Me dijo que me levantara cuando mi cuerpo estuviese totalmente adormecido; lo logré con gran facilidad. Me ayudó a caminar un poco. Quedé sorprendido de mi control; pude dar dos vueltas a la ramada por mí mismo. Don Juan permanecía junto a mí, pero sin guiarme ni apuntalarme. Luego, tomándome por el brazo me llevó a la zanja de irrigación. Me hizo sentar en el borde y me ordenó imperiosamente mirar el agua y no pensar en nada más.
Traté de enfocar mi mirada en el agua, pero su movimiento me distraía. Mi mente y mis ojos empezaron a vagar a otros elementos del entorno inmediato. Don Juan me sacudió la cabeza de arriba a abajo y me ordenó de nuevo mirar sólo el agua y no pensar en absoluto. Dijo que quedarse viendo el agua móvil era difícil, y que había que seguir tratando. Intenté tres veces, y en cada ocasión otra cosa me distrajo. Don Juan, con gran paciencia, me sacudía la cabeza. Finalmente noté que mi mente y mis ojos se enfocaban en el agua; pese a su movimiento yo me sumergía en la visión de su liquidez. El agua se alteró levemente. Parecía más pesada, verde grisácea pareja. Me era posible distinguir las ondas que hacía al moverse. Eran ondulaciones extremadamente marcadas. Y entonces tuve de pronto la sensación de no estar mirando una masa de agua móvil sino una imagen del agua; lo que tenía ante mis ojos era un segmento congelado del agua fluyente. Las ondas estaban inmóviles. Podía mirar cada una. Luego empezaron a adquirir una fosforescencia verde, y una especie de niebla verde manó de ellas. La niebla se expandía en ondas, y al moverse abrillantaba su verdor, hasta ser un brillo deslumbrante que todo lo cubría.
No sé cuánto tiempo permanecí junto a la zanja. Don Juan no me interrumpió. Me hallaba inmerso en el verde resplandor de la niebla. Podía sentirlo en todo mi derredor. Me confortaba. No tenía yo pensamientos ni sensaciones. Sólo tenía una tranquila percepción, la percepción de un verdor brillante y apaciguador.
Una gran frialdad y humedad fue lo siguiente de lo que tuve conciencia. Gradualmente me di cuenta de que estaba sumergido en la zanja. En cierto momento el agua se metió en mi nariz, y la tragué y me hizo toser. Tenía una molesta comezón en la nariz, y estornudé repetidamente. Me puse en pie y solté un estornudo tan fuerte que una ventosidad lo acompañó. Don Juan aplaudió riendo.
– Si un cuerpo se pedorrea, es que está vivo -dijo.
Me hizo seña de seguirlo y caminamos a su casa.
Pensé quedarme callado. En cierto sentido, esperaba hallarme en un estado de ánimo solitario y hosco, pero realmente no me sentía cansado ni melancólico. Me sentía más bien alegre, y me cambié de ropa muy rápido. Empecé a silbar. Don Juan me miró con curiosidad y fingió sorprenderse; abrió la boca y los ojos. Su gesto era muy gracioso, y me reí bastante más de lo que venía al caso.
– Estás medio loco -dijo, y rió mucho por su parte.
Le expliqué que no deseaba caer en el hábito de sentirme malhumorado después de usar su mezcla para fumar. Le dije que después de que él me sacó de la zanja de irrigación, durante mis intentos por encontrarme con el guardián, yo había quedado convencido de que podría "ver" si me quedaba mirando el tiempo suficiente las cosas a mi alrededor.
– Ver no es cosa de mirar y estarse quieto -dijo él-. Ver es una técnica que hay que aprender. O a lo mejor es una técnica que algunos de nosotros ya conocemos.
Me escudriñó como insinuando que yo era uno de quienes ya conocían la técnica.
– ¿Tienes fuerzas para caminar? -preguntó.
Dije que me sentía bien, lo cual era cierto. No tenía hambre, aunque no había comido en todo el día. Don Juan puso en una mochila algo de pan y carne seca, me la dio y con la cabeza me hizo gesto de seguirlo.
– ¿Dónde vamos? -pregunté.
Señaló los cerros con un leve movimiento de cabeza. Nos encaminamos hacia la misma cañada donde estaba el ojo de agua, pero no entramos en ella. Don Juan trepó por las peñas a nuestra derecha, en la boca misma de la cañada. Ascendimos la ladera. El sol estaba casi en el horizonte. Era un día templado, pero yo sentía calor y sofoco. Apenas podía respirar.
