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VIII

Don Juan me preguntó abruptamente si planeaba irme a casa durante el fin de semana. Dije que mi intención era marcharme el lunes en la mañana. Estábamos sentados bajo su ramada a eso del mediodía del sábado 18 de enero de 1969, descansando tras una larga caminada en los cerros cercanos. Don Juan se levantó y entró en la casa. Unos momentos más tarde, me llamó. Se hallaba sentado a la mitad de su cuarto y había puesto mi petate frente al suyo. Me hizo seña de tomar asiento y sin decir palabra desenvolvió la pipa, la sacó de su funda, llenó el cuenco con la mezcla para fumar, y la encendió. Incluso llevó a su habitación una bandeja de barro llena de carbones pequeños.

No preguntó si yo estaba dispuesto a fumar. Simplemente me pasó la pipa y me dijo que chupara. No titubeé. Al parecer, don Juan había evaluado correctamente mi estado de ánimo; mi curiosidad avasalladora con respecto al guardián debe de haberle sido obvia. Sin necesidad de instancia alguna, fumé ávidamente todo el cuenco.

Las reacciones que tuve fueron idénticas a las que había experimentado antes. También don Juan procedió en forma muy similar. Esta vez, sin embargo, en vez de ayudarme a hacerlo, se limitó a indicarme que apuntalara el brazo derecho sobre el petate y me acostara del lado izquierdo. Sugirió que cerrara el puño si eso mejoraba el apalancamiento.

Cerré, efectivamente, el puño derecho, pues me resultaba más fácil que volver la palma contra el piso yaciendo con el peso sobre la mano. No tenía sueño; sentí calor durante un rato, luego perdí toda sensación.

Don Juan se acostó de lado, encarándome; su antebrazo izquierdo descansaba sobre el codo y apoyaba su cabeza como en un cojín. Reinaba una placidez perfecta, incluso en mi cuerpo, que para entonces carecía de sensaciones táctiles. Me sentía muy a gusto.

– Es agradable -dije.

Don Juan se levantó apresuradamente.

– No vayas a empezar con tus carajadas -dijo con acritud-. No hables. Toda la energía se te va a ir en hablar, y entonces el guardián te aplastará como quien apachurra un mosquito.

Sin duda pensó que su símil era chistoso, pues empezó a reír, pero se detuvo de pronto.

– No hables, por favor no hables -dijo con una expresión seria en el rostro.

– No iba a decir nada -dije, y en realidad no quería decir eso.

Don Juan se puso en pie. Lo vi alejarse hacia la parte trasera de su casa. Un momento después advertí que un mosquito había aterrizado en mi petate, y eso me llenó de un tipo de ansiedad que jamás había experimentado antes. Era una mezcla de exaltación, angustia y miedo. Me hallaba totalmente consciente de que algo transcendental estaba a punto de revelarse frente a mí; un mosco que guardaba el otro mundo. La idea era ridícula; sentí ganas de reír con fuerza, pero entonces me di cuenta de que mi exaltación me distraía y de que iba a perderme un periodo de transición que deseaba clarificar. En mi anterior intento de ver al guardián, primero había mirado al mosquito con el ojo izquierdo, y luego sentí que me había incorporado y lo miraba con ambos ojos, pero no tuve conciencia de cómo ocurrió esa transición.

Vi al mosquito girar sobre el petate, frente a mi rostro, y advertí que lo miraba con ambos ojos. Se acercó mucho; en un momento dado ya no pude verlo con los dos ojos y cambié el enfoque a mi ojo izquierdo, que se hallaba al nivel del piso. En el instante en que alteré el enfoque sentí también haber enderezado mi cuerpo hasta cobrar una posición completamente vertical, y me hallé mirando a un animal increíblemente enorme. Era de pelambre negra brillante.

Su parte delantera estaba cubierta de pelo largo, negro, insidioso, que daba la impresión de espigones que brotaban por las ranuras de unas escamas lisas y brillosas. De hecho, el pelo se hallaba dispuesto en mechones. El cuerpo era macizo, grueso y redondo. Las alas eran anchas y cortas en comparación con el largo del cuerpo. La criatura tenía dos ojos blancos saltones y una trompa larga. Esta vez semejaba más un lagarto. Parecía tener orejas largas, o acaso cuernos, y babeaba.

