Don Juan me pidió referir la secuencia de mi experiencia, y lo que le interesó particularmente fue el color que yo había visto en el lomo del guardián. Don Juan suspiró, al parecer realmente preocupado.
– Tuviste suerte de que el color estuviera en el lomo del guardián -dijo con rostro serio-. Si hubiera estado en la parte delantera de su cuerpo, o peor todavía, en su cabeza, ahora estarías muerto. No debes tratar de ver al guardián nunca más. No es tu temperamento cruzar esa llanura; sin embargo, yo estaba convencido de que podrías atravesarla. Pero ya no hablemos de eso. Este era sólo uno de diversos caminos.
Capté una pesadez fuera de lo común en el tono de don Juan.
– ¿Qué me pasará si trato de ver nuevamente al guardián?
– El guardián te llevará -dijo él-. Te cogerá con la boca y te llevará a esa llanura y te dejará allí para siempre. Es evidente que el guardián supo que no es tu temperamento y te advirtió que te fueras.
– ¿Cómo piensa usted que el guardián supo eso?
Don Juan me dedicó una mirada larga y firme. Trató de decir algo, pero desistió como incapaz de hallar las palabras adecuadas.
– Siempre caigo en tus preguntas -dijo sonriendo-. Cuando me preguntaste eso no estabas pensando en realidad, ¿no?
Protesté y volví a afirmar que me desconcertaba el conocimiento que el guardián tenía de mi temperamento.
Don Juan tenía un brillo extraño en los ojos al decir:
– Y tú que ni siquiera le mencionaste al guardián nada acerca de tu temperamento, ¿verdad?
Su tono era tan cómicamente serio que ambos reímos. Tras un rato, empero, don Juan dijo que el guardián, siendo el cuidador, el vigía de ese mundo, conocía muchos secretos que un brujo tenía derecho a compartir.
– Esa es una manera en que un brujo llega a ver -dijo-. Pero ése no será tu dominio, así que no tiene caso hablar de ello.
– ¿Fumar es el único modo de ver al guardián? -pregunté.
– No. También podrías verlo sin fumar. Hay montones de gente que pueden hacerlo. Yo prefiero el humo porque es más efectivo y menos peligroso para uno. Si tratas de ver al guardián sin ayuda del humo, lo más probable es que tardes en quitártele del paso. En tu caso, por ejemplo, es obvio que el guardián te estaba advirtiendo cuando te dio la espalda para que miraras tu color enemigo. Entonces se fue; pero cuando volvió tú seguías allí, así que te embistió. Pero tú estabas preparado y saltaste. El humito te dio la protección que necesitabas; de haberte metido en ese mundo sin su asistencia, no habrías podido librarte de la garra del guardián.
– ¿Por qué no?
– Tus movimientos habrían sido demasiado lentos. Para sobrevivir en ese mundo hay que ser veloz como el rayo. Cometí un error al salirme del cuarto, pero no quería que siguieras hablando. Eres un lengualarga y hablas aunque no quieras. De haber estado allí contigo, te habría subido la cabeza. Saltaste solo y eso fue todavía mejor, pero prefiero no correr esos riesgos; el guardián no es cosa de juego.
IX
Durante tres meses, don Juan evitó sistemáticamente hablar del guardián. En dicho lapso le hice cuatro visitas; él me mandaba a realizar encargos y, cuando se hallaban cumplidos, me decía simplemente que regresara a mi casa. El 24 de abril de 1969, la cuarta vez que estuve con él, tuvimos por fin una confrontación, después de cenar, sentados junto a su estufa de tierra. Le dije que me estaba haciendo algo incongruente; yo estaba dispuesto a aprender y él ni siquiera quería tenerme cerca. Yo había tenido que luchar muy duro para superar mi aversión a usar sus hongos alucinógenos y sentía, como él mismo había dicho, que no tenía tiempo que perder.
Don Juan escuchó pacientemente mis quejas.
– Eres demasiado débil -dijo-. Te apuras cuando deberías esperar, pero esperas cuando deberías darte prisa. Piensas demasiado. Ahora piensas que no hay tiempo que perder.
