas son igualmente difíciles de aceptar para ti o para mí o para cualquier otro.

– Pero usted está en su elemento con todo esto, don Juan.

– Sí, pero bastante me costó. Tuve que luchar, quizá más de lo que tú luches nunca. Tú tienes un modo inexplicable de hacer que todo marche para ti. No tienes idea de cuánto hube de esforzarme para hacer lo que tú hiciste ayer. Tienes algo que te ayuda en cada paso del camino. No hay otra explicación posible de la manera en que aprendes las cosas de los poderes. Lo hiciste antes con Mescalito, ahora lo has hecho con el humito. Deberías concentrarte en el hecho de que tienes un gran don, y dejar de lado otras consideraciones.

– Lo hace usted sonar muy fácil, pero no lo es. Estoy roto por dentro.

– Te compondrás pronto. Una cosa es cierta, no has cuidado tu cuerpo. Estás demasiado gordo. No quise decirte nada antes. Siempre hay que dejar que los otros hagan lo que tienen que hacer. Te fuiste años enteros. Pero te dije que volverías, y volviste. Lo mismo pasó conmigo. Me rajé durante cinco años y medio.

– ¿Por qué se alejó usted, don Juan?

– Por la misma razón que tú. No me gustaba.

– ¿Por qué volvió?

– Por la misma razón por la que tú has vuelto: porque no hay otra manera de vivir.

Esa declaración tuvo un gran impacto sobre mí, pues yo me había descubierto pensando que tal vez no había otra manera de vivir. Jamás había expresado a nadie este pensamiento, pero don Juan lo había inferido correctamente.

Tras un silencio muy largo le pregunté:

– ¿Qué hice ayer, don Juan?

– Te levantaste cuando quisiste.

– Pero no sé cómo lo hice.

– Toma tiempo perfeccionar esa técnica. Pero lo importante es que ya sabes cómo hacerlo.

– Pero no sé. Ese es el punto, que de veras no sé.

– Claro que sabes.

– Don Juan, le aseguro, le juro…

No me dejó terminar; se puso en pie y se alejó.

Más tarde, hablamos de nuevo sobre el guardián del otro mundo.

– Si creo que lo que he experimentado, sea lo que sea, tiene una realidad concreta -dije-, entonces el guardián es una criatura gigantesca que puede causar increíble dolor físico; y si creo que uno puede en verdad viajar distancias enormes por un acto de la voluntad, entonces es lógico concluir que también podría, con mi voluntad, hacer que el monstruo desapareciera. ¿Correcto?

– No del todo -dijo él-. Tu voluntad no puede hacer que el guardián desaparezca. Puede evitar que te haga daño; eso sí. Por supuesto, si llegas a lograr eso, tienes el camino abierto. Puedes pasar junto al guardián y no hay nada que él pueda hacer, ni siquiera revolotear como loco.

– ¿Cómo puedo lograr eso?

– Ya sabes cómo. Nada más te hace falta práctica.

Le dije que sufríamos un malentendido brotado de nuestras diferencias en percibir el mundo. Dije que para mi saber algo significaba que yo debía tener plena conciencia de lo que estaba haciendo y que podía repetir a voluntad lo que sabía, pero en este caso ni tenía conciencia de lo que había hecho bajo la influencia del humo, ni podría repetirlo aunque mi vida dependiera de ello.

Don Juan me miró inquisitivo. Lo que yo decía parecía divertirlo. Se quitó el sombrero y se rascó las sienes, como hace cuando desea fingir desconcierto.

– De veras sabes hablar sin decir nada, ¿no? -dijo, riendo-. Ya te lo he dicho: hay que tener un empeño inflexible para llegar a ser hombre de conocimiento. Pero tú pareces tener el empeño de confundirte con acertijos. Insistes en explicar todo como si el mundo entero estuviera hecho de cosas que pueden explicarse. Ahora te enfrentas con el guardián y con el problema de moverte usando tu voluntad. ¿Alguna vez se te ha ocurrido que, en este mundo, sólo unas cuantas cosas pueden explicarse a tu modo? Cuando yo digo que el guardián te cierra realmente el paso y que podría sacarte el pellejo, sé lo que estoy diciendo. Cuando digo que uno puede moverse con su voluntad, también sé lo que digo. Quise enseñarte, poco a poco, cómo moverse, pero entonces me di cuenta de que sabes cómo hacerlo aunque digas que no.

– Pero de veras no sé cómo -protesté.

– Sí sabes, idiota -dijo con severidad, y luego sonrió-. Esto me hace acordar la vez que alguien puso a aquel muchacho Julio en una máquina segadora; sabía cómo manejarla aunque jamás lo había hecho antes.

– Sé a lo que se refiere usted, don Juan; de cualquier modo, siento que no podría hacerlo de nuevo, porque no estoy seguro de qué cosa hice.

– Un brujo charlatán trata de explicar todo en el mundo con explicaciones de las que no está seguro -dijo-, así que todo sale siendo brujería. Pero tú andas igual. También quieres explicarlo todo a tu manera, pero tampoco estás seguro de tus explicaciones.