Me esforcé por contemplarlo con fijeza y entonces cobré plena conciencia de que no podía mirarlo igual que como miro ordinariamente las cosas. Tuve una idea extraña; mirando el cuerpo del guardián sentí que cada una de sus partes poseía vida independiente, así como están vivos los ojos de los hombres. Advertí entonces, por primera vez en mi existencia, que los ojos de un hombre eran la única parte de su persona capaz de indicarme si estaba vivo o no. El guardián, en cambio, tenía un "millón de ojos".

Consideré que éste era un descubrimiento notable. Antes de esta experiencia, yo había especulado sobre las comparaciones aptas para describir las "distorsiones" que convertían a un mosquito en una bestia gigantesca, y había pensado que un buen símil era "como mirar un insecto a través del lente de aumento de un microscopio". Pero no era así. Al parecer, ver al guardián era mucho más complejo que mirar un insecto amplificado.

El guardián empezó a girar frente a mí. En cierto momento se detuvo y sentí que me estaba mirando. Noté entonces que no producía sonido alguno. La danza del guardián era silenciosa. Lo imponente estaba en su aspecto: sus ojos saltones; su horrenda boca; su babear; su pelo insidioso; y sobre todo su increíble tamaño. Observé con mucha atención la forma en que movía las alas, cómo las hacía vibrar sin sonido. Observé cómo se deslizaba sobre el piso semejando un monumental patinador sobre hielo.

Mirando esa criatura pesadillesca frente a mí, me sentía en verdad exaltado. Creía realmente haber descubierto el secreto de vencerla. Pensé que el guardián era sólo una imagen en movimiento sobre una pantalla muda; no podía hacerme daño; únicamente parecía aterradora.

El guardián estaba inmóvil, encarándome; de pronto aleteó y dio la media vuelta. Su lomo parecía una armadura de color brillante; el resplandor deslumbraba pero el matiz era repugnante: era mi color desfavorable. El guardián permaneció un rato dándome la espalda y luego, aleteando, volvió a deslizarse hasta que se perdió de vista.

Me vi ante un dilema muy extraño. Honradamente creía haberlo vencido al tomar conciencia de que sólo presentaba una imagen de ira. Mi creencia se debía tal vez a la insistencia de don Juan en que yo conocía más de lo que estaba dispuesto a admitir. En todo caso, sentía haber vencido al guardián y tener despejado el camino. Pero no sabía cómo proceder. Don Juan no me había dicho qué hacer en una situación así. Traté de volverme a mirar a mi espalda, pero no pude moverme. Sin embargo, podía ver muy bien la mayor parte de un panorama de 180 grados ante mis ojos. Y lo que veía era un horizonte nebuloso, amarillo pálido; parecía gaseoso. Una especie de tono limón cubría uniformemente todo cuanto me era posible observar. Al parecer me hallaba en una meseta llena de vapores sulfurosos.

De improviso, el guardián volvió a aparecer en un punto del horizonte. Describió un amplio círculo antes de pararse frente a mí; su hocico estaba muy abierto, como una enorme caverna; no tenía dientes. Vibró las alas un instante y luego me embistió. Se lanzó contra mí como un toro, y sus alas gigantescas oscilaron buscando mis ojos. Grité de dolor y luego volé, o más bien sentí haberme disparado hacia arriba, me remonté más allá del guardián, más allá de la meseta amarillenta, hasta otro mundo, el mundo de los hombres, y me encontré de pie a mitad del cuarto de don Juan.

19 de enero, 1969

– Realmente pensé haber vencido al guardián -dije a don Juan.

– Debes de estar bromeando -dijo él.

Don Juan no me había dicho una sola palabra desde el día anterior, y eso no me causaba molestia. Había estado inmerso en una especie de ensoñación, y nuevamente había sentido que de mirar con empeño sería capaz de "ver", pero no vi nada diferente. El no hablar, sin embargo, me había hecho descansar muchísimo.