– ¿Por qué fue triste tu niñez? -preguntó con gesto serio.
Le dije que mi infancia no había sido en verdad triste, sino acaso un poco difícil.
– Todo el mundo siente lo mismo -dijo, mirándome de nuevo-. También yo pasé de niño muchas desdichas y temores. Ser un niño indio es duro, muy duro. Pero el recuerdo de aquel tiempo ya no tiene otro significado sino que fue duro. Dejé de pensar en las penalidades de mi vida aun antes de que aprendiera a ver.
– Yo tampoco pienso en mi niñez -dije.
– ¿Entonces por qué te entristece? ¿Por qué tienes ganas de llorar?
– No sé. Tal vez cuando me recuerdo de niño siento lástima de mí mismo y de todos mis semejantes. Me siento indefenso y triste.
Me miró con fijeza y de nuevo mi región abdominal registró la extraña sensación de dos dedos suaves que la aferraban. Aparté los ojos y luego volví a mirarlo. El miraba la distancia más allá de mí; tenía los ojos nebulosos, desenfocados.
– Fue una promesa de tu niñez -dijo tras un silencio momentáneo.
– ¿Qué cosa prometí?
No respondió. Tenía los ojos cerrados. Sonreí involuntariamente; sabía que don Juan estaba tentaleando en la oscuridad; sin embargo, había perdido en parte mi ímpetu original de seguirle el juego.
– Yo era un niño flaco -prosiguió-, y siempre tenía miedo.
– También yo -dije.
– Lo que más recuerdo es el terror y la tristeza que se me vinieron encima cuando los soldados yoris mataron a mi madre -dijo suavemente, como si el recuerdo fuera aún doloroso-. Era una india pobre y humilde. Tal vez fue mejor que su vida se acabara entonces. Yo quería que me mataran con ella, porque era un niño. Pero los soldados me levantaron y me golpearon. Cuando me agarré al cuerpo de mi madre, me rompieron los dedos de un fuetazo. No sentí dolor, pero ya no pude cerrar las manos, y entonces me llevaron a rastras.
Dejó de hablar. Sus ojos seguían cerrados y pude percibir un temblor muy leve en sus labios. Una profunda tristeza empezó a invadirme. Imágenes de mi propia infancia inundaban mi mente.
– ¿Cuántos años tenía usted, don Juan? -pregunté, sólo por disipar mi tristeza.
– Como siete. Era el tiempo de las grandes guerras yaquis. Los soldados yoris nos cayeron de sorpresa mientras mi madre preparaba algo de comer. Era una mujer indefensa. La mataron sin ningún motivo. No tiene nada que ver el que haya muerto así, en realidad no importa, pero para mí sí. No puedo decirme por qué, sin embargo; nada más me importa. Creí que también habían matado a mi padre, pero no. Estaba herido. Luego nos metieron en un tren, como reses, y cerraron la puerta. Días y días nos tuvieron allí en la oscuridad, como animales. Nos mantenían vivos con pedazos de comida que de vez en cuando echaban en el vagón.
"Mi padre murió de sus heridas en ese vagón. En el delirio del dolor y la fiebre me decía y me repetía que yo tenía que vivir. Siguió diciéndome eso hasta el último momento de su vida.
"La gente me cuidaba; me daba comida; una vieja curandera me compuso los huesos rotos de la mano. Y como puedes ver, viví. La vida no ha sido ni buena ni mala conmigo; la vida ha sido dura. La vida es dura, y para un niño es a veces el horror mismo."
Quedamos largo rato sin hablar. Alrededor de una hora transcurrió en silencio completo. Yo experimentaba sentimientos muy confusos. Me sentía algo afligido, pero no podía saber la razón. Experimentaba un sentido de remordimiento. Un rato antes había estado dispuesto a seguirle la corriente a don Juan, pero de pronto él había trastocado la situación con su relato directo. Había sido sencillo y conciso y me había producido un sentimiento extraño. La idea de un niño soportando dolor era un tema al que yo siempre había sido susceptible. En un instante, mis sentimientos de empatía hacia don Juan cedieron el paso a una sensación de disgusto conmigo mismo. Allí estaba yo, tomando notas, como si la vida de don Juan fuera sólo un caso clínico. Estaba a punto de romper mis notas cuando don Juan me dio un leve puntapié en la pantorrilla para llamar mi atención. Dijo que "veía" a mi alrededor una luz de violencia y que se preguntaba si iba yo a empezar a golpearlo. Su risa fue un alivio delicioso. Dijo que yo era dado a explosiones de conducta violenta, pero que en realidad no era malo y que la mayor parte del tiempo la violencia era contra mi mismo.
