– ¿Estaba a tu izquierda o a tu derecha? -preguntó.
Le dije que en realidad el muro había estado frente a mí. Pero él insistió en que tenía que ser a la derecha o a la izquierda.
– Cuando lo viste por primera vez; ¿dónde estaba? Cierra los ojos y no los abras hasta que te acuerdes.
Se puso en pie y, habiendo yo cerrado los ojos, hizo girar mi cuerpo hasta ponerme cara al este, la misma dirección que yo había enfrentado al sentarme frente a la corriente. Me preguntó en qué dirección me había movido.
Dije que había ido hacia adelante, derecho, para enfrente. Insistió en que yo debía recordar y concentrarme en el momento en que aún veía el agua como burbujas.
– ¿Para qué lado corrían? -preguntó.
Don Juan me instó a hacer memoria, y finalmente tuve que admitir que las burbujas había parecido moverse hacia mi derecha. Pero no me hallaba tan absolutamente seguro como él deseaba. Bajo su interrogatorio, empecé a darme cuenta de mi incapacidad para clasificar la percepción. Las burbujas se habían desplazado a la derecha cuando las vi primero, pero al hacerse más grandes fluyeron para todas partes. Algunas parecían venir directamente hacia mí, otras parecían seguir cada dirección posible. Había burbujas que se movían encima de mi y abajo de mí. De hecho, estaban en todo mi derredor. Recordaba haber oído su efervescencia; por lo tanto, debo haberlas percibido auditiva además de visualmente.
Cuando las burbujas crecieron tanto que pude "montar" en una de ellas, las "vi" frotarse una contra otra como globos.
Mi excitación crecía con el recuerdo de los detalles de mi percepción. Pero don Juan no se interesaba en lo más mínimo. Le dije que había visto hervir las burbujas. No era un efecto puramente auditivo ni puramente visual, sino algo indiscriminado y sin embargo claro como el cristal; las burbujas raspaban una contra otra. Yo no veía ni oía su movimiento, lo sentía; yo era parte del sonido y del transcurso.
Al relatar mi experiencia me conmoví en lo más hondo. Tomé el brazo de don Juan y lo sacudí en un ataque de agitación intensa. Me había dado cuenta de que las burbujas no tenían límite externo; sin embargo, estaban contenidas y sus bordes cambiaban de forma y eran disparejos, dentellados. Las burbujas se fundían y separaban con gran velocidad, pero su movimiento no era vertiginoso. Era un movimiento rápido y a la vez lento.
Otra cosa que recordé en el momento del relato fue la calidad cromática que las burbujas parecían tener. Eran transparentes y muy brillantes y se veían casi verdes, aunque no era un color como yo acostumbro a percibir los colores.
– Te estás atascando -dijo don Juan-. Esas cosas no son importantes. Te estás fijando en lo que no vale la pena. La dirección es lo único importante.
Sólo pude recordar que me había movido sin ningún punto de referencia, pero don Juan concluyó que, si las burbujas habían fluido constantemente hacia mi derecha -el sur- al principio, el sur era la dirección que debía interesarme. De nuevo me instó, imperioso, a acordarme de si el muro estaba a mi derecha o a mi izquierda. Luché por hacer memoria.
Cuando don Juan "me llamó" y salí a la superficie, por así decirlo, creo que el muro estaba a mi izquierda. Me hallaba muy cerca de él y pude discernir los surcos y protuberancias del molde o armadura de madera en donde se vertió el concreto. Se habían usado tiras de madera muy delgadas, creando un diseño compacto. El muro era sumamente alto. Uno de sus extremos podía verse, y noté que no tenía esquina, sino que se curvaba para dar vuelta.
Don Juan guardó silencio un instante, como si pensara la forma de descifrar mi experiencia; luego dijo que yo no había logrado gran cosa, que no había colmado sus esperanzas.
– ¿Qué debí haber hecho?
En vez de responder hizo un gesto frunciendo los labios.
– Te fue muy bien -dijo-. Hoy aprendiste que un brujo usa el agua para moverse.
– ¿Pero vi?
