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"¡Cuando un hombre se porta de esa manera puede decirse con justicia que es un guerrero y que ha adquirido paciencia!"

Don Juan me preguntó si tenía algo que decir, y señalé que cumplir la tarea que había descrito llevaría toda una vida. Me contestó que yo protestaba demasiado en su presencia, y que él sabía que en mi vida cotidiana me portaba, o al menos trataba de portarme, en términos de guerrero.

– Tienes garras bastante buenas -dijo riendo-. Enséñamelas de vez en cuando. Es buena práctica.

Hice un ademán prensil, gruñendo, y él rió. Después se aclaró la garganta y siguió hablando.

– Cuando un guerrero ha adquirido paciencia, está en camino hacia la voluntad. Sabe cómo esperar. Su muerte se sienta junto a él en su petate, son amigos. Su muerte le aconseja, en formas misteriosas, cómo escoger, cómo vivir estratégicamente. ¡Y el guerrero espera! Yo diría que el guerrero aprende sin apuro porque sabe que está esperando su voluntad; y un día logra hacer algo que por lo común es imposible de ejecutar. A lo mejor ni siquiera advierte su acto extraordinario. Pero conforme sigue ejecutando actos imposibles, o siguen pasándole cosas imposibles, se da cuenta de que una especie de poder está surgiendo. Un poder que sale de su cuerpo conforme progresa en el camino del conocimiento. Al principio es como una comezón en la barriga, o un calor que no puede mitigarse; luego se convierte en un dolor, en un gran malestar. A veces el dolor y el malestar son tan grandes que el guerrero tiene convulsiones durante meses; mientras más duras sean, mejor para él. Un magnifico poder es siempre anunciado por grandes dolores.

"Cuando las convulsiones cesan, el guerrero advierte que tiene sensaciones extrañas con respecto a las cosas. Advierte que puede tocar cualquier cosa que quiera con una sensación que sale de su cuerpo por un sitio abajo o arriba de su ombligo. Esa sensación es la voluntad, y cuando el guerrero es capaz de agarrar con ella, puede decirse con justicia que es un brujo y que ha adquirido voluntad."

Don Juan cesó de hablar y pareció esperar mis comentarios o preguntas. Yo no tenía nada que decir. Me preocupaba hondamente la idea de que un brujo debía experimentar dolor y convulsiones, pero me apenaba el preguntarle si también yo tendría que atravesar eso. Finalmente, tras un largo silencio, se lo pregunté, y el soltó una risita, como si hubiera estado esperándolo. Dijo que el dolor no era absolutamente necesario; él, por ejemplo, jamás lo tuvo, y la voluntad simplemente le aconteció.

– Un día andaba yo en las montañas -dijo- y me encontré con una leona; era grande y tenía hambre. Eché a correr y corrió tras de mí. Me trepé a una peña y ella se paró a unos metros, lista para saltar. Le tiré piedras. Gruñó y empezó a embestirme. Entonces fue cuando mi voluntad acabó de salir, y con ella la detuve antes de que me brincara encima. La acaricié con mi voluntad. Como lo oyes: le restregué las tetas. La leona me miró con ojos dormidos y se echó, y yo corrí como la chingada antes de que se repusiera.

Don Juan hizo un gesto muy cómico para representar a un hombre en carrera frenética, agarrándose el sombrero. Le dije que odiaba pensar que, de querer voluntad, no tenía más alternativas que leonas de montaña o convulsiones.

– Mi benefactor era un brujo de grandes poderes -prosiguió-. Era un guerrero hecho y derecho. Su voluntad era en verdad su hazaña suprema. Pero un hombre puede ir todavía más allá; puede aprender a ver. Al aprender a ver, ya no necesita vivir como guerrero, ni ser brujo. Al aprender a ver, un hombre llega a ser todo llegando a ser nada. Desaparece, por así decirlo, y sin embargo está allí. Yo diría que éste es el tiempo en que un hombre puede ser o puede obtener cualquier cosa que desea. Pero no desea nada, y en vez de jugar con sus semejantes como si fueran juguetes, los encuentra en medio de su desatino. La única diferencia es que un hombre que ve controla su desatino, mientras que sus semejantes no pueden hacerlo. Un hombre que ve ya no tiene un interés activo en sus semejantes. El ver lo ha despegado de absolutamente todo lo que conocía antes.