– Tiene usted razón, don Juan -dije.
– Por supuesto -dijo, riendo.
Me instó a hablar de mi niñez. Empecé a contarle mis años de miedo y soledad y me metí a describirle lo que yo consideraba mi abrumadora lucha por sobrevivir y conservar mi espíritu. Rió de la metáfora de "conservar mi espíritu".
Hablé largo rato. El escuchaba con expresión grave. Entonces, en un momento dado, sus ojos volvieron a "asirme" y dejé de hablar. Tras una pausa momentánea, don Juan dijo que nadie me había humillado nunca, y que ése era el motivo de que yo no fuera realmente malo.
– Todavía no has sido derrotado -dijo,
Repitió la frase cuatro o cinco veces, de manera que me sentí obligado a preguntarle qué quería decir con ella. Explicó que la derrota era una condición inevitable de la vida. Los hombres eran victoriosos o derrotados y, según eso, se convertían en perseguidores o en víctimas. Estas dos condiciones prevalecían mientras uno no "veía"; el "ver" disipaba la ilusión de la victoria, la derrota o el sufrimiento. Añadió que yo debía aprender a "ver" mientras fuese victorioso, para evitar el tener jamás el recuerdo de una humillación.
Protesté: no era victorioso ni lo había sido nunca, en nada; mi vida era, si acaso, una derrota.
Rió y arrojó al suelo su sombrero.
– Si tu vida es la derrota que dices, pisa mi sombrero -me desafió en broma.
Argumenté sinceramente mi parecer. Don Juan se puso serio. Sus ojos se achicaron hasta convertirse en finas ranuras. Dijo que las razones por las que yo consideraba mi vida una derrota no eran la derrota en sí. Luego, en un movimiento rápido y completamente inesperado, me tomó la cabeza entre las manos colocando sus palmas contra mis sienes. Sus ojos cobraron fiereza al mirar los míos. Asustado, aspiré por la boca, profunda e involuntariamente. Soltó mi cabeza y se reclinó contra la pared, aún escudriñándome. Se había movido con tal rapidez que, cuando se relajó y se recargó cómodamente en la pared, yo seguía a la mitad de mi aspiración profunda. Me sentí mareado, incómodo.
– Veo un niño que llora -dijo don Juan tras una pausa.
Lo repitió varias veces, como si yo no comprendiera. Tuve el sentimiento de que su frase se refería a mí, de modo que no le presté verdadera atención.
– ¡Oye! -dijo, exigiendo mi concentración total-. Veo un niño que llora.
Le pregunté si ese niño era yo. Dijo que no. Le pregunté entonces si era una visión de mi vida o sólo un recuerdo de la suya. No respondió.
– Veo un niño -siguió diciendo-. Llora y llora.
– ¿Es un niño que yo conozco? -pregunté.
– Sí.
– ¿Es mi niño?
– No.
– ¿Está llorando ahora?
– Está llorando ahora -dijo con convicción.
Pensé que don Juan tenía una visión de un niño que yo conocía y que en ese mismo instante estaba llorando. Pronuncié los nombres de todos los niños que conocía, pero él dijo que esos niños no tenían que ver con mi promesa, y que el niño que lloraba era muy importante con relación a ella.
Las aseveraciones de don Juan parecían incongruentes. Había dicho que yo prometí algo a alguien durante mi infancia, y que el niño que lloraba en ese preciso momento era importante para mi promesa. Le dije que sus palabras no tenían sentido. Repitió calmadamente que "veía" a un niño llorar en ese momento, y que el niño estaba herido.