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Luché seriamente por dar a sus afirmaciones algún tipo de ilación ordenada, pero no podía relacionarlas con nada de lo cual yo tuviera conciencia.

– No doy en el clavo -dije-, porque no puedo recordar haber hecho a nadie una promesa importante, y menos a un niño.

Achicó de nuevo los ojos y dijo que el niño que lloraba en ese preciso momento era un niño de mi infancia.

– ¿Era niño durante mi niñez y sigue llorando ahora? -pregunté.

– Es un niño que está llorando ahora -insistió.

– ¿Se da usted cuenta de lo que dice, don Juan?

– Sí.

– No tiene sentido. ¿Cómo puede ser un niño ahora, si lo fue cuando yo mismo era niño?

– Es un niño y está llorando ahora -dijo con terquedad.

– Explíqueme eso, don Juan.

– No. Tú me lo tienes que explicar a mí.

A fe, me resultaba imposible sondear aquello a lo cual se refería.

– ¡Está llorando! ¡Está llorando! -siguió diciendo don Juan en tono hipnótico-. Y ahora te abraza. ¡Está herido! ¡Está herido! Y te mira. ¿Sientes sus ojos? Está hincado y te abraza. Es más chico que tú. Vino a ti corriendo. Pero tiene el brazo roto. ¿Sientes su brazo? Ese niño tiene una nariz que parece botón. ¡Si! Es una nariz de botón.

Mis oídos empezaron a zumbar y perdí la noción de hallarme en la casa de don Juan. Las palabras "nariz de botón" me arrojaron de inmediato en una escena de mi niñez. ¡Yo conocía a un niño con nariz de botón! Don Juan se había colado en uno de los sitios más recónditos de mi vida. Supe entonces de qué promesa hablaba. Experimenté exaltación, desesperación, reverencia temerosa hacia don Juan y su espléndida maniobra. ¿Cómo demonios sabía lo del niño con nariz de botón de mi infancia? El recuerdo evocado en mí por don Juan me agitó a tal grado que el poder de mi memoria me hizo retroceder a un tiempo en el que yo tenía ocho años. Esa fue sin duda la época más atormentada de mi niñez. El carácter dulce y apacible de mis padres no contribuyó de ninguna manera a prepararme para el embate de mis compañeros de escuela y primos de mi edad. Había más de veinte niños con quien vérmelas día a día. Eran fuertes y, sin darse cuenta, absolutamente brutales. Su crueldad llegaba a extremos verdaderamente extravagantes. Yo sentía entonces estar rodeado de enemigos, y en los torturantes años siguientes libré una guerra sórdida y desesperada. Finalmente, por medios que a estas alturas sigo sin conocer, logré someter a todos mis primos. Era en verdad victorioso. Ya no tenía competidores que contaran. Sin embargo, yo no me di cuenta de eso, ni tampoco sabía cómo detener mi guerra, que lógicamente se extendió a los terrenos de la escuela.

Los salones de la escuela rural a la que asistía eran mixtos, y los años primero y tercero estaban separados únicamente por un espacio entre los pupitres. Fue allí donde conocía un niño de nariz plana, a quien fastidiaban con el apodo "Nariz de botón". Cursaba el primer año. Yo solía ensañarme con él al azar, sin verdadera intención de hacerlo.

Pero él parecía simpatizar conmigo a pesar de cuanto le hacía. Solía seguirme a todas partes e incluso guardaba el secreto de que yo era el responsable de algunas de las maldades que desconcertaban al director. Sin embargo, yo seguía molestándolo. Un día derribé a propósito un pesado pizarrón de caballete; cayó sobre él; el pupitre donde se hallaba sentado absorbió parte del impacto, pero así y todo el golpe le rompió la clavícula. Cayó al suelo. Lo ayudé a levantarse y vi el dolor y el susto en sus ojos mientras él me miraba y se me abrazaba. El choque de verlo sufrir con un brazo destrozado fue más de lo que pude soportar. Durante años, yo había batallado sañudamente contra mis primos, y había vencido; había sojuzgado a mis enemigos; me había sentido bueno y poderoso hasta el momento en que la figura llorosa del niñito con nariz de botón demolió mis victorias. Allí mismo abandoné la batalla. En todas las formas de que era capa, me hice el propósito de no triunfar nunca más. Pensé que tendrían que cortarle el brazo, y prometí que si el niño se curaba yo jamás volvería a ser victorioso. Renuncié por él a mis victorias. Así fue como lo comprendí entonces.

