Habló de "ver" como un proceso independiente de los aliados y las técnicas de la brujería. Un brujo era una persona que podía dominar a un aliado y, en esa forma, manipular para su propia ventaja el poder de un aliado, pero el hecho de que dominara un aliado no significaba que pudiera "ver". Le recordé que antes me había dicho que era imposible "ver" si no se tenía un aliado. Don Juan repuso con mucha calma que había llegado a la conclusión de que era posible "ver" sin dominar un aliado. Sentía que no había razón para lo contrario, pues "ver" no tenía nada en común con las técnicas manipulatorias de la brujería, que sólo servían para actuar sobre nuestros semejantes. Las técnicas de "ver", por otra parte, no tenían efecto sobre los hombres.
Mis ideas eran muy claras. No experimentaba fatiga ni soñolencia ni tenía ya malestar de estómago, caminando con don Juan. Tenía mucha hambre, y cuando llegamos a su casa me atraganté de comida.
Después le pedí hablarme más sobre las técnicas de "ver". Sonrió ampliamente y dijo que yo era de nuevo yo mismo.
– ¿Cómo es -dije- que las técnicas de ver no tienen ningún efecto sobre nuestros semejantes?
– Ya te dije -respondió-. Ver no es brujería. Pero es fácil confundirnos, porque un hombre que ve puede aprender, en menos que te lo cuente, a manipular un aliado y puede hacerse brujo. O también, un hombre puede aprender ciertas técnicas para dominar un aliado y así hacerse brujo, aunque tal vez nunca aprenda a ver.
"Además, ver es contrario a la brujería. Ver le hace a uno darse cuenta de la insignificancia de todo eso."
– ¿La insignificancia dé qué, don Juan?
– La insignificancia de todo.
No dijimos nada más. Me sentía muy calmado y ya no quería hablar. Yacía de espaldas sobre un petate. Había hecho una almohada con mi chaqueta. Me sentía cómodo y feliz y pasé horas escribiendo mis notas a la luz de la lámpara de petróleo.
De pronto don Juan habló de nuevo.
– Hoy estuviste muy bien -dijo-. Estuviste muy bien en el agua. El espíritu del ojo de agua simpatiza contigo y te ayudó en todo momento.
Me di cuenta entonces de que había olvidado relatarle mi experiencia. Empecé a describir la forma en que había percibido el agua. No me dejó continuar. Dijo saber que yo había percibido una niebla verde.
Me sentí compelido a preguntar:
– ¿Cómo sabía usted eso, don Juan?
– Te vi.
– ¿Qué hice?
– Nada, estuviste allí sentado mirando el agua, y por fin percibiste la neblina verde.
– ¿Fue eso ver?
– No. Pero anduviste muy cerca. Te estás acercando.
Me excité mucho. Quise saber más al respecto. Don Juan rió e hizo burla de mis ansias. Dijo que cualquiera podía percibir la niebla verde porque era como el guardián, algo que inevitablemente estaba allí, de modo que percibirla no era gran hazaña.
– Cuando dije que estuviste bien, me refería a que no te inquietaste -dijo-, como cuando te encontraste con el guardián. Si te hubieras puesto inquieto yo habría tenido que sacudirte la cabeza y regresarte. Siempre que un hombre entra en la niebla verde, su maestro tiene que quedarse con él por si la niebla lo empieza a atrapar. Tú sólo puedes dar el salto y escapar del guardián, pero no puedes escapar por ti mismo de las garras de la niebla verde. Al menos al principio. A lo mejor más tarde aprendes un modo de hacerlo. Ahora estamos tratando de averiguar otra cosa.
– ¿Qué estamos tratando de averiguar?
– Si puedes ver el agua.
– ¿Cómo sabré que la he visto, o que la estoy viendo?
– Sabrás. Te confundes sólo cuando hablas.
XII
Trabajando en mis notas había tropezado con varias preguntas.