Me miró con una expresión curiosa. Alzó los ojos al techo y dijo que yo tendría que entrar en la niebla verde muchas veces hasta poder contestar mi propia pregunta. Cambió sutilmente el curso de nuestra conversación, diciendo que yo no había aprendido en realidad a moverme por medio del agua, pero había aprendido que un brujo puede hacerlo, y él me había hecho mirar la orilla de la corriente con el propósito de que yo ratificara mi movimiento.
– Ibas muy rápido -dijo-, tan rápido como alguien que sabe ejecutar esta técnica. Tuve que apurarme para que no me dejaras atrás.
Le supliqué explicar lo que me había ocurrido desde el principio. Rió, meneando la cabeza lentamente, como incrédulo.
– Tú siempre insistes en saber las cosas desde el principio -dijo-. Pero no hay ningún principio; el principio está sólo en tu pensamiento.
– Yo pienso que el principio fue cuando fumé junto al agua -dije.
– Pero antes de que fumaras yo tuve que averiguar qué cosa hacer contigo -dijo-. Tendría que decirte lo que hice y no puedo, porque me llevaría a otro asunto más. A lo mejor las cosas se te aclaran si no piensas en principios.
– Dígame entonces qué sucedió después de que me senté y fumé.
– Creo que ya me lo dijiste tú -dijo, riendo.
– ¿Tuvo importancia algo de lo que hice, don Juan?
Alzó los hombros.
– Seguiste muy bien mis indicaciones y no tuviste problema para entrar y salir de la niebla. Luego escuchaste mi voz y regresaste a la superficie cada vez que te llamé. Ese era el ejercicio. El resto fue muy fácil. Todo lo que pasó fue que te dejaste llevar por la niebla. Te portaste como si supieras qué hacer. Cuando estabas muy lejos te llamé otra vez y te hice mirar la orilla, para que te dieras cuenta hasta dónde habías llegado. Luego te jalé de vuelta.
– ¿Quiere usted decir, don Juan, que realmente viajé en el agua?
– Por cierto. Y bien lejos, además.
– ¿Qué distancia?
– No lo vas a creer.
Le rogué que me dijera, pero abandonó el tema y dijo que debía irse un rato. Insistí en que al menos me diera una pista.
– No me gusta que me tengan a oscuras -dije.
– Tú solo te tienes a oscuras -repuso-. Piensa en el muro que viste. Siéntate aquí en tu petate y recuérdalo con todo detalle. A lo mejor así descubres qué distancia recorriste. Lo único que yo sé de momento es que viajaste muy lejos. Lo sé porque me costó muchísimo trabajo regresarte. Si yo no hubiera estado allí, podrías haberte ido para no volver, y todo lo que ahora quedaría de ti sería tu cadáver en la orilla de la corriente. O quizá podrías haber regresado tú solo. Contigo no estoy seguro. Así que, a juzgar por el esfuerzo que me costó traerte, yo diría que seguramente estabas en…
Hizo una larga pausa: me miró con ojos amistosos.
– Yo iría hasta las sierras de Oaxaca -dijo-. No sé hasta dónde irías tú, a lo mejor hasta Los Ángeles, o quizás incluso hasta Brasil.
Don Juan regresó al día siguiente, al atardecer. Mientras tanto, yo había escrito cuanto podía recordar sobre mi percepción. Al escribir, se me ocurrió seguir la ribera corriente abajo y corriente arriba, y corroborar si había visto realmente, en alguno de los lados, un detalle que pudiera haberme provocado la imagen de un muro. Conjeturé que don Juan podía haberme hecho caminar en un estado de estupor, para luego hacerme enfocar mi atención en alguna pared a lo largo del camino. En las horas transcurridas entre el momento en que descubrí la niebla por vez primera y el momento en que salí de la zanja y volvimos a su casa, calculé que no podríamos haber caminado más de cuatro kilómetros. De modo que seguí la corriente durante unos cinco kilómetros en cada dirección, observando cuidadosamente todo lo que hubiese podido relacionarse con mi visión del muro. La corriente era, hasta donde pude juzgar, un simple canal de riego. Tenía de metro a metro y medio de ancho a todo lo largo, y no pude hallar en él ningún aspecto visible que pudiera haberme recordado o impuesto la imagen de una pared de concreto.