– La sola idea de despegarme de todo lo que conozco me da escalofríos -dije.

– ¡Has de estar bromeando! Lo que debería darte escalofríos es no tener nada que esperar más que una vida de hacer lo que siempre has hecho. Piensa en el hombre que planta maíz año tras año hasta que está demasiado viejo y cansado para levantarse y se queda echado como un perro viejo. Sus pensamientos y sentimientos, lo mejor que tiene, vagan sin ton ni son y se fijan en lo único que ha hecho: plantar maíz. Para mí, ése es el desperdicio más aterrador que existe.

"Somos hombres y nuestra suerte es aprender y ser arrojados a mundos nuevos, inconcebibles."

– ¿Hay de veras algún mundo nuevo para nosotros? -pregunté, medio en broma.

– No hemos agotado nada, idiota -dijo él, imperioso-. Ver es para hombres impecables. Templa tu espíritu, llega a ser un guerrero, aprende a ver, y entonces sabrás que no hay fin a los mundos nuevos para nuestra visión.

XI

Don Juan no me hizo marcharme después de que cumplí sus encargos, como había dado en hacer últimamente. Dijo que podía quedarme, y al día siguiente, 28 de junio de 1969, me anunció que iba a fumar de nuevo.

– ¿Voy a tratar de ver otra vez al guardián?

– No, eso ya no. Es otra cosa.

Don Juan llenó sosegadamente su pipa, la encendió y me la entregó. No experimenté aprensión alguna. Una agradable soñolencia me envolvió de inmediato. Cuando hube terminado de fumar todo el cuenco de mezcla, don Juan guardó su pipa y me ayudó a ponerme de pie. Habíamos estado sentados, el uno frente al otro, en dos petates que él colocó en el centro de su cuarto. Dijo que íbamos a dar un paseo y me animó a caminar, empujándome suavemente. Di un paso y mis piernas se doblaron. No sentí dolor cuando mis rodillas dieron contra el piso. Don Juan sostuvo mi brazo y me empujó nuevamente a mis pies.

– Tienes que caminar -dijo- igual que como te levantaste la otra vez. Debes usar tu voluntad.

Yo parecía hallarme pegado al suelo. Intenté dar un paso con el pie derecho y casi perdí el equilibrio. Don Juan asió mi brazo derecho a la altura del sobaco y me aventó con suavidad hacia adelante, pero las piernas no me sostuvieron, y habría caído sobre la cara si don Juan no hubiese tomado mi brazo y amortiguado mi caída. Me sostuvo por el sobaco derecho y me hizo reclinarme en él. Yo no sentía nada, pero estaba seguro de que mi cabeza reposaba en su hombro; mi perspectiva de la habitación era sesgada. Me arrastró en esa postura alrededor de la ramada. Dimos dos vueltas en forma por demás penosa; finalmente, supongo, mi peso se hizo tan grande que don Juan tuvo que dejarme caer en el suelo. Supe que no le sería posible moverme. En cierto modo, era como si una parte de mí quisiera deliberadamente hacerse pesada como el plomo. Don Juan no hizo ningún esfuerzo por levantarme. Me miró un instante; yo yacía sobre la espalda, encarándolo. Traté de sonreírle y él empezó a reír; luego se agachó y me golpeó el vientre con la palma de la mano. Tuve una sensación de lo más peculiar. No era dolorosa ni agradable ni nada que se me ocurriera. Fue más bien una sacudida. Inmediatamente, don Juan empezó a rodarme. Yo no sentía nada: supuse que me hacía rodar porque mi visión del pórtico cambiaba de acuerdo con un movimiento circular. Cuando don Juan me tuvo en la posición que deseaba, retrocedió unas pasos.

– ¡Párate! -ordenó imperiosamente-. Párate como el otro día. No te andes con tonterías. Sabes cómo pararte. ¡Párate ya!