– ¿Es la neblina verde, como el guardián, algo que debe vencerse para ver? -dije a don Juan apenas nos sentamos ambos bajo su ramada el 8 de agosto de 1969.
– Sí. Hay que vencer a todo eso -respondió.
– ¿Cómo puedo vencer a la neblina verde?
– Del mismo modo que debiste vencer al guardián: dejándolo que se vuelva nada.
– ¿Qué debo hacer?
– Nada. Para ti, la neblina verde es mucho más fácil que el guardián. Le caes bien al espíritu del ojo de agua, mientras que tus asuntos con el guardián estaban muy lejos de tu temperamento. Nunca viste realmente al guardián.
– Quizá porque no me caía bien. ¿Y si encontrara yo un guardián que me gustase? Ha de haber personas a quienes el guardián que yo vi les parecería hermoso. ¿Lo vencerían porque les caería bien?
– ¡No! Sigues sin entender. No importa cómo te caiga el guardián. Mientras tengas cualquier sentimiento hacia él, el guardián permanecerá igual, monstruoso, hermoso o lo que fuese. En cambio, si no tienes sentimiento alguno hacia él, el guardián se volverá nada y todavía estará allí frente a ti.
La idea de que algo tan colosal como el guardián pudiera hacerse nada y sin embargo seguir allí carecía en absoluto de sentido. Imaginé que era una de las premisas alógicas del conocimiento de don Juan. Sin embargo, también me parecía que, de querer, él podría explicármela. Insistí en preguntarle qué quería decir con eso.
– Pensaste que el guardián era algo que conocías, eso es lo que quiero decir.
– Pero yo no pensé que fuera algo que yo conocía.
– Pensaste que era feo. Tenía un tamaño imponente. Era un monstruo. Tú conoces todas esas cosas. Así que el guardián fue siempre algo que conocías, y como era algo que conocías, no lo viste. Ya te dije: el guardián tenía que volverse nada y sin embargo tenía que seguir parado frente a ti. Tenía que estar allí y tenía, al mismo tiempo, que ser nada.
– ¿Cómo puede ser, don Juan? Lo que usted dice es absurdo.
– Sí. Pero eso es ver. No hay en realidad ningún modo de hablar sobre eso. Ver, como te dije antes, se aprende viendo.
"Al parecer no tienes problema con el agua. El otro día casi la viste. El agua es tu coyuntura. Ahora sólo necesitas perfeccionar tu técnica de ver. Tienes un ayudante poderoso en el espíritu del ojo de agua."
– Ahí tengo otra preguntota, don Juan.
– Puedes tener todas las preguntotas que quieras, pero no podemos hablar del espíritu del ojo de agua en estos rumbos. De hecho, es mejor no pensar en eso para nada. Para nada. De lo contrario el espíritu te atrapará, y si eso ocurre no hay manera de que ningún hombre vivo te ayude. De modo que cierra la boca y piensa en otra cosa.
A eso de las 10 de la mañana siguiente, don Juan desenfundó su pipa, la llenó de mezcla para fumar y me la entregó con la indicación de que la llevara a la ribera de la corriente. Sosteniendo la pipa en ambas manos, me las ingenié para desabotonar mi camisa y poner dentro la pipa y apretarla. Don Juan llevaba dos petates y una bandejita con brasas. Era un día soleado. Nos sentamos en los petates, a la sombra de una pequeña arboleda de breas en la orilla misma del agua. Don Juan metió un carbón en el cuenco de la pipa y me dijo que fumara. Yo no tenía ninguna aprensión, ningún sentimiento exaltado. Recordé que al iniciar mi segundo intento por "ver" al guardián, habiendo don Juan explicado su naturaleza, me había embargado una peculiar sensación de maravilla y respeto.
Esta vez, sin embargo, aunque don Juan me había dado a conocer la posibilidad de "ver" realmente el agua, no me hallaba involucrado emocionalmente; sólo curiosidad.