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Al día siguiente, volví a sacar a colación mi peculiar experiencia.

– ¿Eso es ver, don Juan? -pregunté.

Permaneció en silencio, con una sonrisa misteriosa, mientras yo seguía presionando en busca de respuesta.

– Digamos que ver es un poco como eso -dijo por fin-. Mirabas mi cara y la veías brillar, pero seguía siendo mi cara. Sucede que el humito lo hace mirar así a uno. No es nada.

– ¿Pero en qué forma sería distinto ver?

– Cuando uno ve, ya no hay detalles familiares en el mundo. Todo es nuevo. Nada ha sucedido antes. ¡El mundo es increíble!

– ¿Por qué dice usted increíble, don Juan? ¿Qué cosa lo hace increíble?

– Nada es ya familiar. ¡Todo lo que miras se vuelve nada! Ayer no viste. Miraste mi cara y, como te caigo bien, notaste mi resplandor. No era yo monstruoso, como el guardián, sino bello e interesante. Pero no me viste. No me volví nada frente a tus ojos. De todos modos estuviste bien. Diste el primer paso verdadero hacia ver. El único inconveniente fue que te concentraste en mí, y en ese caso yo no soy para ti mejor que el guardián. Sucumbiste en ambos casos, y no viste.

– ¿Desaparecen las cosas? ¿Cómo se vuelven nada?

– Las cosas no desaparecen. No se pierden, si eso es lo que quieres decir; simplemente se vuelven nada y sin embargo siguen estando allí.

– ¿Cómo puede ser eso posible, don Juan?

– ¡Me lleva la chingada con tu insistencia en hablar! -exclamó don Juan con rostro serio-. Creo que no dimos bien con tu promesa. A lo mejor lo que de verdad prometiste fue que nunca te ibas a callar la boca.

El tono de don Juan era severo. Su rostro lucía preocupado. Quise reír, pero no me atreví. Pensé que don Juan hablaba en serio, pero no era así. Empezó a reír. Le dije que si yo no hablaba me ponía muy nervioso.

– Vamos a caminar, pues -dijo.

Me llevó a la boca de una cañada en el fondo de los cerros. Caminamos como por una hora. Descansamos un poco y luego me guió, a través de los densos matorrales del desierto, hasta un ojo de agua; es decir, a un sitio que según él era un ojo de agua. Estaba tan seco como cualquier otro sitio en el área circundante.

– Siéntate en medio del ojo de agua -me ordenó.

Obedecí y tomé asiento,

– ¿Va usted también a sentarse aquí? -pregunté.

Lo vi disponer un sitio donde sentarse a unos veinte metros del centro del ojo de agua, contra las rocas en la ladera de la montaña.

Dijo que iba a vigilarme desde allí. Yo estaba sentado con las rodillas contra el pecho. Corrigió mi postura y me dijo que me sentara sobre la pierna izquierda, con la derecha doblada y la rodilla hacia arriba. El brazo derecho debía estar a un lado, con el puño descansando sobre el suelo, mientras mi brazo izquierdo se hallaba cruzado sobre el pecho. Me dijo que lo encarara y que permaneciera allí, relajado pero no "abandonado". Luego sacó de su morral una especie de cordón blancuzco. Parecía un gran lazo. Lo enlazó en torno de su cuello y lo estiró con la mano izquierda hasta que estuvo tenso. Rasgueó la apretada cuerda con la mano derecha. Hizo un sonido opaco, vibratorio.

Aflojó el brazo y me miró y dijo que yo debía gritar una palabra específica si empezaba a sentir que algo se venía a mí cuando él tocara la cuerda.

Pregunté qué era lo que se suponía que viniera hacia mí y él me ordenó callarme. Me hizo con la mano seña de que iba a comenzar, pero no lo hizo; antes me dio una indicación más. Dijo que si algo se venía hacia mí de modo muy amenazante, yo debía adoptar la posición de pelea que él me había enseñado años antes: consistía en danzar, golpeando el suelo con la punta del pie izquierdo, mientras se daban palmadas vigorosas en el muslo derecho. La posición de pelea era parte de una técnica defensiva usada en casos de extremo apuro y peligro.

