Apliqué mi atención a recordar las acciones que había ejecutado en aquella ocasión, pero no podía pensar con claridad; era como si mis pensamientos tuviesen voluntad propia por más que yo trataba de controlarlos. Finalmente, se me ocurrió la idea de que si decía "arriba", como había hecho antes, me levantaría sin duda alguna. Dije:
– Arriba -claro y fuerte, pero nada sucedió.
Don Juan me miró con disgusto evidente y luego caminó hacia la puerta. Yo estaba acostado sobre el lado izquierdo y tenía a la vista el área frente a la casa; la puerta quedaba a mi espalda, de modo que cuando don Juan se perdió de vista detrás de mí supuse inmediatamente que había entrado.
– ¡Don Juan! -exclamé, pero no respondió.
Tuve un avasallador sentimiento de impotencia y desesperación. Quería levantarme. Dije: -Arriba- una y otra vez, como si ésa fuera la palabra mágica que me haría moverme. No pasó nada. Sufrí un ataque de frustración y tuve una especie de berrinche. Quería golpearme la cabeza contra el piso y llorar. Pasé momentos de tortura deseando moverme o hablar y sin poder hacer ninguna de las dos cosas. Me hallaba en verdad inmóvil, paralizado.
– ¡Don Juan, ayúdeme! -logré berrear por fin.
Don Juan regresó y tomó asiento frente a mí, riendo. Dijo que me estaba poniendo histérico y que cuanto me hallara experimentando carecía de importancia. Me alzó la cabeza y, mirándome de lleno, dijo que yo sufría un ataque de falso miedo. Me dijo que no me agitara.
– Tu vida se está complicando -dijo-. Líbrate de lo que te está haciendo perder la compostura. Quédate aquí calmado y recomponte.
Puso mi cabeza en el suelo. Pasó por encima de mí y todo lo que pude percibir fue el arrastrar de sus huaraches mientras se alejaba.
Mi primer impulso fue agitarme de nuevo, pero no pude reunir la energía necesaria para llevarme a ese punto. En vez de ello, me sentí deslizar a un raro estado de serenidad; un gran sentimiento de calma me envolvió. Supe cuál era la complejidad de mi vida. Era mi niño. Más que ninguna otra cosa en el mundo, yo quería ser su padre. Me gustaba la idea de moldear su carácter y llevarlo a excursiones y enseñarle "cómo vivir", y sin embargo aborrecía la idea de coaccionarlo para que adoptara mi forma de vida, pero eso era precisamente lo que yo tendría que hacer: coaccionarlo por medio de la fuerza o por medio de ese mañoso conjunto de razones y recompensas que llamamos comprensión.
"Debo soltarlo -pensé-. No debo adherirme a él. Debo ponerlo en libertad."
Mis pensamientos evocaron un aterrador sentimiento de melancolía. Empecé a llorar. Mis ojos se llenaron de lágrimas y se nubló mi visión del pórtico. De pronto tuve una gran urgencia de levantarme a buscar a don Juan para explicarle lo de mi niño, y cuando me di cuenta ya estaba mirando el pórtico desde una posición erecta. Me volví hacia la casa y hallé a don Juan parado frente a mí. Al parecer había estado allí detrás todo el tiempo.
Aunque no pude sentir mis pasos, debo haber caminado hacia él, pues me moví. Don Juan se acercó sonriendo y me sostuvo de los sobacos. Su cara estaba muy cerca de la mía.
– Bien, muy bien -dijo alentador.