Don Juan me llevaba mucha ventaja y tuvo que detenerse para que yo lo alcanzara. Dijo que me hallaba en pésimas condiciones físicas y que acaso no era prudente ir más allá. Me dejó descansar como una hora. Seleccionó un peñasco liso, casi redondo, y me dijo que me acostara allí. Acomodó mi cuerpo sobre la roca. Me dijo que estirara brazos y piernas y los dejara colgar. Mi espalda se hallaba ligeramente arqueada y mi cuello relajado, así que mi cabeza colgaba también. Me hizo permanecer en esa postura unos quince minutos. Luego me indicó descubrir mi región abdominal. Eligió cuidadosamente algunas ramas y hojas y las amontonó sobre mi vientre desnudo. Sentí una tibieza instantánea en todo el cuerpo. Don Juan me tomó entonces por los pies y me dio vuelta hasta que mi cabeza apuntó hacia el sureste.
– Vamos a llamar al espíritu ése del ojo de agua. -dijo.
Traté de volver la cabeza para mirarlo. Me detuvo vigorosamente por el cabello y dijo que me encontraba en una posición muy vulnerable y en una condición terriblemente débil y que debía permanecer callado e inmóvil. Me había puesto en la barriga todas esas ramas especiales para protegerme, e iba a permanecer junto a mí por si acaso yo no podía cuidarme solo.
Estaba de pie junto a la coronilla de mi cabeza, y girando los ojos yo podía verlo. Tomó su cuerda y la tensó y entonces se dio cuenta de que yo lo miraba con las pupilas casi hundidas en la frente. Me dio un coscorrón seco y me ordenó mirar el cielo, no cerrar los ojos y concentrarme en el sonido. Añadió, como recapacitando, que yo no debía titubear en gritar la palabra que él me había enseñado si sentía que algo venía hacia mi.
Don Juan y su "cazador de espíritus" empezaron con un rasgueo de baja tensión. Fue aumentándola lentamente, y empecé a oír, primero, una especie de reverberación, y luego un eco definido que llegaba constantemente de una dirección hacia el sureste. La tensión aumentó. Don Juan y su "cazador de espíritus" se hermanaban a la perfección. La cuerda producía una nota de tono bajo y don Juan la amplificaba, acrecentando su intensidad hasta que era un grito penetrante, un aullido de llamada. El remate fue un chillido ajeno, inconcebible desde el punto de vista de mi propia experiencia.
El sonido reverberó en las montañas y volvió en eco hacia nosotros. Imaginé que venía directamente hacia mí. Sentí que algo tenía que ver con la temperatura de mi cuerpo. Antes de que don Juan iniciara sus llamados yo había sentido tibieza y comodidad, pero durante el punto más alto del clamor me entró un escalofrío; mis dientes castañeteaban fuera de control y tuve en verdad la sensación de que algo venía a mí. En cierto punto noté que el cielo estaba muy oscuro. No me había dado cuenta del cielo aunque lo estaba mirando. Tuve un momento de pánico intenso y grité la palabra que don Juan me había enseñado.
Don Juan empezó inmediatamente a disminuir la tensión de sus extraños gritos, pero eso no me trajo ningún alivio.
– Tápate los oídos -murmuró don Juan, imperioso.
Los cubrí con mis manos. Tras algunos minutos don Juan cesó por entero y vino a mi lado. Después de quitar de mi vientre las ramas y las hojas, me ayudó a levantarme y cuidadosamente las puso en la roca donde yo había yacido. Hizo con ellas una hoguera, y mientras ardía frotó mi estómago con otras hojas de su morral.
Me puso la mano en la boca cuando yo estaba a punto de decirle que tenía una jaqueca terrible.
Nos quedamos allí hasta que todas las hojas ardieron. Ya había oscurecido bastante. Bajamos el cerro y volví el estómago.
Mientras caminábamos a lo largo de la zanja, don Juan dijo que yo había hecho bastante y que no debía quedarme. Le pedí explicar qué era el espíritu del ojo de agua, pero me hizo gesto de callar. Dijo que hablaríamos de eso algún otro día, luego cambió deliberadamente el tema y me dio una larga explicación acerca de "ver". Dije que era lamentable no poder escribir en la oscuridad. Pareció muy complacido y dijo que la mayor parte del tiempo yo no prestaba atención a lo que él decía a causa de mi decisión de escribirlo todo.