Tuve un momento de aprensión genuina. Quise inquirir el motivo de nuestra presencia allí, pero él no me dio tiempo y empezó a pulsar la cuerda. Lo hizo varias veces, a intervalos regulares de unos veinte segundos. Advertí que, conforme tocaba la cuerda, iba aumentando la tensión. Podía yo ver claramente el temblor que el esfuerzo producía en sus brazos y cuello. El sonido se hizo más claro y entonces me di cuenta de que don Juan añadía un grito peculiar en cada pulsación. El sonido compuesto de la cuerda tensa y de la voz humana producía una reverberación extraña, ultraterrena.

No sentí nada que viniera a mí, pero la visión de los afanes de don Juan y el escalofriante sonido que producía me tenían casi en estado de trance.

Don Juan aflojó los músculos y me miró. Al tocar me daba la espalda y encaraba el sureste, igual que yo; al relajarse me dio la cara.

– No me mires cuando toco -dijo-. Pero no vayas a cerrar los ojos. Por nada del mundo. Mira el suelo enfrente de ti y escucha.

Tensó de nuevo la cuerda y se puso a tocar. Miré al suelo y me concentré en el sonido. Nunca lo había oído en toda vida.

Me asusté mucho. La extraña reverberación llenó la cañada estrecha y empezó a resonar. De hecho, el sonido que don Juan producía me llegaba como un eco desde el contorno de los muros de la cañada. Don Juan también debe haber notado eso, y aumentó la tensión de su cuerda. Aunque don Juan había cambiado totalmente el tono, el eco pareció amainar, y luego concentrarse en un punto, hacia el sureste.

Don Juan redujo por grados la tensión de la cuerda, hasta que oí un apagado vibrar final. Metió la cuerda en su morral y vino hacia mí. Me ayudó a incorporarme. Noté entonces que los músculos de mis brazos y piernas estaban tiesos, como piedras; me hallaba literalmente empapado de sudor. No tenía idea de haber transpirado a tal grado. Gotas de sudor caían en mis ojos y los hacían arder.

Don Juan casi me sacó a rastras del lugar. Traté de decir algo, pero me puso la mano en la boca.

En vez de salir de la cañada por donde habíamos entrado, don Juan dio un rodeo. Trepamos la ladera del monte y fuimos a dar a unos cerros muy lejos de la boca de la cañada.

Caminamos hacia la casa en silencio de tumba. Ya había oscurecido cuando llegamos. Traté nuevamente de hablar, pero don Juan volvió a taparme la boca.

No comimos ni encendimos la lámpara de petróleo. Don Juan puso mi petate en su cuarto y lo señaló con la barbilla. Interpreté el gesto como indicación de que me acostara a dormir.

– Ya sé lo que te conviene hacer -me dijo don Juan apenas desperté la mañana siguiente-. Vas a empezarlo hoy. No hay mucho tiempo, ya sabes.

Tras una pausa muy larga e incómoda me sentí compelido a preguntarle:

– ¿Qué me tenía usted haciendo ayer en la cañada?

Don Juan rió como un niño.

– Nada más toqué al espíritu de ese ojo de agua -dijo-. A esa clase de espíritus hay que tocarlos cuando el ojo de agua está seco, cuando el espíritu se ha retirado a la montaña. Ayer, dijéramos, lo desperté de su sueño. Pero no lo tomó a mal y señaló tu dirección afortunada. Su voz vino de esa dirección.

Don Juan señaló el sureste.

– ¿Qué era la cuerda que usted tocó, don Juan?

– Un cazador de espíritus.

– ¿Puedo verlo?

– No. Pero te haré uno. O mejor aun, tú mismo te harás el tuyo algún día, cuando aprendas a ver.

– ¿De qué está hecho, don Juan?

– El mío es un jabalí. Cuando tengas uno te darás cuenta de que está vivo y puede enseñarte los diversos sonidos de su gusto. Con práctica, llegarás a conocer tan bien a tu cazador de espíritus, que juntos harán sonidos llenos de poder.

– ¿Por qué me llevó usted a buscar el espíritu del ojo de agua, don Juan?

– Eso lo sabrás muy pronto.

A eso de las 11:30 a.m. nos sentamos bajo su ramada, donde él preparó su pipa para que yo fumase.