En ese instante cobré conciencia de que algo extraordinario tenía lugar allí mismo. Tuve al principio la sensación de hallarme tan sólo recordando un evento ocurrido años antes. Una vez había visto yo muy de cerca la cara de don Juan; también entonces bajo los efectos de su mezcla para fumar, tuve la sensación de que el rostro se hallaba sumergido en un tanque de agua. Era enorme y luminoso y se movía. La imagen fue tan breve que no hubo tiempo para evaluarla realmente. Pero esta vez don Juan me sostenía y su rostro no estaba a más de treinta centímetros del mío y tuve tiempo de examinarlo. Al levantarme y darme la vuelta, vi definitivamente a don Juan; "el don Juan que conozco" caminó definitivamente hacia mí y me sostuvo. Pero cuando enfoqué su rostro no vi a don Juan tal como suelo verlo; vi un objeto grande frente a mis ojos. Sabía que era el rostro de don Juan, pero ése no era un conocimiento guiado por mi percepción; era más bien una conclusión lógica por parte mía; después de todo, mi memoria confirmaba que un momento antes "el don Juan que conozco" me sostenía de los sobacos. Por lo tanto, el extraño objeto luminoso frente a mí tenía que ser el rostro de don Juan; había en él cierta familiaridad, pero ningún parecido con lo que yo llamaría el "verdadero" rostro de don Juan. Lo que me encontraba mirando era un objeto redondo con luminosidad propia. Cada una de sus partes se movía. Percibí un fluir contenido, ondulatorio, rítmico; era como si el fluir estuviese encerrado en sí mismo, sin pasar nunca de sus límites, y sin embargo el objeto frente a mis ojos exudaba movimiento en cualquier sitio de su superficie. Pensé que exudaba vida. De hecho, estaba tan vivo que me ensimismé mirando su movimiento. Era un oscilar hipnótico. Se hizo cada vez más absorbente, hasta no serme posible discernir qué era el fenómeno frente a mis ojos.
Experimenté una sacudida súbita; el objeto luminoso se emborronó, como si algo lo sacudiera, y luego perdió su brillo para hacerse sólido y carnal. Me hallé entonces mirando el conocido rostro moreno de don Juan. Sonreía con placidez. La visión de su rostro "verdadero" duró un instante y luego la cara adquirió nuevamente un brillo, un resplandor, una iridiscencia. No era luz como estoy acostumbrado a percibirla, ni siquiera un resplandor; más bien era movimiento, el parpadeo increíblemente rápido de algo. El objeto brillante empezó otra vez a sacudirse de arriba a abajo, y eso rompía su continuidad ondulatoria. Su brillo disminuía con las sacudidas, hasta que de nuevo se volvió la cara "sólida" de don Juan, como lo veo en la vida cotidiana. En ese momento me di cuenta, vagamente, de que don Juan me sacudía. También me hablaba. Yo no comprendía lo que estaba diciendo, pero como siguió sacudiéndome terminé por oírlo.
– No te me quedes viendo. No te me quedes viendo -repetía-. Rompe tu mirada. Rompe tu mirada. Aparta los ojos.
El sacudir de mi cuerpo pareció forzarme a desplantar mi mirada fija; aparentemente no veía el objeto luminoso más que cuando escudriñaba el rostro de don Juan. Al apartar mis ojos de su cara y mirarlo, por así decir, con el rabo del ojo, percibía yo su solidez; esto es, percibía una persona tridimensional; sin mirarlo realmente podía yo, de hecho, percibir todo su cuerpo, pero al enfocar mis ojos el rostro se hacía de inmediato el objeto luminoso.
– No me mires para nada -dijo don Juan con gravedad.
Aparté los ojos y miré el suelo.
– No claves la vista en ninguna cosa -dijo don Juan imperiosamente, y se hizo a un lado para ayudarme a caminar.
Yo no sentía mis pasos ni podía explicarme cómo ejecutaba el acto de caminar, pero, con don Juan sosteniéndome del sobaco, llegamos hasta la parte trasera de su casa. Nos detuvimos junto a la zanja de irrigación.
– Ahora quédate viendo el agua -me ordenó don Juan.
Miré el agua, pero no podía fijar la vista. De algún modo, el movimiento de la corriente me distraía. Don Juan siguió instándome, en son de broma, a ejercitar mis "poderes de contemplación", pero no pude concentrarme. Observé de nuevo el rostro de don Juan, pero el resplandor ya no se hizo evidente.
Empecé a experimentar un extraño cosquilleo en mi cuerpo, la sensación de un miembro dormido; los músculos de mis piernas comenzaron a crisparse. Don Juan me empujó al agua y caí hasta el fondo. Al parecer tenía asida mi mano derecha al empujarme, y cuando toqué el escaso fondo volvió a jalarme hacia arriba.
Me tomó largo tiempo recobrar el dominio de mis acciones. Cuando volvimos a su casa, horas más tarde, le pedí explicar mi experiencia. Mientras me ponía ropa seca describí excitado lo que había percibido, pero él descartó por entero mi relato, diciendo que no contenía nada de importancia.
– ¡Gran cosa! -dijo, burlándose-. Viste un resplandor, gran cosa.
Insistí en una explicación y él se puso de pie y dijo que tenía que irse. Eran casi las cinco de la tarde.