"Y hace poco pensabas que no querías volver a fumar. Tu vida es como una pelota desinflada y ahorita no te da para encontrarte con el humito. Yo soy responsable de ti y no quiero que mueras como un idiota."
Me sentí apenado.
– ¿Qué puedo hacer, don Juan? Soy muy impaciente.
– ¡Vive como guerrero! Ya te he dicho: un guerrero acepta la responsabilidad de sus actos, del más trivial de sus actos. Tú actúas tus pensamientos y eso está mal. Fallaste con el guardián a causa de tus pensamientos.
– ¿Cómo fallé, don Juan?
– Pensando todo. Pensaste en el guardián y por eso no pudiste vencerlo,
"Primero debes vivir como un guerrero. Creo que entiendes eso muy bien."
Quise intercalar algo en mi defensa, pero él me calló con un ademán.
– Tu manera de vivir es suficientemente templada -prosiguió-. En realidad, es más templada que la de Pablito o la de Néstor, los aprendices de Genaro, y así y todo ellos ven y tú no. Tu vida es más compacta que la de Eligio y él probablemente verá antes que tú. Eso de veras me confunde. Ni siquiera Genaro puede acabar de entenderlo. Has cumplido fielmente todo lo que te he mandado hacer. Todo cuanto mi benefactor me enseñó, en la primera etapa del aprendizaje, te lo he pasado. La regla es justa, los pasos no pueden cambiarse. Has hecho todo cuanto uno tiene que hacer y sin embargo no ves; pero a los que ven, como Genaro, les parece que ves. Yo me fío de eso y caigo en una trampa. Siempre acabas portándote como un tonto que no ve, y por supuesto eso es lo que eres.
Las palabras de don Juan me despertaron una profunda zozobra. Sin saber por qué, me hallaba a punto de llorar. Empecé a hablar de mi niñez y una oleada de pesar me envolvió. Don Juan se me quedó viendo un instante y luego apartó los ojos. Fue una mirada penetrante. Sentí que literalmente me había agarrado con los ojos. Tuve la sensación de dos dedos que me asían con suavidad y advertí una agitación extraña, una comezón, una desazón agradable en la zona de mi plexo solar. Estaba tremendamente consciente de mi región abdominal. Percibí su calor. Ya no pude hablar coherentemente; mascullé algo antes de callar por entero.
– Ha de ser la promesa -dijo don Juan tras una larga pausa.
– ¿Cómo?
– Una promesa que hiciste una vez, hace mucho.
– ¿Qué promesa?
– A lo mejor tú puedes decírmelo. Sí te acuerdas de ella, ¿no?
– No.
– Una vez prometiste algo muy importante. Pensé que quizá tu promesa te evitaba ver.
– No sé de qué habla usted.
– ¡Hablo de una promesa que hiciste! Tienes que recordarla.
– Si usted sabe cuál fue la promesa, ¿por qué no me lo dice, don Juan?
– No. De nada serviría decirte.
– ¿Fue una promesa que me hice a mi mismo?
Por un momento pensé que podría estarse refiriendo a mi decisión de abandonar el aprendizaje.
– No. Esto es algo que pasó hace mucho tiempo -dijo.
Reí, seguro de que don Juan estaba jugando conmigo. Me sentí lleno de malicia. Tuve un sentimiento de exaltación ante la idea de poder engañar a don Juan, quien, me hallaba convencido, sabía tan poco como yo acerca de la supuesta promesa. Sin duda buscaba en la oscuridad y trataba de improvisar. La idea de seguirle la corriente me deleitó.
– ¿Fue algo que le prometí a mi abuelito?
– No -dijo él, y sus ojos brillaron-. Tampoco fue algo que le prometiste a tu abuelita.
La ridícula entonación que dio a la palabra "abuelita" me hizo reír. Pensé que don Juan me estaba poniendo alguna trampa, pero me hallaba dispuesto a jugar el juego hasta el final. Empecé a enumerar todos los posibles individuos a quienes yo habría podido prometer algo de gran importancia. El dijo no cada vez. Luego encaminó la conversación hacia mi niñez.