Don Juan había abierto una llaga purulenta en mi vida. Me sentí aturdido, acongojado. Un pozo de tristeza sin alivio me llamaba, y sucumbí a él. Sentí sobre mí el peso de mis acciones. El recuerdo de aquel niñito con nariz de botón, cuyo nombre era Joaquín, me produjo una angustia tan vívida que lloré. Hablé a don Juan de mi tristeza por ese niño que jamás tuvo nada, ese joaquincito que no tenía dinero para ver a un médico y cuyo brazo nunca sanó debidamente. Y todo lo que yo pude darle fueron mis victorias pueriles. Me sentía lleno de vergüenza.

– Déjate de babosadas -dijo don Juan, imperioso-. Diste bastante. Tus victorias eran fuertes y eran tuyas. Diste bastante. Ahora debes cambiar tu promesa.

– ¿Cómo la cambio? ¿Lo digo y ya?

– Una promesa de ésas no se cambia nada más con decirlo. Quizá muy pronto puedas saber qué se hace para cambiarla. Entonces a lo mejor hasta llegas a ver.

– ¿Puede usted darme algunas sugerencias, don Juan?

– Debes esperar con paciencia, sabiendo que esperas y sabiendo qué cosa esperas. Ese es el modo del guerrero. Y si se trata de cumplir tu promesa, debes conocer que la estás cumpliendo. Entonces llegará un momento en el que tu espera habrá terminado y ya no tendrás que honrar tu promesa. No hay nada que puedas hacer por la vida de ese niño. Sólo él podría cancelar ese acto.

– ¿Pero cómo?

– Aprendiendo a reducir a nada sus necesidades. Mientras piense que fue una víctima, su vida será un infierno. Y mientras tú pienses lo mismo, tu promesa vale. Lo que nos hace desdichados es la necesidad. Pero si aprendemos a reducir a nada nuestras necesidades, la cosa más pequeña que recibamos será un verdadero regalo. Ten paz: le hiciste un buen regalo a Joaquín. Ser pobre o necesitado es sólo un pensamiento; y lo mismo es odiar, o tener hambre, o sentir dolor.

– No puedo creer eso en verdad, don Juan. ¿Cómo pueden ser sólo pensamientos el hambre y el dolor?

– Para mí, ahora, son sólo pensamientos. Eso es todo lo que sé. He logrado esa hazaña. Esa hazaña es poder y ese poder es todo lo que tenemos, fíjate bien, para oponernos a las fuerzas de nuestras vidas; sin ese poder somos basuras, polvo en el viento.

– No dudo que usted lo hay logrado, don Juan, ¿pero cómo puede un hombre común, digamos yo o el Joaquincito, llegar a eso?

– A nosotros, como individuos, nos toca oponernos a las fuerzas de nuestras vidas. Esto te lo he dicho mil veces: sólo un guerrero puede sobrevivir. Un guerrero sabe que espera y sabe lo que espera, y mientras espera no quiere nada y así cualquier cosita que recibe es más de lo que puede tomar. Si necesita comer halla el modo, porque no tiene hambre; si algo lastima su cuerpo halla el modo de pararlo, porque no siente dolor. Tener hambre o sentir dolor significa que uno se ha entregado y que ya no se es guerrero; las fuerzas de su hambre y su dolor lo destruirán.

Quise seguir discutiendo el tema, pero me detuve al darme cuenta de que con la discusión estaba levantando una barrera para protegerme de la fuerza devastadora de la prodigiosa hazaña de don Juan, que me había tocado tan hondo y con tal poder, ¿Cómo supo? Pensé que tal vez le había contado la historia del niño con nariz de botón durante uno de mis estados profundos de realidad no ordinaria. No recordaba haberlo hecho, pero el olvido bajo tales condiciones era comprensible.

– ¿Cómo supo usted de mi promesa, don Juan?

– La vi.

– ¿La vio usted cuando tomé Mescalito, o cuando fumé su mezcla?

– La vi hoy. Ahorita.

– ¿Vio usted todo el episodio?

– Ahí vas otra vez. Ya te dije: no tiene caso hablar de cómo es ver. No es nada.

No prolongué más el asunto. Emotivamente me hallaba convencido.